Después del futuro

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Cuando se percibe que el futuro ha llegado y se experiencia como un presente continuo, ya no queda ninguna pulsión hacia adelante más que la momentaneidad.

Anteriormente, en otros ensayos había abierto la posibilidad para que pensáramos en la idea de la “muerte de la historia”. Esto de ninguna manera significa que no ocurran acontecimientos, obviamente ocurren, sin embargo, no terminan de desarrollarse y de ser asumidos en la consciencia de la sociedad por la inmediatez de su epifanía. De ahí que, el único acontecimiento real parece ser “el asesinato mismo de esa historia”, aquello que atraviesa nuestro eterno presente y constituye el “Zeitgeist” con el que puede definirse la época.

En consecuencia, vemos que, por sobre y por debajo de ese estado absoluto surgen los “flashes” de las fugaces contingencias, pues todo lo que suceda en el mundo, pestes, guerras o catástrofes no son leídas como sucesos trascendentes, sino como simples noticias de impacto cuyas imágenes desaparecen rápidamente. Claro que esto es solo una mirada ante la sensación de totalidad al vivir en un planeta globalizado en el que no hay espacio para ninguna dialéctica.

La idea de progreso temporal presente en la concepción de George W. Hegel es una forma de secularización del relato bíblico de la salvación entendido como la dirección del “espíritu” hacia su realización plena. Comprender esto a través de su materialidad, como lo hizo el marxismo, llevó a un tipo de espera mesiánica que propició una oposición a las estructuras capitalistas occidentales lo cual decantó en la Guerra Fría. De aquí que tenga cierto sentido lo que anunciara Francis Fukuyama. Aunque él proponía un final de ciclo y no un deceso.

Hoy, después de la disolución de la Unión Soviética estamos asistiendo, no sé si a otra “Guerra Fría”, pero sí a una transmutación del orden establecido, a una migración hegemónica de un centro de poder a otro, que sucede dentro de una multiplicidad de centros, también de poder, menores, que no pueden alinearse totalmente bajo un ala u otra porque el pragmatismo que impone la economía mundial requiere de malabares diplomáticos, no solo por parte de los Estados, sino también de las empresas transnacionales para tratar de quedar bien con Dios y con el Diablo.  

Indiscutiblemente China asoma mostrando su señorío, pero por ahora Estados Unidos y sus aliados siguen teniendo la supremacía en sentido armamentístico, y Rusia, además de ser una potencia militar considerable, sigue siendo limitada en muchos frentes con respecto al gigante asiático. Vemos que hay una triangulación sumamente compleja que propicia un rearme de los países periféricos ya que no están seguros por dónde puede venir un posible ataque.

Esto nos lleva a preguntarnos para qué están las Naciones Unidas y si no habría que repensar algún otro organismo que provea las garantías que se necesitan para que la situación no decante hacia un conflicto nuclear. Otro problema es Medio Oriente, que es un polvorín latente cuyas escaramuzas no acaban de escalar. Todos parecen necesitar de todos y todos parecen querer pelearse con todos, pero nadie se anima a nada.

Por otra parte, América Latina es ambigua, es más, el término debería examinarse: México juega sus propios intereses y no condice con el resto de América Central ni mucho menos con América del sur. La idea de una “Patria grande” urge ser revisada, es decir, puede que funcione como narrativa para el circo ideológico, pero no en el campo de lo real.

Así están las cosas. El mundo, diría “El Quijote”, es un “gran entuerto”. El planeta no logra girar, la historia sigue detenida y a nadie perece importarle nada. Todo es un gran Uno. Todo tiende a lo “trans”, a lo “no-binario”, a un paradigma holístico, a la superación de las dualidades en función de la paradoja de lo “cuántico”. ¿No tendrá cierta razón el discurso “New Age” al decirnos que estamos pasando de la regencia de la constelación de Piscis (la dualidad) a la regencia de la constelación de Acuario (lo líquido)?  Vimos a Michael Jackson pasar de “Black to White” o al actor Elliot Page pasar de ser hombre a ser mujer, y, si esto sigue así, viviremos en una sociedad que finalmente creerá que la Tierra es plana (Aclaro que con esto último no estoy haciendo juicios de valor, sino solo intento dar ejemplos descriptivos).

