Lecturas. Un viaje -necesario- a la “universidad de las catacumbas”

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A partir de sus investigaciones, María Eugenia Villalonga reconstruye en su libro “La universidad de las catacumbas – Filosofía y Letras en dictadura” (EUDEBA), parte de las vivencias de los estudiantes de esa casa de Altos Estudios de la UBA durante los llamados “años de plomo”, cuando la facultad se encontraba militarizada, sus mejores docentes fuera de sus cátedras, los planes de estudio desactualizados y gran parte de la bibliografía censurada.

En este contexto, el arte y la cultura —y todo lo que el oficialismo expulsaba o perseguía— se habían replegado hacia un espacio subterráneo que Santiago Kovadloff definió más tarde como una “cultura de catacumbas”.

Allí, los estudiantes pudieron recuperar, gracias a la tenacidad de algunos docentes cesanteados que habían permanecido en el país y que daban clases particulares en sus casas, la formación que la universidad oficial les negaba, con la que organizaron la mítica “universidad de las catacumbas”.

La autora reflexiona sobre los modos en que las personas se apropian del conocimiento en momentos de represión política y, por lo tanto, cultural e ideológica y cómo, en este caso, derivó en una usina de producción de conocimiento, y a partir de los testimonios de los entrevistados, enfoca su análisis en cómo se vivió la dictadura dentro de la facultad, qué se leía, cómo eran los planes de estudio, cómo eran las sedes, cómo impactó el aparato represivo en todos los órdenes.

A continuación, y antes de la presentación del libro, el 7 de diciembre en “Hasta Trilce” (Maza 177, CABA) a las 19, Gaceta Mercantil publica en exclusiva la “Introducción” a la obra.

Este trabajo tiene su origen en una percepción absolutamente personal: la de haber vivido, durante la preadolescencia, la irrupción de la dictadura cívico-militar, entre otras cosas, como un quiebre rotundo en el orden de la cotidianeidad. De un día para el otro, “de golpe”, nos encontramos con un mundo gris y peligroso, con una sociedad disciplinada –habían desaparecido las minifaldas, las melenas en los hombres, la ropa multicolor y todo vestigio de rebeldía setentista– en la que el arte y la cultura se habían replegado hacia una zona que, con el tiempo, descubrimos, se encontraba por debajo de lo visible. Un espacio underground o subterráneo que cobijó a quienes la cultura oficial expulsaba o perseguía, y el lugar donde se desarrolló lo que Santiago Kovadloff definió más tarde como una “cultura de catacumbas”.

Los que por ese entonces se encontraban ingresando en la Universidad de Buenos Aires vivieron una circunstancia similar: con una facultad militarizada, sus mejores docentes fuera de sus cátedras, los planes de estudio desactualizados y gran parte de la bibliografía censurada, encontraron en las “catacumbas” el lugar donde recuperar –gracias a la tenacidad de algunos docentes cesanteados que habían permanecido en el país y que daban clases particulares en sus casas– la formación que la universidad les negaba.

Cuando, pocos años después del regreso de la democracia, entré en la carrera de Letras en la UBA, el cambio que se había producido en el plan de estudios, comprobé, también había sido abrupto. Supimos que el plantel docente se había renovado casi en su totalidad con profesores recién llegados del exilio y con otros que habían permanecido en el país dando cursos en sus casas, con los que habían formado parte de una mítica “universidad de las catacumbas”.

Habiendo conocido a alguien muy cercano que había participado de estos cursos paralelos mientras cursaba la carrera de Letras, me enteré, de primera fuente, lo que había pasado con los estudios literarios dentro y fuera de la facultad durante la dictadura y pude constatar la diferencia notoria que existía entre la carrera de aquellos años y la que me tocó cursar, ya en democracia, y supuse que este cambio se había se debía al trabajo de estos grupos de estudio clandestinos.

