Habitué del “ring side” de aquel Luna Park

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En esta entrega, el autor relata una imperdible anécdota familiar en el coliseo del boxeo nacional.

Mi padre era difícil de encontrar durante el día. Entre el trabajo en la Editorial, algún programa en la radio, las charlas en los clubes de barrios y las copas noctámbulas, no quedaba resquicio para que mamá pudiera salir con él. Mi madre era una mujer dulce y casi silenciosa, pero tomaba decisiones que transportaba escondidas en ese marco femenino. Así que una vez que los chicos empezamos a defendernos solos, nos dejaba revolver la casa y salía los sábados por la noche hacia el único lugar donde estaba segura de encontrar a Félix: el Luna Park. Así se hizo habitué.

Allí, ubicada en la primera o segunda fila, ingresó a una especie de club cuyos integrantes solían verse cada sábado, cualquiera fuera el programa. El Luna no sólo era boxeo… se trataba de estar. Ver y que te vean. Una especie de palco de la ópera del siglo anterior, pero con el hablar porteño y el sombrero requintao ¡Ah!, de paso: y en lugar de tenores con discretos pañuelos con puntilla, dos aporreadores con ampulosos guantes, cuyos nombres a los habitué no les importaban. La cita sabatina iba mucho más allá de esos combates.

Y sin embargo, todo ese público privilegiado, podía quedarse horas después de la pelea opinando sobre ella. Los “taitas” de la tribuna lo hacían directamente arremolinándose en la esquina. Los habitué iban a alguno de los restaurantes de la cercanía a pasar veladas donde se cruzaban a través de la mesa comentarios del combate, estrofas de poesía de Alfonsina Storni, alguna anécdota de Carlitos Gardel y chismorreos varios.

Y Amelia firme al lado de Félix. A mis 12 años comencé a acompañarla, así me fui adentrando en el mundo del boxeo. A esa altura mi madre ya era una experta y fue señalándome detalles de Amelio Piceda, una especie de Quinquela del boxeo, con esa belleza un tanto tosca pero belleza al fin. De Pedro Cobas, un noqueador de la familia de su tocayo Pedro Picapiedras –aunque éste todavía no existía… En fin, del único e imbancable José María Gatica, un pararrayo de la bronca de los habitué. Y de toda esa farándula que sábado a sábado creaba su mundo para que nos asomáramos un par de horas a él.

Un día surgió un equilibrista notable entre poderoso por sus trompadas y sin la expresión feroz que caracteriza a todos sobre el ring. Simpático, seductor, triunfador: Ricardo Calicchio, que fue ascendiendo derribando hombres y arrastrando una estela de mujeres. Entre ellas, maternalmente, Amelia. Aplaudía cuando pegaba y sufría cuando cobraba Ricardo. Cerca de ella, en el asiento que tenía adelante, iba regularmente un hombre grande, con vozarrón de general del Ejército, y lo era: Edelmiro J. Farrell, el presidente que preparó el camino para el empuje de un colega, Juan Domingo Perón. Pasaron unos años y los habitué, cambiando algunas caras, continuaban inalterables. Mamá y Farrell se saludaban con una inclinación de cabeza, como vecinos que eran cada sábado.

La noche entre el 3 y el 4 de junio de 1950, siete años después de la revolución que crearía el peronismo, Ricardo Calicchio perdía su invicto vapuleado por una estrella ascendente: Rafael Merentino, noquedor de los buenos. Mamá sufría y le dolía cada golpe que recibía Calicchio. Pasó. Una semana después, cuando estaba sentada en su lugar habitual y llegó Farrell, el general se dio vuelta hacia la segunda fila, se inclinó hacia Amelia y le preguntó, con tono paternal: “¿Cómo está señora? ¿Se recuperó bien su hijo?”

Mamá, que vivía distraída, cayó a la tierra de golpe: “¿Mi hijo, perfectamente bien. Por qué?” Farrell dudó y entonces dijo “¿No es Ricardo Calicchio su hijo?” Y, ante la expresión de mamá, agregó: “Como yo la vi sufrir tanto el sábado y escucho desde hace tiempo cuando usted suele hablar de su hijo Ricardo, creí…”. Y entre risas se aclaró el equívoco, que me involucraba sin que yo tuviera nada que ver.

* Periodista emérito

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