El Mundial no cambia nada

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Poco tiempo antes de dar comienzo los campeonatos mundiales de fútbol, en los años 2014 y 2018, una de las inquietudes que compartían —aunque por motivos diferentes— la clase política, los analistas de la situación económica del país y la población en general, estaba relacionada con la incidencia que tendría la performance de nuestro seleccionado en los asuntos públicos. La pregunta que se dejaba escuchar aquí y allá, en los despachos ministeriales, los cafés al paso y las mesas familiares, indistintamente, era si un torneo de esa importancia podía, por espacio de algún tiempo, distraer a la gente de sus padecimientos diarios y darle una dosis de oxígeno al gobierno de turno.

Conviene recordar que ni Cristina Fernández ni Mauricio Macri la estaban pasando bien en aquellos momentos. Es lógico, pues, que en vísperas de una nueva competencia futbolística mundial, que acaba de comenzar en Qatar, el mismo interrogante resucite con mayor fuerza en virtud de que los problemas que nos aquejan son infinitamente más graves que los padecidos por los dos ex–presidentes arriba mencionados.

Si hubiésemos aprendido algo del pasado, no habría razón ninguna para pensar que una disputa deportiva podría obrar a la manera de un somnífero colectivo. Ni en el mejor de los escenarios imaginables —esto es que el equipo dirigido por Lionel Scaloni ganase para la Argentina su tercer título intercontinental— las cosas cambiarían demasiado. Es seguro que a medida que el combinado criollo, con Lionel Messi a la cabeza, avance, el fútbol se convierta en la materia de conversación casi obligada desde La Quiaca hasta la Tierra del Fuego, y cuando juegue el plantel albiceleste se paralicen buena parte de las actividades del país.

También habrá que dar por descontada la algarabía que nos ganará si acaso nos consagramos campeones. Pero los festejos, por efusivos que resulten, no durarán más de dos o tres días. Eso en la más auspiciosa de las hipótesis. Si, en cambio, el seleccionado nacional fuera eliminado antes de tiempo o perdiera la final, la desilusión sería inmensa. Conclusión: Qatar no modificará la deriva de la Argentina en lo más mínimo. Lo que dijeron sobre el particular el presidente de la Nación y la titular de la cartera de Trabajo trasluce no sólo una falta de sensibilidad alarmante sino también un desconocimiento de la realidad, que asusta.

En términos políticos hubo dos hechos de distinta naturaleza pero de importancia similar en el curso de la última semana: la disertación de Gabriel Rubinstein en el 14º Simposio de Mercado de Capitales y Finanzas Corporativas del Instituto Argentino de Ejecutivos de Finanzas (IAEF) y el acto que tuvo como protagonista excluyente, en la ciudad de La Plata, a Cristina Fernández. Dejemos de lado la derrota ante Arabia Saudita —una vergüenza— y la descompostura del presidente en Bali, que no fue más que un aviso y un susto. Distinto sería si el jefe del Estado hubiera acreditado un cuadro grave.

Rubinstein disertó en un auditorio cerrado al público, donde lo escucharon especialistas interesados en conocer la opinión de uno de los cerebros del equipo económico de Sergio Massa. Cristina Fernández arengó a su tropa a cielo abierto, ante miles de simpatizantes que comían choripanes, entonaban los cánticos de siempre y —para no desentonar con la clásica liturgia justicialista— habían llevado sus bombos y sus consignas hasta la capital bonaerense. La escenografía de uno y otro acto fue bien distinta por razones obvias, y muchos pensarán que no hubo un solo punto en común entre el viceministro y la vicepresidente. Sin embargo, aunque se encuentran en las antípodas en punto a sus observancias ideológicas, coincidieron en un aspecto: ninguno de los dos improvisó sobre la marcha.

Una vez finalizada la alocución del secretario de Programación y Coordinación Económica, corrió como reguero de pólvora la versión de su renuncia. No fueron pocos los que creyeron que se había ido de boca. Es que Rubinstein no se anduvo con vueltas. Había llamado al pan, pan y al vino, vino. Poco amigo de los circunloquios, fue al grano sin levantar la voz y con una claridad que no dejó lugar a ninguna duda respecto de cuál es el terreno que pisa esta administración y cuáles son las dificultades internas y externas que deberá enfrentar. Tres de sus afirmaciones resonaron dentro de la sala y en todo el país: la confesión de que no hay espacio para un plan de estabilización; el
acento puesto en que “costará uno y la mitad del otro” (sic) cumplir con la pauta de déficit fiscal y la advertencia de que una devaluación, si sale mal, nos llevaría de cabeza a un “Rodrigazo”.