Entonces me propuse reconstruir parte de lo que aparecía como una experiencia por momentos épica: grupos de estudio clandestinos, libros forrados en las bibliotecas particulares o circulando por la ciudad, fotocopias hechas en lugares seguros, librerías que ocultaban, en el fondo, textos que estaban prohibidos, grupos de jóvenes que hacían revistas y las vendían casa por casa y muchos etcéteras que demostraban la existencia de una riquísima vida intelectual. Esto me llevó a discutir la idea generalizada entre los grupos de exiliados de que la Argentina, por esos años, fue un desierto cultural y de paso constatar que el desierto como metáfora de la nación insiste en nuestra historia.

Esta experiencia, fui descubriendo a medida que la investigación avanzaba, fue parte de un movimiento de resistencia cultural al régimen que fue muy activo y cuyas consecuencias resultaron de gran importancia tanto en el campo cultural como universitario de posdictadura.

Esto me llevó a indagar los modos en que las personas se apropian del conocimiento en momentos de represión política y por lo tanto, cultural e ideológica; las estrategias que, en este caso, desplegaron para conseguir el material de estudio que en las currículas oficiales no estaba y las formas en que se organizaron para transmitir estos conocimientos.

Como pude comprobar, no existía ningún relevamiento sistemático de esta experiencia político-pedagógica, solo algunos testimonios aislados, por lo que me puse en contacto con la Cátedra Libre de Derechos Humanos de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, cuyos integrantes organizaron un Centro de Documentación que contiene “el acervo histórico documental, testimonial e informativo vinculado al Estado terrorista sobre la Universidad de Buenos Aires, haciendo especial hincapié en la Facultad de Filosofía y Letras”. Allí encontré gran cantidad de material testimonial sobre cómo se vivió la dictadura dentro de la facultad, qué se leía, cómo eran los planes de estudio, cómo eran las sedes, cómo impactó el aparato represivo en todos los órdenes.

Comencé entonces por armar el corpus sobre el que iba a trabajar realizando la primera entrevista a Elena Massat, una familiar mía que había cursado la carrera de Letras durante la dictadura y a quien había escuchado hablar por primera vez de los cursos que daban Josefina Ludmer y Beatriz Sarlo por esos años. A partir de la información que esta primera entrevista me suministró, me contacté con algunos docentes y alumnos, en su mayoría, ligados a la carrera de Letras, otros a otras carreras de la FFyL, como Historia y Filosofía, y uno a la carrera de Arquitectura de la UBA, quienes habían participado de estos cursos.

Fui, entonces, armando un mapa provisorio de los cursos que estos docentes e intelectuales dieron por esos años, en la ciudad de Buenos Aires, aunque a algunos de ellos no me fue posible entrevistar porque ya habían fallecido, como fue el caso de Ricardo Piglia, Susana Zanetti, Nicolás Rosa y Beatriz Lavandera, aunque de estos dos últimos pude entrevistar a algunos alumnos que participaron, lo que me permitió una reconstrucción parcial pero bastante aproximada de ellos.

El corpus finalmente fue conformado con trece entrevistas a cuatro profesores: Beatriz Sarlo, Josefina Ludmer, Eduardo Romano y Jorge Lafforgue, y nueve alumnos: Leonardo Funes, Nora Domínguez, Martín Menéndez, Alan Pauls, Jorge Panesi, Elena Massat, Laura Klein, Horacio Tarcus y Berto González Montaner.

El primer desafío al que me enfrenté fue el de abordar un objeto de estudio que prácticamente no contaba con aparato crítico, salvo algunos trabajos de la investigadora Analía Gerbaudo sobre los dos números de la revista Lecturas críticas que hicieron los alumnos de los cursos que dio Josefina Ludmer, en esos mismos años.

