Monedas y criptas

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Por Alfredo García *

En las calles de algunos barrios todavía se pueden ver grandes carteles publicitarios de FTX, una empresa de activos digitales que hasta hace poco valía 32.000 millones de dólares y que acaba de presentarse en quiebra.

Cada crisis del Bitcoin, que arrastra a las demás criptomonedas, plantea la pregunta: ¿sobrevivirán? Una respuesta negativa podría presionar a los especuladores que se endeudaron para comprarlas y arrastrar al sistema financiero tradicional. Un efecto “Lehman” del mundo cripto, como dicen. Pero ahora las autoridades monetarias tienen menos o ninguna capacidad de intervención para frenar el efecto dominó, porque el mundo cripto no acepta regulaciones y prefiere la libertad del Lejano Oeste: el que desenfunda primero gana y el otro muere. Ahora, una respuesta positiva, una resurrección del Bitcoin, en cambio, daría luz verde para que el precio de las monedas virtuales llegue a la estratosfera.

Una lógica oscura rodea este mundo virtual. La propia idea de que algunos objetos materiales pueden enviar señales desde la cripta, desde su lugar de encriptación para ser interpretados por exegetas, remite a los grandes misterios. Tumbas egipcias, claves herméticas, personajes muertos, intenciones ocultas. Así nació el Bitcoin, un algoritmo que tiene que ser constantemente descifrado y que fue legado por un autor desconocido y hasta hoy desaparecido.  

¿Perdurarán? La pregunta no es trivial. Todo objeto que intente ocupar un lugar trascendente, por encima de las pulsiones y deseos mortales, debe tener algo que escape a la razón, que quede en el ámbito de las creencias, de la fe, de la revelación y de las predicciones. Todo objeto trascendente busca primero su encarnación en este mundo, luego su muerte y finalmente su resurrección, accediendo así a un lugar en la eternidad.

Un objeto tal fue y sigue siendo el oro. Exhumando de su tumba natural en las entrañas de la tierra, puesto sobre la cabeza de los reyes y luego distribuido por estos, como forma de pago hacia los súbditos.

El furor por la acumulación de oro de las primeras naciones europeas, sus desbocadas incursiones para extenuar las minas en las colonias, llevaron a las políticas mercantilistas al paroxismo. Los gobernantes de entonces prohibieron la salida de metales preciosos más allá de las fronteras, controlaron el tipo de cambio, limitaron y sustituyeron importaciones y defendieron las exportaciones abriendo mercados, por las buenas o por las malas. Acumular oro implicaba encriptarlo en las bóvedas de los bancos y emitir certificados que pudieran transferirse, gestándose el billete de banco.

Pero el papel moneda también planteaba duras pujas intelectuales, debates parlamentarios, exégesis, hermenéuticas, estafas piramidales, cismas teóricos, ¿Qué vida se le podía augurar a rectángulos de papel impresos, que pretendían sustituir ancestrales piezas de sólido metal, cuidadosamente acuñadas, para subirse al trono de eso que llamamos dinero?  Mientras se debatía, el dinero impreso iba lentamente instalándose como un hallazgo tecnológico superador.

El oro resucita entonces en forma de “patrón oro”, una presencia fantasmal desde las catacumbas bancarias. Salía de su encarnadura de moneda de cambio y se volvía inalcanzable para los simples mortales. A pesar de que muchos pensadores (como Adam Smith o Karl Marx) habían tratado de entender que era eso que hacía que un pedazo de metal brillante fuera más valioso que cualquier fuerza de trabajo a la que podía comprar, desde su cripta, el oro adquiría el poder de un patrón, con más poder que el metro patrón, el patrón de fábrica o los patrones de conducta.

El nuevo gran escándalo se da cuando, a pesar de que Europa le había sacrificado todo: el equilibrio bélico entre potencias, el orden autorregulador del comercio, la estabilidad de las colonias, las democracias liberales, el patrón oro colapsa.

La emisión sin respaldo, que da lugar a la moneda fiduciaria actual, traía nuevamente la pregunta sobre qué era ese oscuro objeto llamado dinero. Para resucitarlo de su nueva muerte, hizo falta que los gobernantes juraran sobre las constituciones que no caerían en la tentación de cubrir los déficits públicos con emisión. Debía enterrarse cualquier deseo de populismo. El dinero sería declarado objeto neutral, mero intermediario, lenguaje racional, no manipulable por nadie, y sólo destinado al intercambio de buena fe entre agentes económicos. Los Bancos Centrales, asimilados a las Academias de Lenguas, con independencia de los gobiernos de turno y a puro criterio técnico, velarían por el cumplimiento de este precepto. Como garantía, parte del oro que se había acumulado hasta el momento sobre la Tierra, quedaría enterrado en las inexpugnables bóvedas, que se volvieron legendarias y se rodearon de historias míticas sobre cómo podrían ser robadas o si los lingotes ya no cabían en los pasillos o habían desaparecido a manos de la demagogia.

Finalmente, las inflaciones periódicas y el auge del mundo virtual convocaron la genialidad de jóvenes informáticos que, imbuidos de las teorías sobre la eficiencia del individualismo, intentaban recuperar la esencia del mercado libre y de la moneda autónoma. Solo había que liberar a las transacciones de los monopolios y al dinero de los gobiernos, y entregárselas a las computadoras y sus complejos algoritmos distribuidos en la red de redes.

Bitcoin intenta entonces hacer valer su condición criptica, fuera de toda tentación humana enviando por el mundo a sus predicadores a asegurar que el autor del algoritmo era un genio mayúsculo hasta el punto de enterrarlo de manera que nadie podría jamás manipularlo y que sus copias se habían dispersado de forma tal por la red que nadie podría jamás borrar sus consignas. Estas, como copias de un libro sagrado, sobrevivirían por generaciones, en tanto se las recitara diariamente en los servidores, esperando que renueve su milagro desde una billetera virtual, debidamente encriptada.

Al igual que anteriormente se habían denunciado el fetichismo del oro y la insolvencia del papel moneda sin respaldo, volvieron las voces autorizadas a denunciar el escándalo de las criptomonedas. “El Bitcoin no es más que un esquema de estafas piramidal, aunque descentralizado” dijo el principal ejecutivo de uno de los Bancos más grandes del planeta. “No pondría ni medio centavo en una criptomoneda” afirmó el mayor inversor en activos financieros de Occidente, mientras las cripto multiplicaban por cuarenta su precio.

La quiebra de FTX no debería adjudicarse a una falla de este nuevo intento de crear un objeto trascendente y superador de toda temporalidad y finitud humana, ya que esto es parte de un ritual ancestral. El desolador mea culpa que posteó el dueño de FTX aclaraba este punto. Confesó públicamente haber fracasado como humano, mientras el dinero digital creado a imagen y semejanza del oro, permanecía puro y sin mancha.

Si este acto de contrición renueva la fe de sus creyentes, habrá una nueva resurrección. De lo contrario el Bitcoin y el mundo cripto descansarán en sus tumbas algorítmicas a la espera de que llegue el próximo elegido.

* Economista, asesor financiero e investigador 

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