La última oportunidad

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Por Vicente Massot
A Sergio Massa lo hubieran podido nombrar ministro de Economía en el momento en que Martin Guzmán decidió irse a su casa dejando, detrás suyo, un verdadero tembladeral en las cuentas públicas. La crisis había escalado a topes descomunales, ninguno de los economistas de cierto renombre con los que cuenta el peronismo había aceptado el ofrecimiento que les extendiera en esas circunstancias el presidente; nadie sabía bien qué hacer, y sólo el titular de la Cámara de Diputados estaba resuelto a asumir en reemplazo del desabrido discípulo de Stiglitz. Fuera producto de la audacia que lo caracteriza o de su ambición sin límites, lo cierto es que fue el único que, en esa instancia, levantó la mano, deseoso de ocupar el cargo. Sin embargo, por celos, rencores o desconfianza de parte de Alberto Fernández y de Cristina Kirchner, la elegida fue una funcionaria de segunda categoría, a la cual la empresa le quedaba grande antes de empezar. Primó la improvisación y faltó un diagnóstico claro. El resultado está a la vista. En tres semanas hubo
que hacerla renunciar a la Batakis y darle un premio consuelo en el Banco Nación. Los más de
veinte días de disloque que vivimos podrían haberse evitado. Claro que eso es ya historia y —si
bien el recambio que acaba de producirse estuvo lleno de desprolijidades y transparentó el grado
de incompetencia de la administración del Frente de Todos— es más importante analizar el futuro
que el pasado reciente. Al fin y al cabo, que la ex–ministro haya viajado a los Estados Unidos, pontificado que tenía todo el apoyo que necesitaba ante las autoridades del FMI y del gobierno
demócrata de Joe Biden, para enterarse a su regreso a Buenos Aires que había sido despedida, no
es cosa novedosa entre nosotros. Antes le pasó a Ricardo López Murphy en 2001, durante el vuelo
que lo traía de vuelta de Chile, y a Felipe Sola que se fue a México como canciller y bajó en la
capital azteca como un simple mortal sin derecho a la alfombra colorada, al chofer en la puerta y
los gastos de representación que abundan en la función pública. Un papelón argentino más —a
nivel internacional— no es de extrañar.

Está de moda entre los periodistas televisivos rescatar del archivo las declaraciones de los principales referentes del oficialismo cuando se hallaban en el llano y no podían imaginar que un día serían parte del mismo equipo. Las acusaciones que, en años ya transcurridos, se cruzaron Alberto Fernández, Cristina Kirchner, Sergio Massa, Aníbal Fernández, Axel Kicillof, y otros, acaso de menor envergadura que los nombrados, es un dato que no registra antecedentes en nuestra historia. Se dijeron de todo y en tren de descalificar al adversario no se anduvieron con vueltas.

Pero eso también es historia y no aporta nada al proceso que se inicia. Es un dato menor en razón de que el desafío que tienen por delante, no sólo el próximo ministro de Economía sino también la dupla presidencial y los demás integrantes del actual gobierno, hace que los agravios que se cruzaron ayer, hoy se hayan olvidado. No en virtud de que, en el fino fondo del corazón de cada uno de ellos, anide el perdón. Sencillamente, porque se asomaron al abismo y lo que vieron los paralizó. Hasta un mes atrás todavía no eran conscientes del tembladeral que pisaban. Por eso la convocaron a Silvina Batakis. Ahora se dieron cuenta de que no hay ni tiempo ni espacio para dilatar unas medidas que deberán adoptar haciendo buches y tragándose más de un sapo.

Más allá de obrar a los ponchazos y desconfiarse, tomaron el único camino que era menester para evitar una crisis institucional o una salida anticipada de la Casa Rosada. Le dieron a Massa el lugar que venía pidiendo desde tiempo atrás. Lo curioso del caso —y que revela la dimensión de la crisis— es que en materia económica el nuevo titular de la cartera no es un experto, por no decir que sabe poco. Eso sí, le sobran —vale repetirlo— ambición y audacia, que resultan dos componentes fundamentales para tener éxito en términos políticos. Son condiciones absolutamente necesarias, aunque no suficientes. Massa además —y este es el aspecto que debe tomarse en consideración y nunca perderse de vista— en punto a sus convicciones ideológicas se encuentra en las antípodas del kirchnerismo. No es estatista, ni populista, ni chavista, ni garantista.

Si se hubiera sentado en el sillón de Rivadavia, su programa habría sido completamente distinto
del que pusieron en práctica los Kirchner y luego Alberto Fernández. Pericia técnica no acredita.
Su imagen pública está por el piso. El equipo que convocó no es descollante. Contra lo cual desembarca sobrado de viveza, tiene buenos contactos en el establishment —de manera especial con la así llamada patria contratista—, llegada a ciertos organismos internacionales y a estamentos de segundo nivel del poder estadounidense. Lo más significativo de esta enumeración es que no le falta coraje.