En cuanto a las cuestiones puramente metodológicas, las dificultades tenían que ver con cómo indagar la historia de una práctica clandestina que no había dejado registros en la historia oficial. Esto está directamente relacionado con los presupuestos de la historia oral, que justamente aborda fenómenos históricos en los que la documentación escrita resulta insuficiente. Desde esta perspectiva, los testimonios de los entrevistados, que están constituidos fundamentalmente por el impacto que los hechos históricos han tenido en ellos, ponen en primer plano su subjetividad –cómo esa experiencia es evocada, cómo los constituyó y cómo la valoran– lo que resultó muy significativo para la investigación, ya que la memoria actúa siempre en el presente.

Las largas conversaciones que mantuve con los entrevistados –que les dieron la posibilidad de explayarse sobre los hechos que consideraban más relevantes– me proporcionaron un rico material acerca de la dinámica de la vida estudiantil por aquellos años y me permitieron ir ampliando el corpus a medida que iba recabando datos a partir de sus testimonios.

Pero para empezar, fue necesario ubicar esta experiencia político-pedagógica en el marco histórico general, por lo que abordé algunos trabajos que analizaron el período de la última dictadura militar desde el punto de vista político, económico y socio-cultural. Esto me permitió observar que el golpe de Estado, que produjo un cambio radical en todos los órdenes, suscitó en muchos de los intelectuales que participaron de esta experiencia un importante reordenamiento político e ideológico, lo cual me llevó a indagar acerca de los modos en que se reconfiguró el campo intelectual argentino frente a la dictadura.

En este sentido, la relectura del siglo XIX que algunos de estos intelectuales encararon como modo de analizar el presente (una de las tareas centrales, como veremos, de esta “cultura de catacumbas”) y reposicionarse ideológicamente frente a la nueva realidad, tuvo consecuencias concretas en su reconfiguración.

Analicé además algunos trabajos referidos a la represión en el ámbito cultural y las formas que adoptó la resistencia cultural a la dictadura, como la proliferación de revistas subterráneas y el trabajo que llevaron adelante algunas editoriales nacionales, en particular, el Centro Editor de América Latina.

Luego, confronté la situación de los estudios académicos en el período dictatorial con el trabajo dentro de estos grupos de estudio, que se constituyeron por fuera y en oposición a la universidad, ya que la mayoría de los estudiantes que asistían a ellos también cursaban regularmente en ella.

Como punto de partida para elaborar una perspectiva que me sirviera para analizar esta experiencia, comencé con un acercamiento a las teorías que abordaron la relación entre resistencia y poder, ya que esta “universidad de las catacumbas” se constituyó principalmente en tensión con la institución académica.

Consideré, en primer lugar, las formulaciones que desde la filosofía política marxista hicieran Antonio Negri y Paolo Virno en relación a la idea de “multitudes intelectuales” o “monstruo biopolítico” que resiste al biopoder, como lo define el primero. Una idea deudora del concepto de “general intellect” de Marx, como las facultades lingüístico-comunicativas comunes que derivan en la principal fuerza productiva generadora de riquezas.

Esta línea que propone el marxismo me permitió analizar esta experiencia político-pedagógica desde las teorías que analizaron la resistencia al poder y cómo este pensar contra el poder –en este caso, la institución universitaria– se convirtió en una usina de producción de ideas, por lo tanto, de producción de riquezas, como veremos más adelante.

Me interesaba además analizar esta experiencia de catacumbas desde la perspectiva de la enunciación, como potencialidad y uso, lo que me llevó a las formulaciones de Michel de Certeau, quien, en su trabajo La invención de lo cotidiano, observó los modos en que los usuarios practican una desviación en el uso de los productos y generan movimientos de microrresistencias, movilizando recursos con los que ponen en entredicho al poder y sus instituciones. Sostiene, en sintonía con las formulaciones del marxismo, que estas creaciones anónimas son una producción, una poiética enfrentada a la producción del orden económico dominante, y en este sentido, emparenta estas prácticas con las tácticas que se ponen en juego en los actos de habla.