Esta mirada no debería hacernos olvidar que una sociedad sin tiempo es una sociedad sin pasado y, por supuesto, sin futuro visible. Es una sociedad cuyo individuo colectivo se torna en una masa sin forma, sola, y a la vez hiperconectada, rodeada de miradas dispares donde tanto lo malo parece ser bueno como lo bueno parece ser malo. Ya no se sabe absolutamente nada con certeza. La digitalización ha contribuido a la inmediatez y a la impermanencia. No puede haber filosofía porque no hay metafísica. Aristóteles hablaba de la sustancia y de los atributos. La sustancia es lo fijo, los atributos son lo contingente. No obstante, solo se observan atributos sobre una nada.

La literatura policial es una buena manera de ilustrar el punto. Recordamos a los grandes detectives de ficción como a Sherlock Holmes de Arthur Conan Doyle, a Hércules Poirot de Agatha Christie, o a Daniel Hernández de Rodolfo Walsh. En este tipo de novelas por lo general hay un asesinato. El cadáver está allí, es un acontecimiento absoluto, una sustancia y, por supuesto, hay un responsable, a saber, el asesino. Después de ello, vendrán los atributos como, por ejemplo, saber quién fue el culpable, el móvil, las circunstancias, etcétera.

En la actualidad asistimos también a una escena de un crimen, en palabras de Jean Baudrillard, a un “crimen perfecto”; su perfección radica en que el cadáver está ausente, solo están las interpretaciones, el simulacro. La historia ha sido matada sin que se percaten de ello. Por tanto, sin hecho no hay sujeto causante del hecho. La historia ha muerto y, junto con ella, el agente que la pensaba, ya que para que este exista se necesita demora, se precisa detenerse un rato. Hoy la rapidez hace que nada dure, que todo pase. Pensemos en los “posts” de Facebook o en las imágenes de Instagram o en los videos de TikTok, todos los contenidos son insustanciales, transitan y siguen transitando “ad infinitum”, únicamente está el goce del instante y luego desaparecen en el océano de la web, en un gran agujero negro virtual que lo absorbe todo.

El nuevo ente no es un sujeto, es una incógnita que vive des-sujetado cuya memoria ha perecido, donde su condición de “cogito” se ha vuelto estéril. En cambio, puede que todavía queden algunos que se atrevan a mirar más allá, que intenten despabilarse del sueño de lo digital: esos son los “extranjeros”, los que han perdido la ciudadanía de un mundo que muta fijamente, que no les responde, que no los reconoce, que los descalifica: tristemente lo único que obtendrán de su herejía será la cicuta de Sócrates, la cruz de Cristo o la hoguera de Giordano Bruno.

Tenemos un homicidio sin cadáver, tenemos culpas sin culpables, solo cáscaras huecas. Esto es muy grave, a tal grado que las virtudes ilustradas, aquellas que definieron a nuestra cultura están en crisis; por lo cual la huida hacia los extremismos religiosos y los totalitarismos políticos están constituyendo un serio peligro para los buscadores de sentidos.

¿Dónde quedaron los héroes y los mártires? ¿Dónde están los Eugéne de Rastignac, aquel personaje íntegro que creara Honorato de Balzac, que se sacrificó solo para que el anciano “Papá Goriot” pueda morir con dignidad? ¿Dónde residen aquellos que algún día se estremecieron con una estrofa de Alfred de Musset o con el final de la novela de Emily Brontë?

Después del futuro ¿qué?: si no hacemos algo, y pronto, el único propósito que estará por delante -tal como lo dijo el poeta Rainer María Rilke-, no será otro “más que ser derrotados”.

El autor es ensayista, filósofo y teólogo

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