El helicóptero que se recorta en el horizonte

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Parecería inconcebible que para echarle más leña al fuego se hubieran puesto de acuerdo la presidente de la Cámara de Diputados, Cecilia Moreau, y el ministro bonaerense de Desarrollo de la Comunidad, Andrés Larroque, respecto de la gravedad de la situación que atravesó la administración kirchnerista hace siete días, poco más o menos. Los dos, en el curso de la semana pasada, fueron enfáticos a la hora de proclamar en público que la suerte del oficialismo pendió de un hilo —en extremo delgado— a raíz de esa crisis financiera estallada el martes 25 de abril. A semejanza de la opinión que trasparentó Jorge Ferraresi —hace un mes— acerca de lo cerca que estuvo el gobierno de capotar cuando se produjo la renuncia del entonces ministro Martin Guzmán, seguida de la de Silvina Batakis, ahora la sucesora de Sergio Massa en la cámara baja y el exjefe de La Cámpora dijeron prácticamente lo mismo. Uno y otro temieron lo peor, y en algún momento de esos días frenéticos, en los cuales el dólar no paraba de escalar, hasta orillar los $500, pensaron que sus horas estaban contadas. A decir verdad, no exageraron. Estaban aterrados y no sólo ellos.

¿Ha vuelto acaso la calma como producto de la hábil conducción del ministro, que habría logrado nadar con éxito contra la corriente adversa y poner a la economía criolla al amparo del temporal que amenazaba llevárselo por delante? Nada de eso. En realidad se ha abierto un compás de espera, que se prolongará por espacio de unos días o, quizás, un par de semanas más. De la respuesta que le dé el Fondo Monetario Internacional a las desesperadas gestiones que en los Estados Unidos llevan adelante los funcionarios argentinos, dependerá el futuro de un gobierno
que —claramente— va detrás de los hechos y que sólo a fuerza de manotazos de ahogado ha conseguido permanecer a flote.

Massa lo que hizo fue detener la corrida en forma momentánea, apelando a los escasos recursos con los que cuenta: quemar reservas, de suyo escasas; aumentar las tasas de interés, y amenazar a determinados operadores del mercado a través de la AFIP, la UIF y la CNV. No sólo eso. En una reunión que mantuvo con distintas organizaciones sociales, adelantó la idea —de acuerdo a la confesión de Emilio Pérsico, que ninguno de los presentes desmintió— de apretar a los empresarios. Se le ocurrió, además —como si lo anterior no fuese una locura—, algo novedoso en estas tierras: un acuerdo de precios y salarios. Con lo cual puso de manifiesto que al equipo que lidera no se le cae, ni por casualidad, una idea razonable de la cabeza.

Pero en el tembladeral que pisa, aunque tuviese un conjunto de colaboradores de primer nivel y él supiese de economía como el mejor, cosa que —de más está aclararlo— no es así, igual debería solicitar la ayuda urgente del FMI. No hay ninguna posibilidad —o, si se prefiere, no existe chance alguna— de que la administración populista se halle en condiciones de evitar una maxidevaluación si acaso aquel organismo de crédito le diese la espalda, como hizo en el año 2000 con Fernando de la Rúa. Hoy —seamos honestos— la Argentina está en manos de lo que decida Kristalina Giorgieva y —más aún— la Casa Blanca. El poder de fuego de las autoridades locales se reduce a un revólver de cebitas y unos cuantos rompe-portones. Balas de verdad, faltan en su arsenal.

Eso lo saben todos los que pueblan las reparticiones estatales estratégicas. Por eso Cristina Fernández, en esa patética perorata que entonó en la ciudad de La Plata, se cuidó de cargar lanza en ristre contra el Fondo. Apenas le enderezo una crítica liviana opinando que sus recetas son inflacionarias. Los días en que su hijo renunciara a presidir el bloque partidario en la Cámara de Diputados, y llenara de improperios a los responsables de firmar el acuerdo con el FMI han pasado al olvido. Madre y vástago se hacen olímpicamente los desentendidos y miran para otro lado, a la par que le prenden una vela a la Virgen para que los ayude a Massa y a sus muchachos en las negociaciones entabladas en Washington y Nueva York.

