Mujica Láinez, el hombrecito del azulejo y dos epidemias

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La literatura se cruza con la realidad en esta nota en la que el autor recuerda un cuento de “Manucho” con dos médicos famosos por su intervención sanitarista.

Manuel Mujica Láinez desde siempre dedicó muchas páginas a su ciudad. Era muy joven cuando escribió en 1938 su primera novela, “Don Galaz de Buenos Aires”, ubicada en la ciudad del siglo XVIII, seguramente influenciado por las magníficas fiestas de los 400 años del asentamiento de don Pedro Mendoza celebradas dos años antes. En 1943 se anima a escribir en verso y aparece su “Canto a Buenos Aires”, ilustrado por Emilio Basaldúa, y tres años más tarde “Estampas de Buenos Aires”.

Siguiendo el éxito obtenido con “Aquí vivieron”, que desarrolla la historia de una quinta ubicada en San Isidro, a través de distintos cuentos en diferentes épocas hace casi setenta años finalizaba “Misteriosa Buenos Aires”, con eje en el pasado de la ciudad a lo largo de tres siglos.

Mujica Láinez fue uno de los más rigurosos escritores que, cuando mezclaron la historia con la ficción, respetaron en grado sumo la primera. Él mismo le dijo a María Esther Vázquez en unas conversaciones que cada una de sus obras “es una invención, y al mismo tiempo una reconstrucción muy rigurosa… Cada vez que hay un ejemplo concreto, ese dato procede del texto de algún historiador”.

Uno de esos cuentos se titula “El hombrecito del azulejo” que, ubicado cronológicamente después de las epidemias de cólera de 1867 y de la fiebre amarilla de 1871, narra la vida de un niño, Daniel, al borde de la muerte y que sólo hablaba con ese hombrecito pintado en un azulejo, que así describe: “El hombrecito del azulejo es un ser singular. Nació en Francia, en Desvres, departamento del Paso de Calais, y vino a Buenos Aires por equivocación. Sus manufactureros, los Fourmaintraux, no lo destinaban aquí, pero lo incluyeron por error dentro de uno de los cajones rotulados para la capital argentina, e hizo el viaje, embalado prolijamente el único distinto de los azulejos del lote. Los demás, los que ahora lo acompañan en el zócalo, son azules corno él, con dibujos geométricos estampados cuya tonalidad se deslíe hacia el blanco del centro lechoso, pero ninguno se honra con su diseño: el de un hombrecito azul, barbudo, con calzas antiguas, gorro de duende y un bastón en la mano derecha. Cuando el obrero que ornamentaba el zaguán porteño topó con él, lo dejó aparte, porque su presencia intrusa interrumpía el friso; mas luego le hizo falta un azulejo para completar y lo colocó en un extremo, junto a la historiada cancela que separa zaguán y patio, pensando que nadie lo descubriría. Y el tiempo transcurrió sin que ninguno notara que entre los baldosines había uno, disimulado por la penumbra de la galería, tan diverso. Entraban los lecheros, los pescadores, los vendedores de escobas y plumeros hechos por los indios pampas; depositaban en el suelo sus hondos canastos, y no se percataban del menudo extranjero del zócalo. Otras veces eran las señoronas de visita las que atravesaban el zaguán y tampoco lo veían, ni lo veían las chinas crinudas que pelaban la pava a la puerta aprovechando la hora en que el ama rezaba el rosario en la Iglesia de San Miguel. Hasta que un día la casa se vendió y entre sus nuevos habitantes hubo un niño, quien lo halló de inmediato”.