Todas estas teorizaciones me sirvieron para analizar los modos en que, quienes formaron parte de esta experiencia, se apropiaron del conocimiento en ese contexto represivo, cómo estas “ingeniosidades del débil para sacar ventajas del fuerte”, como sostiene De Certeau, les permitieron resistir la censura y las prohibiciones, pensar, escribir y producir un trabajo intelectual que se convirtió en la usina teórica que derivó en la actualización de los planes de estudio de la carrera de Letras, una vez recuperada la democracia.

Y cómo la autogestión, una táctica que desafía las determinaciones de las instituciones (y que se volvió central durante la crisis económica del 2001), en esta experiencia de “catacumbas”, modificó la perspectiva de trabajo y la elección de los objetos de estudio, renovando gran parte de los estudios humanísticos en el ámbito de la UBA.

De la misma manera, siguiendo los conceptos de táctica y estrategia provenientes del ámbito militar (“el poder es la guerra continuada con otros medios” dirá Foucault) De Certeau distingue dos modos de construcción del saber, en función del dominio sobre el espacio. Esto me sirvió para analizar este movimiento de resistencia cultural que careció de un lugar propio por funcionar por fuera de la institución académica y, en líneas generales, entender la lógica de lo que se conoció como “exilio interno”, que De Certeau define en términos estratégicos como “un movimiento en el interior del campo enemigo”.

Como decía más arriba, la dictadura produjo, entre muchas otras consecuencias, un reacomodamiento en el campo intelectual de izquierda, espacio al que pertenecían, en mayor medida, los docentes que habían quedado fuera de sus cátedras y que impartieron estos cursos al margen. Este reacomodamiento implicó, para ellos, una ruptura en los modos de leer, ya que muchas de sus lecturas no daban cuenta del mundo que los rodeaba, lo que exigió una nueva forma de abordar la propia tradición cultural y política. Y esta ruptura en los modos de caracterizarla se gestó desde estos espacios contrainstitucionales.

Para el análisis de estos nuevos modos de leer, me resultaron muy pertinentes algunos conceptos de la teoría de la recepción desarrollados por Hans Robert Jauss, porque me permitieron explicar los cambios en la interpretación –muchas veces, de los mismos textos– a partir del principio dialógico en el que basa su hermenéutica de la lectura. Tomé además los análisis de Bourdieu sobre la incidencia de la diacronía en los modos de abordar la lectura, así como la dinámica de las disputas en el campo intelectual en torno al monopolio de la lectura legítima y la caracterización de la lectura como paradigma de la actividad táctica que hiciera De Certeau. Los mismos me permitieron comprender las operaciones de lectura que se desplegaron tanto dentro como fuera de la institución académica.

Y a la hora de reconstruir esta “universidad de las catacumbas”, hice, en primer lugar, un recorrido por sus antecedentes, diseñé un mapa provisorio de los cursos consignados, describí su organización y su dinámica y confronté esta experiencia pedagógica con el estado de los estudios literarios dentro del ámbito de la FFyL, a partir de las voces de los entrevistados, quienes dieron su propia definición de esta experiencia.

El diálogo entre sus voces y las teorías que abordaron la resistencia cultural me permitió elaborar un cuerpo de hipótesis acerca de lo que significó esta experiencia pedagógica y alcanzar algunas conclusiones. Así llegué a mi propia definición de lo que se conoció con este mítico nombre, uno de los momentos más creativos en la producción de pensamiento académico que, a pesar de las restricciones imperantes (o gracias a ellas), generó un cambio radical que modernizó para siempre los estudios literarios.

Pero hay algo quizás más importante que esta experiencia nos dejó como legado: la certeza de que solo resistiendo activa y creativamente se puede enfrentar al poder en su dimensión coercitiva y que pensar colectivamente en contra del discurso dominante resulta una de las mayores “fábricas” de riquezas: la capacidad crítica, es decir, intelectual.

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