El discurso de la vicepresidente, que muchos imaginaban trascendental o poco menos, se pareció más a la clase de una maestra normal algo histérica —como la del sketch del genial Antonio Gasalla— que a una lección magistral. Solo tres aspectos tuvieron alguna importancia: 1) la recusación —hecha de manera indirecta— de toda candidatura presidencial; 2) que haya subido al ring a Javier Milei y olvidado a Mauricio Macri, el blanco preferido de sus ataques durante los últimos tres años, y 3) el apoyo al titular de la cartera de Hacienda, voceado en medio de la tempestad. Fuera de los puntos señalados no hubo nada que moviera el amperímetro. La viuda de Kirchner luce desgastada y sus parrafadas, o bien hacen agua cuando se mete en temas técnicos que no domina, o bien no generan el entusiasmo necesario para dotar a la campaña electoral de un elemento épico.

Es notable la presencia del candidato libertario en todos los órdenes. Por de pronto, se ha adueñado del centro del ring y ha demostrado singular capacidad para mantenerse en ese lugar desde principios del año en curso. Cuando lanzó su candidatura presidencial no fueron pocos los que predijeron que tendría reservado un espacio mínimo en las preferencias de la gente. A lo sumo podría ser un buen sparring. Pero pronto demostró condiciones para dirimir supremacías en las grandes ligas. No es casualidad que, dada su centralidad en el cuadrilátero, también fije en buena medida la agenda de discusión. Javier Milei puso en circulación la necesidad, para él imperiosa, de vertebrar una reforma monetaria con base en el dólar. Desde el instante que hizo su primera declaración sobre el tema, no hay quién no se refiera a la dolarización. Poco importa que, en la mayoría de los casos, sea para poner en tela de juicio la conveniencia de marchar por ese camino. Lo significativo es que todos hablan de él y discuten airadamente las propuestas que el libertario
pone en circulación.

A menos de sesenta días de la fecha establecida para oficializar las candidaturas, una de las tres fuerzas que en las últimas encuestas parecen empatadas —La Libertad Avanza— nada tiene de qué preocuparse porque todos saben de memoria el nombre y apellido de la persona que figurará al tope de la boleta partidaria en las PASO. En cuanto a Juntos por el Cambio, la puja —como era de prever— quedará reducida a Patricia Bullrich y Horacio Rodríguez Larreta. La que arrastra mayores problemas, y no terminan sus principales referentes de ponerse de acuerdo sobre la forma de elegir a quien será su candidato, es la coalición oficialista. Mientras una devaluada Cristina Fernández pretende —otra vez, sólo que sin el poder de hace tres años— ser la que decida quién será el afortunado, el presidente de la Nación, la CGT y buena parte de los gobernadores justicialistas defienden la alternativa de las primarias abiertas.

El gravísimo problema que enfrentaría el peronismo si la vicepresidente se saliese con la suya y repitiese el libreto que inauguró en el año 2019 al designar a Alberto Fernández, es que se quiebre en dos o tres partes y, por lo tanto, llegue a las elecciones de octubre atomizado. Por lo visto hasta aquí, la viuda de Kirchner no cuenta con demasiadas posibilidades de hacer su voluntad con base en un dedazo. En teoría, hay que computar una tercera vía: que las distintas facciones del Movimiento se pongan de acuerdo para respaldar a una figura indiscutida e indiscutible. Esa fue la especulación con arreglo a la cual Sergio Massa tomó en septiembre del año pasado una brasa ardiente, a la que todos le escapaban. Consideró que, si coronaba su gestión con éxito, no tendría oposición y hasta podría imaginar un operativo clamor en su favor. Ahora, en medio del desbarajuste económico que vivimos, seguir pensando de esa manera sería algo así como soñar despierto. Hasta la próxima semana.

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