No es de nuestro interés seguir con el relato del cuento, que los lectores -si no tienen el libro a mano- pueden encontrar en https://ciudadseva.com/texto/el-hombrecito-del-azulejo/, sino señalar que habla de dos destacados profesionales que tuvieron protagonismo en las epidemias de cólera y fiebre amarilla que hemos comentado en esta serie de notas, a quienes vamos a evocar así como lo hicimos con otros probos profesionales como el doctor Francisco Javier Muñiz: nos referimos ahora a los doctores Eduardo Wilde e Ignacio Pirovano. “Manucho” los sitúa en el relato con sus colegas del Lazareto creado cuando la fiebre amarilla, la facultad y también el Hospital de Hombres del Alto, frente a la iglesia de San Pedro Telmo, donde también en otro tiempo lejano los padres bethlemitas atendían un hospital. A ambos describe así: “Su juventud puede más que sus barbas y que sus levitas severas, y brilla en sus ojos claros. Uno de ellos, el doctor Ignacio Pirovano, es alto, de facciones resueltamente esculpidas. Apoya una de las manos grandes, robustas, en el hombro del otro… tan serios van, tan ensimismados, porque son dos hombres famosos por su buen humor, que en el primero se expresa con farsas estudiantiles y en el segundo con chisporroteos de ironía mordaz”.

Wilde había nacido en 1844 y le llevaba apenas un año a Pirovano, y ambos estudiaron con los mismos profesores y en el mismo año 1872 se graduaron. Abandonaron sus estudios llamados por el deber para asistir a los heridos en la Guerra de la Triple Alianza. Pirovano, que era un hombre al que no le sobraban los recursos, hijo de un eximio platero, trabajaba en una farmacia y como conocedor de tales artes se alistó en el Ejército aliado y también fue practicante de Muñiz. Wilde lo recordó de este modo: “Tiene todas las cualidades fí­sicas para el trabajo, y todas las aptitudes intelectuales para ser un médico notable. Es bondadoso, de carácter reservado, meditador y pacienzudo; parece muy dúctil, aunque siempre por hacer lo que le da la gana, tiene una gran facilidad para hacerse querer de sus maestros, sabe evitar que lo envidien sus condiscí­pulos”.

También asistió a los enfermos en la epidemia de cólera de 1867 y en la de la fiebre amarilla, y con Wilde habían compartido la experiencia de los esteros paraguayos. Pirovano dedicó su vida a la medicina, se formó en Francia y es considerado el padre de la cirugía argentina. Murió en 1895 de un cáncer de lengua, que él mismo se diagnosticó, opinión que se la confirmó su maestro en París. Su íntimo amigo, el presidente Carlos Pellegrini, dijo frente a su tumba, embargado por el llanto: “Sentimos que algo nos falta, algo así­ como el centinela armado que velaba por nuestra vida contra el ataque de enemigos invisibles, y por eso, sobre su tumba hasta el egoí­smo llora”.

Wilde tuvo una vida más larga. Fue profesor en la Universidad pero la política y la función pública le ganaron al médico. Se desempeñó como ministro de Justicia, Culto e Instrucción Pública en la primera presidencia de Julio A. Roca, fue embajador y ministro del Interior de Miguel Juárez Celman. Durante la segunda presidencia de Roca ocupó la presidencia del Departamento Nacional de Higiene, un tema que bien conocía y se lo puede considerar un gran médico sanitarista. En esa función organizó una expedición al Paraguay,para combatir la peste bubónica que encabezó el doctor Carlos G. Malbrán, a quien recordamos hace pocos días.

La pluma de Mujica Láinez continuó trabajando la vida de Buenos Aires y en 1979 apareció “El Gran Teatro”, novela que recrea el estreno de Parsifal en el Colón; y otro libro dedicado a la misma sala con sus textos y fotos de Aldo Sessa, dupla exitosa en lo que eran esos grandes libros que se repitió por tres volúmenes distintos y otro dedicado al Jockey Club de Buenos Aires. De sus años en La Nación escribiendo necrológicas o discursos y semblanzas, y de algunas notas en El Hogar, salió el primer tomo de “Los Porteños”, y uno después de su muerte.

El cuento del hombrecito nos trajo a la memoria a aquellos personajes de la historia de la medicina en tiempos de epidemias y a ese muñequito. Lo he buscado afanosamente muchas veces y jamás lo vi, sólo alguna reproducción barata. Pero quiso la casualidad que encontrara una gran cantidad de originales en las paredes de la casona principal de la estancia “Benquerencia”, en San Miguel del Monte, que fuera de la familia Staudt, hoy convertida en Club de Campo.

* Historiador. Académico de número y vicepresidente de la Academia Argentina de Artes y Ciencias de la Comunicación

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