A Rubinstein no lo traicionó el subconsciente, no se dejó llevar por los vítores de la tribuna ni —de buenas a primeras— perdió los estribos por su afán de epater le bourgois. Lo que expreso en el IAEF lo había pensado y sopesado antes. No faltó a la verdad ni hizo las veces del tirabombas. Pero quedó latente una duda que difícilmente pueda despejarse en el corto plazo: ¿lo que dijo tenía el visto bueno de su jefe o se jugó por las suyas? ¿Estaba consensuado su mensaje con Sergio Massa o no creyó necesario informarle con anterioridad acerca del tono y contenido que tendría? Caben las dos posibilidades, aun cuando en tren de especular —que otra cosa no se puede hacer— parece más probable lo primero que lo segundo.

Salvo que deseara abandonar precipitadamente su cargo en el ministerio, Rubinstein sabe que el kirchnerismo duro no lo soporta, y que Sergio Massa tuvo que poner la cara para defenderlo en ocasión de que trascendieron los tuits que, en tiempos pasados, escribiera en tono crítico acerca de Cristina Fernández. ¿Por qué entonces desearía desafiar a las fieras internas del Frente de Todos con declaraciones imprudentes? No parece sensato. En este orden, no sería de extrañar que Massa le haya dado luz verde a los efectos de que Rubinstein expresara lo que él no puede sostener en público de la misma manera. Trascendió que hubo un llamado indignado del titular de Hacienda advirtiéndole a su segundo que la próxima vez que fuera imprudente lo echaba. Pero hasta eso mismo pudo haber sido una puesta en escena y nada más. Como quiera que haya sido, el panorama que pintó en el IAEF Rubinstein es algo más que preocupante.

La viuda de Kirchner, por su lado, no necesitaba subirse a un palco partidario para ganar centralidad ni para renovar los votos de confianza existentes entre ella y sus incondicionales. Lo único que no le está permitido hacer es llamarse a silencio. Resulta menester —delante de los millones dispuestos a votarla— mostrarse como la conductora del Frente. Su misión es renovar la esperanza en un triunfo, que cada día está más lejos, sin rozar siquiera el tema de una eventual candidatura el año que viene. La cuestión que agita a todo el espacio: si será o no de la partida encabezando la fórmula presidencial, puede esperar. Resultaría un error de timing grosero adelantar esa definición. Sencillamente porque, si dijese que no, se abrirían en el seno del peronismo unas divisiones difíciles de remediar, que lo conducirían a una catástrofe electoral. Y si se animase a jugar, tampoco este momento luce como el mejor para lanzarse al ruedo. Si tiene tiempo hasta principios del segundo trimestre de 2023, poco más o menos, ¿por qué habría de arriesgarse a sufrir un esmerilamiento anticipado de su candidatura?

Mientras mantenga la duda flotando en el aire estará en condiciones de liderar un espacio lleno de contradicciones, de recelos y de pujas internas, que sin su presencia estallarían y harían que el peronismo volara en mil pedazos. Cristina Fernández no tomará ésa, una de las decisiones más trascendentes de su vida política antes del mes de abril, cuando haya quedado en claro si la promesa de Sergio Massa de bajar la inflación al 3 % tiene algún asidero. Hasta las Navidades y en el transcurso del verano su prioridad estará asociada a la empresa de sanar heridas dentro del espacio justicialista y tratar de vertebrar una fuerza unida de cara a los comicios de agosto y octubre del año que viene.

El desafío que tiene la vicepresidente por delante supone, como condición necesaria para
enfrentarlo con éxito, que el vaticinio del ministro de Economía se cumpla. De momento,
la apuesta de Massa parece más una expresión de deseo destinada a generar confianza en
los mercados y en las tribus electorales oficialistas que otra cosa.

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