Un quilombo de órdago (Batakis dixit)

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Por Vicente Massot

Ninguna de las versiones que se han echado a correr en el curso de las últimas semanas es disparatada. Básicamente porque, a esta altura de la crisis, todos los escenarios deben
ser tenidos en cuenta. En una palabra, cuanto hace algunos meses era sólo posible, ahora se ha
transformado en probable. El tránsito de aquello a esto revela, más que cualquier otro dato, la
gravedad del momento. En circunstancias distintas, menos dramáticas que las actuales, a nadie
se le hubiese ocurrido pensar siquiera en la renuncia anticipada del presidente de la República,
en el adelantamiento de las elecciones, en la eventualidad de que Cristina Kirchner reemplazase a Alberto Fernández en la Casa Rosada, o en la convocatoria a una Asamblea Legislativa.

De momento el país se halla fuera de quicio en materia económica y preso de las contradicciones inauditas de un gobierno que no da pie con bola. Pero esta situación —de por sí complicada—
podría cambiar de la noche a la mañana y, en menos de veinticuatro horas, convertirse en un
problema institucional de características inéditas. Aunque nadie se anima a decirlo en voz alta,
en privado no hay actor o fuerza política de envergadura que descarte el peor escenario. Ello ayuda a explicar algunas de las reacciones que, sin solución de continuidad, se han originado en el campo gubernamental desde la renuncia de Martín Guzmán en adelante. Tanto las que rozaron el absurdo como las que fueron racionales denotan la preocupación de los integrantes del kirchnerismo en general.

Si nos preguntásemos por qué la senadora Juliana Di Tullio alzó su voz para decir que desearía que hubiese un agente de policía en cada cueva, por qué el bloque de diputados del Frente de Todos lanzó un comunicado con el propósito de alertar acerca de la existencia de una suerte de complot destituyente, y por qué el jefe del Estado acusó a la gente de campo de especular con la cosecha y guardarse millones de dólares, la respuesta no admite demasiadas dudas: esas declaraciones ponen al descubierto menos la torpeza de los kirchneristas que el miedo que les produce un salto al vacío que parece no estar demasiado lejos. A ninguno de los nombrados se le hubiera ocurrido decir semejantes disparates si no se encontrasen en medio de un pantano del cual no saben cómo salir. Sus exabruptos —que eso fueron— revelan hasta qué punto los ha ganado la desesperación. Se encuentran entre la espada y la pared, y en su huida hacia adelante no miden las consecuencias de sus actos. En esto no hay nada nuevo bajo el sol. Cada vez que entre nosotros estalló una crisis de magnitud, y al gobierno de turno se le quemaron los papeles, la respuesta fue siempre la misma: acusar a la oposición, a los militares, al capitalismo financiero o a la sinarquía de conspirar contra las instituciones democráticas. El kirchnerismo no es, por cierto, un innovador en este sentido. Repite lo que —en su oportunidad— hicieron Isabel Perón, en 1975, Raúl Alfonsín, en 1988, y Fernando de la Rúa, en el año 2000.

Hubo también algo de sentido común en el campo oficialista. El gobernador de la provincia de Buenos Aires repitió lo que antes habían expresado —con similar énfasis— el “Chino” Navarro y el intendente de Avellaneda, Jorge Ferraresi: que es necesario generar un acuerdo con el arco opositor para salir adelante. Qué haya sido Axel Kicillof el responsable de respaldar semejante posición no deja de llamar la atención. Es cierto que, de momento, son opiniones aisladas, pero provenientes de políticos que nunca se caracterizaron por su celo republicano y su espíritu conciliador. Más importante que la declaración del mandatario bonaerense ha sido la reunión que el pasado sábado mantuvieron, en la quinta de Olivos, el presidente de la Nación y la vicepresidente. Aunque no hayan trascendido los detalles de ese encuentro, el que se sentaran a una misma mesa transparenta que uno y otro se dan cuenta de que el horno no está para bollos.

La tercera muestra de realismo corrió por cuenta de la flamante titular de la cartera de Hacienda.
Silvina Batakis no se anduvo con vueltas frente a los miembros del gabinete nacional, la semana
pasada: “Estamos en un quilombo de órdago”, dijo sin inmutarse.

Claro que —en última instancia— se trata sólo de pronunciamientos públicos, comunicados y actos que no se traducen en pautas económicas claras. Un día dicen una cosa y al día siguiente sostienen otra sin que se les mueva un pelo. Con lo cual la incertidumbre crece a pasos acelerados. Desde aquel sábado a la tarde en el cual el discípulo de Stiglitz se mandó mudar a su casa y dejó colgados del pincel a los dos Fernández, la ciudadanía en su conjunto y los mercados financieros en particular han esperado en vano que Silvina Batakis hiciese anuncios significativos, capaces de poner un poco de orden en medio del desbarajuste que dejó a su salida el ex–ministro. Sin embargo, nada de ello ocurrió. A siete días de asumida, Batakis nos puso en autos de una serie de cosas intrascendentes que generaron mayor desconfianza, y el último fin de semana, cuando todos esperaban que se diesen a conocer unas medidas que despejasen la desconfianza generalizada y marcasen un rumbo nuevo, la administración kirchnerista hizo mutis por el foro.

El inconveniente de no decir nada es que los mercados lo toman como una muestra de la incapacidad del equipo económico para definir un plan de acción. Pero —además— se da por sentado que, al margen de su incompetencia, hay un inconveniente adicional, que viene de lejos y evidencia la falta de unidad de mando del oficialismo. En las decisiones que deben tomarse intervienen Cristina Kirchner, Alberto Fernández, Sergio Massa, Silvina Batakis y el presidente del BCRA, Miguel Pesce, al menos. Es lógico, entonces, que el consenso buscado sea difícil de encontrar. Los sistemas colegiados tienen ventajas en ciertos casos y desventajas peligrosas en circunstancias críticas. Poner a debate entre cinco personas cuál es la forma más segura de capear un temporal y cruzar a la otra orilla en la mitad de un río desbordado, sería una práctica suicida. Lo que le sucede al gobierno es que —desflecado cómo está— ninguno de sus principales referentes tiene una idea seria de qué hacer —Alberto Fernández y la viuda de Kirchner son dos ignorantes en materia económica— unido al hecho de que no se animan a poner en marcha el ajuste que es una de las condiciones necesarias para frenar a la crisis. Mientras el poder de turno no tome la decisión de barajar y dar de nuevo el riesgo mayor es que aquélla se espiralice, gane autonomía y quede fuera de control.

En su fuero íntimo, tanto el primer magistrado como la jefa del Frente de Todos y el presidente de la Cámara de Diputados de la Nación saben que —de no mediar un milagro— la elección del año próximo está perdida. Por supuesto que no lo admitirían en público, salvo que deseasen inmolarse sin necesidad. Esa convicción —extendida, dicho sea de paso, en todo el espacio oficialista— los lleva a actuar pensando en su propia sobrevivencia. Con el resultado de que —como sus intereses a futuro difieren— no siempre tiran para el mismo lado. La obsesión excluyente de la viuda de Kirchner es no ir presa. Para eso debe conservar sus fueros a como dé lugar. El jefe del Estado desea cumplir en tiempo y forma el mandato para el que fue elegido hace dos años y medio, y Sergio Massa quiere asumir la jefatura de gabinete con plenos poderes económicos y ser el responsable de sacar al gobierno adelante. Parecería lógico que, en aras de detener tamaño proceso de deterioro, depusiesen sus pareceres personales y obrasen con un acendrado
espíritu de cuerpo. Pero la lógica no es su fuerte.

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