Hombres mirando al Este

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Desde comienzos del nuevo milenio China es vista como una  potencia económica, tecnológica y militar. Mientras Estados Unidos y sus aliados se centraron en confrontar principalmente con el mundo islámico, otro rival poco a poco estaba surgiendo de las sombras.

El amanecer de China es indiscutible. Sin embargo, hay un aspecto importante a considerar, me refiero al hecho de que también es percibida como reservorio de una refrescante filosofía.

La atracción por los recursos espirituales orientales en detrimento de los propios aparece en varios pensadores modernos, entre ellos Gottfried W. Leibniz, Arthur Schopenhauer, Johann G. Fichte y Friedrich Schelling, pero también en textos esotéricos, como por ejemplo en la obra de Helena P. Blavatsky y de Rudof Steiner.

Sin ir más lejos Friedrich Nietzsche defenestraba claramente a la Ilustración. Podemos verlo en sus venenosos aforismos acerca de la superación del hombre mediocre, del cristianismo, de la moral y de la metafísica platónica. En “El origen de la tragedia griega” expuso su malestar hablando de la recuperación de los valores perdidos por medio del arte, de lo sublime y de lo sagrado en una interpretación elevada de lo irracional donde estaba presente lo apolíneo y lo dionisíaco.

Razonaba que en la religión de la Grecia clásica lo divino no prometía premios o castigos, no había redención sino que desde sus oscuros orígenes la creación era un juego ciego entre las fuerzas de la naturaleza, entre lo bello y lo terrible.

En los mitos, titanes caóticos representaban la “hybris” de la desmesura, la ebriedad y la sexualidad sin reglas simbolizadas por el dios Dionisos. Apolo, por el contrario, era la luz, era el que dictaba el oráculo, obsequiaba a los mortales la cultura y la civilización. No obstante, el “filósofo del martillo” pensaba que ninguno debía ser vencido por su antagonista, como el Yin y el Yang ambos eran necesarios para la voluntad de la vida. Igualmente los dioses Olímpicos, luego de aplastar a las larvas primitivas del caos, establecieron el orden apolíneo repartiéndose el cosmos: Zeus el cielo, Poseidón los mares y Hades el inframundo.

Para Nietzsche, inherentemente la tragedia griega tenía los dos componentes: el diálogo y el coro. Sin embargo, pronto se la privó de su esencia, de su verdadera magia, de la música. Culpó por ello a Eurípides, quien en sus obras prefirió solo la articulación de la palabra.

Del mismo modo Sócrates fue el símbolo del mayor problema de Occidente. La filosofía acabó con la experiencia estética. El “logos” superó a la “physis”. Similar idea puede deducirse en la “Odisea” de Homero, cuando Ulises, durante sus aventuras, reprime sus instintos ante el embrujo de las sirenas al hacerse amarrar al mástil de su embarcación; o cuando, utilizando su astucia, logra escapar de los monstruos por medio del engaño del lenguaje imponiendo así la cultura del sofisma.  

La filosofía griega y el judaísmo convergen luego en el cristianismo. El progreso de la razón tal cual estaba planteado era destructivo, por eso el idealismo alemán vio una posible salida al nihilismo occidental en el pensamiento de Oriente.

La India —además de los mitos nórdicos—fue la estrella en los siglos XIX y XX a través del Romanticismo y la Teosofía, entendiendo en sus tradiciones ancestrales una vía de salvación. Las noticias provenientes de las colonias en tierras lejanas exacerbó el interés por lo exótico, por relatos de santos e iluminados, lo que atrajo la atención de una sociedad burguesa alienada. Este enamoramiento —que aún sobrevive en la escuela tradicionalista disfrazado de academicismo—, continuó hasta la contracultura de la “New Age” que hoy agoniza.

