Martín Buber. Pensar el conflicto árabe-israelí a través del diálogo

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El conflicto árabe-israelí es decididamente político. No existía a fines del siglo XIX, antes de que las potencias europeas hubiesen puesto el ojo en los recursos económicos y estratégicos que brindaba ese enclave en el Cercano Oriente.

Tomando en consideración la migración masiva de judíos en la primera mitad del siglo XX, que decantara en la instauración del Estado de Israel en 1947, y con el mismo aval de la Organización de las Naciones Unidas, se partió la región en dos. Desde ese momento fue como si hubiesen clavado un puñal sobre ese sensible territorio que causó una herida que todavía continúa abierta y no para de sangrar. Aquel “centro del mundo” que fue protagonista del origen de nuestra civilización, una vez más entraba en una guerra crónica.

Es cierto que hay una línea de debate acerca de quiénes fueron los primeros habitantes de Cisjordania. Si hilamos fino, el mismo libro de Josué da cuenta de que los hebreos luego del Éxodo erradicaron a los cananeos en el siglo XIII a.C. apropiándose de sus tierras. Pero esta premisa casi nadie la toma en cuenta. El asunto se centra más bien en si fueron los hebreos o fueron los ismaelitas quienes estaban allí primero (según la tradición islámica Ismael fue el primogénito de Abraham y el ancestro de los árabes), y aquí se pueden esgrimir razones religiosas a través de la tradición y, por supuesto, desde el revisionismo histórico. Sin embargo, estas polémicas siempre deben verse como derivados de la lucha por el poder y desde el desencuentro humano más que desde una mirada espiritual.

Sabemos que alrededor del 130 d.C. el emperador Adriano se propuso exterminar al pueblo judío que se hallaba en la zona de Judea asesinando a más personas que el mismo Adolf Hitler. Para concluir su plan de eliminación le cambió el nombre a la ciudad de Jerusalén por Aelia Capitolina, y repobló el lugar con tribus nómadas del desierto arábigo asentadas en Transjordania, rebautizando a la región como “Palestina”.

Este acto no fue inocente. Los palestinos, o al menos los que eran designados con ese nombre, según el Antiguo Testamento, nada tenían que ver con los árabes, era originalmente un antiguo pueblo marítimo conocido en los textos bíblicos como los “filisteos”. En hebreo “filisteo” se pronuncia “palescheth” y en griego “palaistine”, mientras que en latín se dice “palaestine”. Ya aparecen en el Génesis desde la época de los patriarcas y eran probablemente de origen cretense, asentándose en el lugar a través del pujante comercio egeo. Por lo que se desprende que los filisteos no tenían por Dios a Alá (antigua deidad lunar) puesto que eran una etnia de origen indoeuropeo sino que su dios era Dagón, una deidad con fisonomía de pez.

Como sea, según los datos arqueológicos que no siempre coinciden con el relato bíblico, los filisteos aparecen algún tiempo después en el Levante (desde el siglo XII a.C.) sin presentar evidencia de que hayan sido semitas, pero al igual que las tribus de Israel parecen ser contemporáneos pues, según las fuentes egipcias (Estela del faraón Merenptah, Dinastía XIX) dan cuenta de que una tribu homónima estaba en Canaán para el siglo XIII a.C.

Pero más allá de esta interesante discusión que da para mucho más, lo cierto es que, a pesar de las pretensiones romanas, aquella Palestina inventada por los emperadores latinos tuvo la intencionalidad de la erradicación del pueblo judío y de la rehabitación del lugar colocándole además un nuevo nombre –insultante- de un enemigo ancestral de Israel con una clara intención peyorativa.

Desde fines del mundo antiguo los “árabes palestinos” implantados y los judíos postexílicos convivieron relativamente en paz. Aún luego de que el califa Omar restaurara y se apropiara del Monte del Templo en 638 d.C. mandando a construir la mezquita de Al-Aqsa.

El asunto no cobró verdadera relevancia sino hasta el siglo XIX, especialmente en la Francia de la Tercera República, a partir del caso de Alfred Dreyfus (quien fue acusado y condenado a prisión presuntamente por espionaje pero, en el fondo, solo por ser judío) y del manifiesto publicado por el escritor Émile Zola, “Yo acuso”, en 1898. Este acontecimiento dio un mayor impulso a Theodor Herzl y al movimiento sionista y, como siempre, al apetito de las grandes naciones como Gran Bretaña y Francia, que empezaron a mirar con atención los territorios de aquella “Palestina” que para ese tiempo estaba en poder de los turcos.

Como mencionábamos el conflicto árabe-israelí más bien obedece a causa geopolíticas contemporáneas, pero más allá de este recuento histórico sería interesante el poder pensarlo desde una mirada filosófica y teológica, donde puede emerger alguna luz de solución; es un ideal, claro, pero no por eso menos importante para considerarse.