Dando por descontado de que sabe dónde está parado y las limitaciones con las que habrá de iniciar su gestión, queda por verse si el volantazo que decidieron dar él y los dos Fernández alcanza. Dicho en otros términos: todos conocen bien los peligros enormes que han asumido y no ignoran que han disparado la última bala con la que contaban. Si Massa fracasa, difícilmente exista otra posibilidad de llegar a puerto —esto es, fin del mandato— destartalados pero a salvo del naufragio. Esto significa, al menos aplicando la lógica más elemental, que le dejarán hacer al flamante ministro según sus convicciones, o sea, que no van a ponerle palos en la rueda al plan en marcha. Claro que lo expresado antes no puede darse por descontado conociendo el paño kirchnerista. Razón por la cual resulta obligado plantear cuatro interrogantes claves, a saber: 1) ¿Qué margen de maniobra tendrá Massa? Acumuló poder, por cierto, pero no manejará el Banco Central, ni la Secretaría de Energía, ni la AFIP. 2) ¿Qué tanto apoyo recibirá de Cristina Fernández y el camporismo al momento de hallarse obligados a poner la cara y asumir los efectos dolorosos de unas medidas de suyo impopulares? 3) ¿Tiene Massa un diagnóstico preciso? Descartada la posibilidad de desenvolver reformas de carácter estructural, ¿es consciente de que, faltando quince meses para que se substancien los comicios presidenciales, tendrá que convivir con una inflación alta, de que deberá aumentar aún más las tasas de interés —aun corriendo el riesgo de profundizar el comportamiento recesivo ya iniciado— y de que le será imprescindible subir las tarifas de los servicios públicos en mayor medida de lo que quería Martín Guzmán, sin contar con la necesidad de introducir el bisturí hasta el hueso en términos fiscales?

La pronunciada baja del dólar blue, del MEP y del contado con liqui, unido a la mejora relativa del riesgo país, no indican que los mercados estén dispuestos a extenderle un cheque en blanco. Fueron más el resultado de la timba financiera que una muestra de confianza. Cuanto anuncie en el día de hoy marcará a fuego su gestión. Si dilatase las medidas o éstas fueran puro fuego de artificio, duraría en su despacho un par de semanas y el gobierno saltaría por el aire.

Ello no va a suceder. El ministro debe ser consciente de que no hay lugar para repetir la sarasa de
Guzmán o la inanidad de Silvina Batakis. La expectativa que se ha abierto en torno a lo que pueda ser capaz de realizar es grande. La impaciencia y poca credibilidad de los mercados, también.
Nadie desea que fracase pero, a su vez, las preguntas que quedaron planteadas —por ahora, sin
respuesta— son las que se hacen los actores —estelares y de reparto— y los espectadores en el
país de los argentinos. Massa ha generado cierta esperanza en función de que Cristina Fernández
—el presidente, a esta altura de la historia, es una anécdota en términos del poder real— como la
mayoría de los diputados, senadores y ministros del gobierno, si bien no comulgan con sus ideas,
no han tenido más remedio que hacer de la necesidad, virtud. En el círculo camporista no hubo un
solo candidato potable, preparado para tomar las riendas que tuvo que dejar Silvina Batakis.
Tampoco en el Instituto Patria abundan las ideas respecto de qué hacer. Los libretos populistas
han sido escondidos para bien.

Hay otra cuestión, de relevancia superlativa, vinculada a lo que puede hacer Massa y a lo que Massa supone que puede hacer. Son dos cosas distintas, por lo que lo escrito antes no es, ni mucho menos, un ingenioso juego de palabras. Como cualquier jugador cuyo respaldo en términos de fichas resulta insignificante y acepta un convite a todo o nada, el nuevo ministro de Economía —cuyo sueño es convertirse en presidente de la República— corre el riesgo de creerse un hombre providencial, destinado a obrar como un salvador. Si ésta fuese su composición de lugar —que no es de descartar, tomando en cuenta su ambición política— podría cometer un error fatal. Si acierta con las medidas y las lleva a la práctica con éxito, en el mejor de los casos conseguiría sacar al gobierno del pantano en el que se encuentra y le permitiría cumplir a Alberto Fernández y a su vice el mandato para el que fueron elegidos. Imaginar que podría dar vuelta la situación y dotar al Frente de Todos de la vitalidad necesaria para ganar las elecciones, sería algo así como soñar despierto. Puede llegar en mejor o peor estado a los comicios y competir en agosto y octubre de 2023. La victoria no estará nunca a su alcance. Salvo que alguien crea en los milagros. Lo que vienen son decisiones que significarán noticias nada halagüeñas para los votantes. Sus efectos políticos no queridos se harán notar enseguida mientras que, para percibir sus consecuencias beneficiosas —en el mejor de los casos, modestas— habrá que esperar. Este desbarajuste no se arregla en catorce meses ni sin cirugía mayor.

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