El avance de la tecnología analógica y digital dejó a la India en segundo plano y las miradas fueron puestas entonces en el “milagro japonés”; sin embargo, en la década de los noventa China comenzó a ser observada con mayor interés. Ya no era vista como el Estado totalitario de Mao Zedong donde se cegaron millones de vidas a causa del proceso revolucionario, tampoco como aquella que exilió al Dalai Lama (Tenzin Gyatso) cuando invadió el Tíbet, hoy estrella “pop” de la contracultura, sino como una sociedad emergente y pujante que posee la promesa de lograr una superproducción global tecnocapitalista digna de imitar.

En definitiva, tal como ocurrió con la India décadas atrás, en la actualidad sigue presente una concepción  fantasiosa del Este. El reavivamiento de la sinología, como los estudios del francés François Jullien, o la desmedida publicidad que reciben algunas nuevas luminarias del pensamiento como Byung-Chul Han o las del joven Yuk Hui, entre otros, bien lo muestra. Estos dicen donar una renovada sabiduría para lograr el equilibrio entre la técnica y la naturaleza. (No olvidemos que en su momento los fascismos se presentaron con esas banderas).

Es más de lo mismo. Es una manera de buscar una razón alterna a las agotadas jerarquías que padecen nuestras latitudes. Pienso que es un hecho que la modernidad está muriendo poco a poco y, junto con ella, la historia. En una globalización todo termina siendo parte de una gran red interconectada que difumina las diferencias y extravía los sentidos. Con lo cual, no creo que la salvación esté en mirar a otras culturas con esperanzas soteriológicas e ilusorias sino en recuperar los valores propios de la Ilustración, como los ideales democráticos y libertarios, que aunque exhaustos e inacabados son sin duda aquellos que forjaron nuestra identidad.

La película de Eliseo Subiela “Hombre mirando al sudeste” de 1986 (con claras referencias a la novela de Adolfo Bioy Casares “La invención de Morel”), interpela la cuestión de pensar un “lugar” alterno desde donde buscar la trascendencia. El film relata sobre un paciente psiquiátrico, Rantés (Hugo Soto), quien creía ser habitante de un mundo lejano y que, mirando en otra dirección, recibiría mensajes para rescatar a la Humanidad de su estupidez. Por otra parte, esta actitud pudo enseñarle al psiquiatra, Julio Denis (Lorenzo Quinteros), que el significado de la existencia no estaba en mirar a lo lejos sino dentro de sí.

La moraleja que podemos apreciar es que Occidente, agobiado por un “capitalismo esquizofrénico”, cree encontrar la sanación mirando hacia otra parte. “Mirar”, en este caso, significa orientar la atención hacia un ámbito en el que no estamos, es buscar la salida en algo que no nos constituye, es tratar de hallar la iluminación donde no la hay: en el campo de lo ajeno y no dentro de nuestras propias categorías de sentido. No quiere decir que no podamos aprender de los otros, simplemente la única manera de edificar el futuro es a partir de los materiales que tenemos. Sumar es muy distinto a reemplazar.

No toda la modernidad es desechable. No todo en Occidente es decadente como no todo en Oriente es liberador. Hay grandes avances que se han realizado. Pero también hay valores perdidos. La Ilustración está muriendo porque hoy falta una dirección para la Historia, el sujeto está siendo inhabitado por las esferas amorales de la técnica y la ciencia —esto es en todo el globo—y la filosofía que lo sostenía, sea la de Sócrates o la de Mencio, se ha marchitado.

El Este no posee ningún refugio para sí ni mucho menos para nosotros. El gran problema es que se le ha prestado demasiada atención a aquel fatídico dicho de Martin Heidegger. Si “solo ‘un dios’ puede salvarnos”, quiere decir con ello que nos hemos desarraigado todavía mucho más de nuestro hogar real para buscar la “cura” en otras latitudes ilusorias, en mundos suprasensibles, prescindiendo de observar dentro de nosotros y así ilustrar el sendero.

* Filósofo, ensayista y teólogo

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