La pregunta coyuntural de por qué las personas no pueden encontrarse a través de un diálogo fecundo y superar sus grietas no es nueva, pero desde la perspectiva de Martín Buber cobran una dimensión ética y vital.

Buber nace en Viena en 1878 y muere en Jerusalén en 1965. Su existencia fue atravesada por el creciente antisemitismo europeo, por la aparición del sionismo y por las dos Guerras Mundiales, pero, además, junto con sus contemporáneos fue testigo del Holocausto. Asimismo, vio el naciente Estado de Israel y el quiebre del territorio de Palestina. Por otra parte, Buber fue abandonado de niño por su madre, a quien solo volvió a ver décadas después: la mujer le mostraría una cruel indiferencia. En razón de estas experiencias personales y epocales, su pensamiento fue atravesado por una pregunta fundamental: ¿Por qué las personas no pueden verdaderamente encontrarse?

Su obra capital en la que trata a fondo esta cuestión es el texto conocido como “Yo y tú”, donde desarrolla que el problema humano no es necesariamente verbal sino que es de relación. De sus modos. Es que no hay un verdadero encuentro entre las partes. El trato de mi yo con el otro no se da en la plenitud del amor y del estar sino en otro tipo de vinculo más frío que denomina “Yo-Ello”. Las correspondencias que podamos tener con los “ellos” es fría, objetal. “Ello” es más bien una cosa de estudio, es lo distante, aquello que vemos lejano. Es un nexo formal, “científico” si se quiere, donde el “ello” es una categoría parcial.

En cambio, la concordancia “Yo-Tú” es de cercanía, de igual a igual, de símil. Es abrazo. El otro es como yo. El otro se aparece en la aproximación, en silencio, no hay formalidad ni artificialidad. Yo no intento cambiarlo y el semejante no intenta cambiarme a mí. Hay un estar sereno. No se espera nada, solo responsabilidad de ser. Esto responde quizás ahora de las interrogaciones fundamentales que plantea Buber en otra de sus obras más recordadas “¿Qué es el hombre?” Y contesta simplemente que el hombre es relación. Sin acercamiento dialógico no hay tal sujeto, ni mucho menos un vínculo del ser con la divinidad.

Otra de las preocupaciones capitales del pensador fue acerca de la controvertida frase de Friedrich Nietzsche sobre la “muerte de Dios”. Buber más bien la distorsiona en el “Eclipse de Dios”. Dios no ha muerto, solo se ha ocultado, pero como en los eclipses, no lo hace por mucho tiempo. En tanto el encuentro con el Supremo sea a través del “Yo-Ello” estará ensombrecido, pero alcanzará la iluminación del ser a través del despeje del amor, del “Yo-Tú”.

Buber, se opuso a las políticas del Estado sionista en cuanto este violara los derechos de los palestinos, que antes que “Ellos” eran un “Tú”. Eran ontológicamente iguales. Escribió que “cuando dos hombres de espíritu, ánimo, historias personales y sociales o de religiones muy diferentes se paran uno frente al otro y cada uno se conoce y se significa, se reconoce, acepta y confirma al otro como tal, como persona en particular; incluso en medio de la pugna más grave solo nos encontramos frente a la amistad. Eso es la camaradería de la criatura humana en su plena realización”.

Ahora bien, esta brevísima reseña de su pensamiento puede abrirnos a pensar el dilema actual que hay entre palestinos e israelíes y, desde ya, puede aclararnos mejor por qué no parecen funcionar las mesas de diálogo.

¿Será porque las partes no ven al diferente (que no es tal) como un “Tú” sino como un “Ello”? O peor, ¿cómo un “Eso”? Posiblemente. El dialogo en cualquier dimensión no puede iniciarse desde una supuesta superioridad de verdad, debe hacerse desde la humildad, desde el amor. Lo mismo aplica a cualquier disputa, como la que vivimos en la actualidad entre rusos y ucranianos. Pero aun así parece improbable.

¿Será que Buber pensó un tipo de hombre que no existe más que en sus deseos? ¿Será que la animalidad aún funciona con demasiada fuerza y la humanidad no ha sido plenamente desarrollada? ¿Será que el primitivismo subsiste ante la cordura?  Puede ser. El tema da para una amplia meditación.

Hoy, casi sesenta años después de que Buber muriera sin ver una sociedad mejor seguimos tratando de centrarnos en sus problemas. Y sobre todo tratando de que las reflexiones de relación y dialogo puedan tener un anclaje en lo real para el bien común.

Por el momento estamos aquí, dopándonos con las mentiras de los discursos de los políticos, del consumo, de lo tecno y de los próximos juegos de pelota en busca de escapismos vacíos. No queremos ver que estamos demasiado indefensos. Mientras tanto el mundo a nuestro alrededor sigue embruteciéndose más y más, esperando quién sabe qué, tratando de no pensar en lo impensable: tal vez, que en cualquier momento todo puede acabar en un invierno nuclear ya que pocos se molestan en ver al otro como “Tú”.

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