La carne y la leche eran baratas

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Alonso Carrió de la Vandera, conocido con el seudónimo de Concolorcorvo en “El lazarillo de ciegos caminantes”, describe la vida de muchas ciudades del Virreinato del Río de la Platya, comenzando por Buenos Aires. Habían pasado exactamente poco más de 220 años desde la llegada a nuestro territorio de los primeros vacunos, introducidos por los colonizadores españoles, entrando hacia 1549 por el Noroeste (desde Perú por Bolivia o Chile), por Paraguay o por Brasil. Como los equinos se multiplicaron rápidamente y los vacunos se difundieron en nuestras pampas, fueron llevados a Santa Fe en cuanto se fundó en 1573 y así llegaron en 1580 a Buenos Aires.

Poco antes de crearse el virreinato (1776) “la carne era en tal abundancia que se lleva en cuartos a carretadas a la plaza, y por si accidente se resbala, como he visto yo, un cuarto entero, no se baja el carretero a recogerlo, aunque se le advierta, y aunque por casualidad pase un mendigo, no le lleva a su casa porque no le cueste el trabajo de cargarlo. A la oración se da muchas veces la carne de balde [de regalo], como en los mataderos, porque todos los días se matan muchas reses, más que las que necesita el pueblo, sólo por el interés del cuero”.

Emeric Essex Vidal, hacia 1820 habrá de ilustrar la carreta con el carnicero, llena de medias reses y un matadero porteño. Y era tal el excedente de carne que apuntaba Concolorcorvo: “Todos los perros, que son muchísimos, sin distinción de amos, están tan gordos que apenas se pueden mover, y los ratones salen de noche por las calles a tomar el fresco, en competentes destacamentos, porque en la casa más pobre les sobra la carne, y también se mantienen de huevos y pollos, que entran con mucha abundancia de los pagos vecinos. Las gallinas y capones se venden juntos a dos reales, los pavos muy grandes a cuatro, las perdices a seis y ocho por un real y el mejor cordero se da por dos reales”. La misma escena se repite en Bacle, una década después, donde un perro no tan gordo, le ladra al carnicero.

Sin embargo notamos la inflación ya en 1845, porque un cuadro de Carlos Morel nuestra un tambo en los arrabales de la ciudad, donde se ofrece por un real el vaso de leche. Esos mismos lecheritos que Vidal había pintado dos décadas antes recorriendo la ciudad y jugando carreras en la zona del bajo, eran por lo general muchachos jóvenes, que: llevaban dos tarros de leche que volcaban sin apearse en las jarras o medidas de los compradores y como lo señaló nuestro atento lector Juan Carlos Macour “después de tanto andar en el fondo del tarro se formaba la manteca, la sacaban con su mano, que luego limpiaban en la cola del animal”. Otros tiempos, en estos en que los alimentos básicos de la canasta familiar suben constantemente.


* Historiador. Vicepresidente de la Academia Argentina de Artes y Ciencias de la Comunicación

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