A menudo la historia ha sido comparada con las etapas de la existencia: infancia, adultez, desarrollo, vejez y, finalmente, la muerte. Como si las épocas fuesen un ser vivo con cierta autonomía; cuando en realidad no hay ningún espíritu objetivo, sino que lo que llamamos “historia” es solo la percepción de los desplazamientos de masas, cuando no irracionales, en los cuales las distintas sociedades subliman su malestar.
Los movimientos humanos tienden a edificar los acontecimientos sobre la marcha a través de sus decisiones colectivas, de sus pasiones y de sus metas, frecuentemente canalizadas por el carisma psicopático de algún líder “crístico”: porque no existe de suyo ni nunca existió una “historia” preestablecida como cosa externa. Esto último que lo veremos luego y tendrá mucho que ver en cómo se pensaron los andamios políticos, además de sus crisis durante el pasado reciente, lo que conduce hoy a la desazón.
Si bien fue durante la era premoderna cuando se asumió al cosmos como si fuese un ser animado influyendo mágicamente sobre los elementos, dicho juicio, al parecer, persistió con insistencia aun en los albores de la modernidad. Thomas Hobbes en su “Leviatán” mencionó que entrabamos en ciclos nuevos y sensatos. No por nada Immanuel Kant habló que la etapa de la razón era como una “mayoría de edad”, lo que nos lleva a inferir que antes estábamos en la pubertad de los tiempos. Fue durante el positivismo, inspirado en la teología y, por supuesto, en la filosofía dialéctica de George Hegel, que se pensó al tiempo como un despliegue evolutivo hacia una meta ulterior, por ello a la “barbarie” se le llamó “lo primitivo” y a la civilización se le llamó “la madurez”. Dicha adultez estaría avalada con el avance de la técnica.
Una elevación, un cenit y una caída. Así lo entendió el pensador alemán Oswald Spengler en su voluminosa obra “La decadencia de Occidente”. Allí proponía que la humanidad después de un florecimiento se acercaba a su ancianidad y a su agotamiento. No sé si esto es así. Empero, hoy se huele en el ambiente una sensación a decrepitud, a enfermedad terminal, a ocaso, un aroma a que “no hay nada nuevo bajo el sol”. A un sentimiento de ultratumba, a que todo es un “eterno retorno”, pero no de lo mismo, sino de una farsa.
En 1948, Albert Camus desde su editorial en “Combat”, después de las detonaciones de las bombas atómicas sobre Japón escribió: “El siglo XVII fue el siglo de las matemáticas, el siglo XVIII el de las ciencias físicas y el XIX el de la biología. Nuestro siglo XX es el siglo del miedo”. Sin embargo, también el siglo pasado fue el de los grandes nacionalismos, de las ideologías fuertes, asimismo de sus fracasos, de sus auges y de sus deterioros. Fue el siglo que entendió a los sucesos como una amalgama concreta cuyas sociedades debían adherirse a ella.
El fracaso del bloque totalitario abrió un espectro distinto para la realización de la búsqueda de libertad por medio de las democracias inmanentes, del apogeo del capitalismo, de las bondades de un presunto estado de bienestar por medio del confort y de los adelantos tecnológicos. Incluso se asumió que la historia no era un hecho objetivo, sino algo cuya libertad los hombres deben decidir cómo y de qué manera construirla.
Ahora bien, en este nuevo milenio ya no es pensable hablar solo de vejez. El nuestro, hasta ahora, es el siglo del no tiempo, de la decepción de todos los valores que nos habían predicado como salvadores. Es el siglo de la muerte de la verdad, de la realización de una moral líquida y vacía, del individualismo que nos conduce a la des-habitación del ser y al desmembramiento del sujeto, es aquel que no puede sostener los paradigmas epocales bajo un aspecto teórico, sea este el de la materia de la historia como de su inmaterialidad.
Pensar las sazones objetivadas es asumir que todo posee una meta “a priori”, que se dirige como colectivo hacia un sentido ya decretado, como si alguien, algún “Ser superior”, la hubiese construido y tuviese una intencionalidad consecutiva. Esta es la propuesta de la salvación judeocristiana.
