De la revolución y la libertad

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La expresión “revolución”, que literalmente quiere decir “dar una vuelta”, fue utilizada principalmente en los tratados astronómicos del siglo XVI en adelante para describir el giro de los cuerpos celestes. Sin embargo, por extraño que parezca, la idea de “retornar a los orígenes” siempre estuvo fuertemente ligada al concepto de libertad.

Por ejemplo, los sumerios entendían que los esclavos emancipados debían “volver a la madre”, es decir, a sus hogares. En el Antiguo Testamento, cuando Moisés liberó a los israelitas del cautiverio en Egipto los condujo a la tierra de sus ancestros. Estructura teológica que sostuvo el cristianismo medieval al postular que Cristo debía regresar y restaurar el paraíso que perdió Adán.

Durante la modernidad el término “revolución” fue aplicado a los cambios políticos adoptando dos miradas temporales sustancialmente distintas. En una primera instancia mantuvo algo de su búsqueda arquetípica al pensar al hombre como aquel que debe recuperar la armonía original con la naturaleza; y, en una segunda etapa, se revierte la perspectiva y el sujeto ahora es concebido como un proyecto colectivo hacia una finalidad ulterior.

Consideremos brevemente la primera fase revolucionaria como retorno. El empirista John Locke, quien tuvo una participación activa en la Revolución Inglesa de 1688, en sus “Dos tratados sobre el gobierno civil” propone limitar la monarquía mediante la división de poderes apelando al estado innato de derecho. Según él, el hombre era un ser pacífico por esencia, o sea, por leyes superiores universales e inmutables, pero ingresa en un ámbito civil por su consentimiento teniendo como ideal la construcción de una República (“res publica” o sustancia donde las personas acuerdan y deliberan en conformidad).

De alguna manera, si uno lee a los pensadores protoliberales (siglo XVII) y luego a los ilustrados (siglo XVIII), se dará cuenta de que todos, de una manera u otra, nos proponen que el ser humano en el estado de naturaleza tiene derechos también naturales, y a ella, o debe volver o debe preservar para la armonía del bien común.  Lo que implica que las ideas liberales primitivas estaban muy lejos de perpetrar un salvaje capitalismo como ciega instrumentación que inhabite al ente y deprede a su entorno (aunque ya Voltaire en sus “Cartas inglesas” comenzaba a mirar con cierta simpatía el progreso de Inglaterra). 

Por lo cual aquí tenemos una primera pista para meditar: en sus comienzos el liberalismo fue ante todo una filosofía ética y jurídica centrada en el cuidado de la biodiversidad como una condición suprema de equidad (quiero recalcar el término “filosofía” ya que hoy se lo confunde con una teoría netamente económica, a excepción de algunos interesantes trabajos entre los que se encuentran los de John Rawls o los de Charles Taylor, entre otros).

La idea revolucionaria liberal clásica como “reencuentro con los orígenes naturales”, propone un proyecto político para cuidar los bienes comunes recurriendo a lo contractual; en otras palabras, a establecer una constitución que sostenga un estado mínimo que regule y provea lo necesario para poder vivir pacíficamente en sociedad con iguales principios y obligaciones.

En el estado de naturaleza, según Locke, todos tenían derecho a su propiedad privada y a “no poseer más de aquellas que pudiesen utilizar”, lo que significa que advertía contra el consumismo y la acumulación. Vemos entonces que la idea de autodeterminación fue pensada para la igualdad y no para lo contrario.

Por eso, sus propuestas son antes que nada una ética, como en Baruj Spinoza. La ética como deontología nunca debe estar fuera del pensamiento de la libertad. Mientras que ya en Bernard de Mandeville, en Adam Smith y en David Ricardo hay un cambio de valores porque se le otorga más preeminencia al tener que al ser.

Fue durante el siglo XIX que el pensamiento liberal propició una decadencia que continuó hasta nuestros días acelerando el “fin de la historia”, perdiendo la metafísica temporal implícita en función de lo instrumental, lo que llevó a una excesiva industrialización técnica y a un craso positivismo. Esto decantó en una consciencia de clases al adoptar una concepción objetiva de los acontecimientos a través del materialismo dialéctico.  

Aclaremos que el liberalismo, al igual que el marxismo, también necesita de la historia, porque sin ella se agota al sujeto y se convierte en inviable cualquier filosofía, y, como consecuencia, el proyecto político pierde su espíritu tolerante al transformarse en una máquina de depredar; pero si ahora, a esa misma historia se la concibe como “materia”, no solo peligra el individuo sino también su libertad.   

Razón por lo cual el liberalismo debe asumir una historia creativa que esté virgen para edificar, que sea el hombre quien le imponga metas dinámicas a conquistar y no que estas sean impuestas desde afuera; de no ser así, la voluntad termina en un fin colectivista dando a luz un estado monstruoso y bestial que sustituye al yo por un “sóviet” vacío y fácil de dominar: me refiero a los totalitarismos, sean espiritualistas o materialistas.

Con “totalitarismo espiritualista” estoy señalando a los fascismos que surgieron a principios del siglo pasado que, con la excusa del regreso a lo “sagrado”, deshumanizaron al ser coadyuvando la técnica bélica más irracional. De modo que implantaron una revolución mesiánica y violenta para que las cosas vuelvan a un principio mítico, a un “estado total”, ofrendando en el altar del partido un sacrificio humano colectivo. Por fortuna ese reinado siniestro duró poco.

No obstante, fue el “totalitarismo materialista” el que caló más hondo en nuestros tiempos, donde ha conseguido instalar la ilusión de que se puede forjar por medio de la hoz y el martillo la emancipación real. En este sentido la historia no se entiende como un espiral fascista sino como un progresismo “cósico” prediseñado, como si tuviese un “telos” metafísico cual flecha hacia su blanco: un comunismo que quite todos los males siendo capaz de conducir a los pueblos dentro de una dictadura proletaria hacia su realización máxima.

Empero, el liberalismo ilustrado tuvo una perspectiva absolutamente diferente de la historia porque para que haya verdadero albedrío el paso temporal no debe tener ningún condicionamiento final sino debe ser asumido como algo vivo y en constante transformación. Así pues, mirado desde la ilustración hay una posibilidad creativa donde cada uno especialmente se proyecte a escala social y, a través de una ética basada en el respeto de la ley natural, logre “cocrear” los sucesos a cada paso mediante la voluntad y la razón.

Esto resguardaría al sujeto incluyéndolo en un marco moral y, por vía de ejercerla, el individuo trascendería así lo particular y cedería sus intereses en función del bien general.

Pero seamos realistas, tristemente todo esto parece ser, dicho en palabras de Jean-Jacques Rousseau, simplemente un “sueño de un paseante solitario”.

Lo cierto es que hoy el capitalismo se ha valido del concepto de “libertad” como una excusa para propiciar una imparable dominación global, para aumentar, cementar, tecnificar y despojar al medioambiente instaurando un malestar generalizado de desigualdad que ha esclavizado al ser al nihilismo más absoluto. Ha contribuido a la muerte de la historia y al cadáver del tiempo donde el sujeto, quien es la única esperanza para rescatar a la civilización, se está desmaterializando dentro de un creciente metaverso, dejando vacía a una sociedad apática y librada a su suerte.

* Filósofo, ensayista y teólogo

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