Entre el sionismo y la revuelta árabe

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En buena medida el sionismo surge como respuesta histórica al fracaso del llamado “iluminismo judío”. Dicho movimiento, conocido como “Haskalá”, nacido en el siglo XVIII y que se extendió por una centuria, trató de rescatar los valores ilustrados para insertar a la comunidad judía a aquella Europa capitalista en expansión.

Sin embargo, y a pesar de estos esfuerzos, el antisemitismo creció de manera exponencial especialmente en la región occidental. (Las causas del antisemitismo son muy complejas e imposibles de ser tratadas aquí, para lo cual recomiendo la lectura atenta del ensayo de Jean-Paul Sartre “Reflexiones sobre la cuestión judía”).

La aparición de nuevos partidos políticos como el “Partido Cristiano Socialista de los Trabajadores” o el “Partido Católico Popular” impulsaron la segregación. Moisés Hess, amigo de Karl Marx, publicó en 1862 un texto titulado “Roma y Jerusalén” donde exhortaba a los judíos a movilizarse y a reclamar una tierra para sí. En textuales palabras: para conseguir “una resurrección como Nación independiente”. Para ese mismo tiempo Europa oriental se sumó a las persecuciones con actos vandálicos contra los judíos.

Mientras ocurrían enormes olas inmigratorias a Palestina, el Impero otomano comenzaba a desquebrajarse. Esos territorios en Oriente Medio que antes estaban bajo el ala de los turcos se mostraban acéfalos. En tanto, los británicos estaban decididos a toda costa a proteger el estratégico Canal de Suez en Egipto, razón por la cual alentaron, por un lado, la rebelión árabe (ordenado por el Mariscal Edmund Allenby y dirigido por el coronel Thomas E. Lawrence -más conocido como el legendario “Lawrence de Arabia”-) con la promesa de darles una Nación unificada; pero, por el otro, junto con Francia se firmaba el acuerdo secreto conocido como “Sykes Picot” donde se proponían dibujar nuevas líneas imaginarias en la región a espaldas de los implicados. Se tejió entre bambalinas el reparto del botín. Francia se quedaría con el área Norte y Gran Bretaña con el lado Sur que incluía a Palestina, eligiendo como representante a Herbet Samuel quien apoyaba el proyecto sionista sugiriendo fundar allí un hogar para los judíos.

Paralelamente, un año después Arthur J. Balfour -en 2 de noviembre de 1917- promulga una famosa Declaración: “El gobierno de Su Majestad ve favorablemente en Palestina el restablecimiento de un Hogar nacional para el pueblo judío, y hará uso de sus mejores recursos para facilitar el logro de ese objetivo, quedando claramente comprendido que, ningún hecho debe perjudicar los derechos civiles y religiosos de las comunidades no judías existentes en Palestina, ni los derechos y condiciones políticas de que disfrutan los judíos en cualquier otro país”.

Esto fue una trascendental victoria para el movimiento sionista y como resultado en 1919 comenzó otra gran ola inmigratoria. Los británicos necesitaban de ambos pueblos ante la situación de guerra presente antes que los musulmanes se alíen con los alemanes. (Cosa que finalmente ocurrió durante el nazismo, cuando el Musti de Jerusalén Amin al-Husayni, aliado de Adolf Hitler, creó un tipo de “SS” para asesinar judíos).

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Los árabes en esos momentos aceptaron de buena gana la llegada de una mayor población de judíos a Palestina. Máxime que Francia y Gran Bretaña les darían las tierras que hoy conforman el Reino de Jordania. En 1919 Faisal I (I bin Al-Hussein bin Ali Al-Has Hemi), luego de la Paz de Versalles, escribe una carta al Señor Félix Krankfurter entregada por el mismísimo T. E. Lawrence: “Nosotros sentimos que los árabes y los judíos son primeros de raza, habiendo sufrido opresiones similares por parte de las potencias más fuertes que ellos (…). Nosotros los árabes vemos con profunda simpatía al movimiento sionista. (…) Haremos lo máximo, en lo que nosotros concierne, para ayudarlos en ello, puesto que queremos darles a los judíos una ferviente bienvenida a su casa. (…) Hay en Siria lugar para nosotros. (…) Yo miro adelante, y mi pueblo conmigo, hacia un futuro en el cual nosotros les ayudemos y ustedes nos ayudarán, de tal modo que los países en los que estamos mutuamente interesados puedan nuevamente tomar su lugar en la comunidad de los pueblos civilizados del mundo”.

¡Qué distinta hubiese sido la situación si estas líneas se hubieran escuchado! Pero el mundo árabe hizo caso omiso a las palabras de Faisal I.

El 24 de abril de 1922 la entonces Sociedad de Naciones confirmó el mandato británico en Palestina. Debian ahora poner en práctica la declaración de Balfour donde facilite la inmigración judía.

Palestina estaba escasamente habitada. Luego los árabes comenzaron emigrar por las condiciones económicas que construyeron los colonos judíos. Muchos de ellos pagaron por la tierra a los islamistas. Los israelitas literalmente hicieron progresar a la región. Establecieron sistemas de cultivos, transporte y mercados en crecimiento. Condiciones muy atractivas para los vecinos árabes. Los ingleses, como comentábamos, les entregaron a los beduinos el Reino de Jordania y en 1937 propusieron la partición salomónica de Palestina en dos secciones creando supuestamente dos Estados, uno árabe y otro judío.

En mi opinión aquí estuvo parte del error. No se debería seccionar ninguna tierra porque no había ninguna Nación previa que repartir. Pero así fue. No tuvo sentido. Mientras los judíos aceptaron el acuerdo el desconforme de los árabes creció con posterioridad. Esta intransigencia se convirtió en la génesis contemporánea de un conflicto que acabaría como todos sabemos: de manera trágica.

Esa tierra, como decíamos, nunca debió partirse. Pasó de ser una zona que “mana leche y miel” a una de la que surge sangre. Palestina nunca fue un Estado anterior a la llegada de los judíos, los árabes ya recibieron una enorme extensión. Luego comenzaron los mitos sobre la ocupación sionista a un suelo que no era de nadie. Se manipularon cifras y censos para justificar el odio.

Como bien declaró Faisal I -y en la misma línea Martin Buber- los árabes residentes debían de vivir juntos con los judíos en paz, en mutuo respeto por sus diferencias, compartiendo sus tradiciones y sus orígenes dentro de un Estado de Israel que mantenga los límites originales bíblicos. Pero esto no ocurrió. No obstante, la causa palestina se inventó para justificar la muerte del otro, cobró pues una dimensión inusitada, asimismo se nutrió de una narrativa nacionalista y revolucionaria marxista revocadas con discursos religiosos tal que sirvió, y sigue sirviendo, como una excusa y como aglutinante para un mismo objetivo panárabe: la destrucción de un pueblo, Israel, sin ningún otro propósito más que eliminarnos de la faz de la tierra.

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