El marxismo, tomando esta creencia religiosa y mesiánica (por más que les pese a los marxistas), pudo forjar una “metafísica de lo físico”, que en el fondo es una conjetura teológica, y a pesar de su negacionismo, termina por ser lo que rechaza: una fe secularizada. Aquella que se vale de símbolos, mitos y ritos políticos para legitimar su poder absoluto y para, en nombre del propósito del Estado, como si fuese el medio divino, hacer todo lo necesario para lograr sus fines; aunque hacer “lo necesario” sea uniformar al pueblo, hacer que pierda el yo individual en función, no del bien común, sino del bien del dictador, bajo el discurso del engaño.
Por otra parte, el liberalismo ilustrado también necesitó de una teoría de la historia que la presentara como si fuese una tabula rasa, libre y vacía, de tal manera que los hombres debían forjarla a cada paso: no hay una meta objetiva “per se” sino que lo que hay es un ideal de justicia, de libertad y de igualdad a alcanzar “algún día”. Donde se edifica bloque a bloque. Esta reflexión ilustrada duró poco.
Ya para el siglo XIX el capitalismo como absoluto “anti-ideológico” se apoderaría del mundo y no reconocería otra identidad más que la del saqueo y la del mercado. El ser se transfiguró en una máquina instrumental. En esto no estuvieron ajenos las revoluciones marxistas, aun cuando lo nieguen, bajo el pretexto de quitarle el capital al empresariado que se enriquecía injustamente por la plusvalía, para transferir esa ganancia a un Estado dictatorial que, aunque afirmaban que eran la clase obrera, solo eran parte de una mascarada más de una burguesía que disimulaba su riqueza debajo de un overol.
Ese mundo malo, pero en movimiento, constituyó una de las centurias más violentas que se hayan conocido. En medio del “águila calva” liberal, que no tenía mucho más que su nombre, y del “oso soviético” que predicaba una nueva manera de hacer política ocultando los viejos vicios fordistas surgen los fascismos. Estos regímenes expuestamente opresores coronaron el espectro con un aditivo espiritualista. Pregonaban la perfecta armonía entre la técnica y la naturaleza. Entre el espíritu y las sustancia, donde dicha transformación debía producirse a través de un sacrificio colectivo. Lo sagrado de los dioses germanos debían emerger con la esvástica nazi sobre la cruz cristiana. Carl Jung, un simpatizante del Tercer Reich, lo llamó la invasión de la psicosis sombría del mundo sobre la neurosis de la cristiandad para que juntos alcancen la iluminación política integradora. Como sabemos todo salió mal.
Para finales del siglo XX, después de la caída de las hegemonías vetustas queda en pie la llamada democracia, la economía del libre mercado y el discurso de la libertad. La bonanza está durando poco. La decepción sobre estos próceres está siquiera en franco descenso, lo que sume a la población mundial en la angustia de la nada. Ante esto, el escapismo en los soportes digitales y en la reproducción virtual negocian con la estupidez en la que está sumergido nuestro tiempo dejando al ente más desierto.
Ese agujero es una oportunidad única para ser llenado por lo impropio, por lo arcaico, por aquello que existió y que claramente no funcionó. Vemos hoy el avance de los bloques totalitarios como el Islam, los grupos neonazis, igualmente el capitalismo represivo chino que amenaza, como si fuese la única ley del “Tao”, con absorber la economía mundial dentro de una “Gran muralla” ideológica que avanza de manera imparable.
¿Cómo luchar con las fuerzas crecientes que amenazan a estas agotadas democracias? Si la libertad se ha convertido en libertinaje y la ética es solo una moral justificadora de la corrupción, ¿qué hacer? ¿Dónde escapar? ¿Al suicido colectivo mediante un enfrentamiento nuclear? Ya no quedan referencias, donde lo total o lo relativo son solo banderas consumidas por las multitudes que protestan sobre una narrativa obtusa y sobre demandas insustanciales.
No podía ser de otra manera: todo indica que estamos transitando una era descompuesta, fétida, con olor a flores muertas. Estamos velado un tiempo sin resurrección. Y sí …, es el siglo de la decepción.
El autor es ensayista, filósofo y teólogo