Albert Camus, un faro moral para nuestros tiempos

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El liberalismo ilustrado, aquel que nació durante la modernidad para garantizar la igualdad y los derechos de los hombres ante las monarquías absolutas, quedó contaminado por sucumbir al voraz sistema capitalista. Esta estructura totalizadora que todo lo tritura a su paso contagió y degradó sus ideales. Por lo tanto, aquella filosofía original pasó a ser presa de lo económico convirtiéndose pues en algo tan opresor como los reyes corruptos que cuestionaba.

El capitalismo en nombre de la libertad saqueó literalmente las colonias que fue conquistando hasta que llegó el momento en que los colonizados adquirieron la consciencia de su situación e iniciaron sus batallas por la independencia. En el siglo XX el marxismo proveyó las herramientas conceptuales para ello. Empero la lucha de clases de proletarios contra burgueses fue también otra manera de ejercer el totalitarismo. Terminó siendo en última instancia un “gatopardismo”, es decir, tan solo un cambio de amo para que nada cambie.

Las ideas marxistas han sido más fértiles en mentalidades campesinas, como por ejemplo en Rusia, China, América Latina, Indochina o el Magreb, muchas veces facilitado por un alto apego del pueblo hacia lo religioso. Esta ideología, aunque simula no serlo, es en realidad un tipo de “capitalismo de Estado”, amoral, con tintes místicos que iguala a todos en la pobreza, porque generalmente recurre al pensamiento mágico, funcionando en definitiva como un tipo de “opio”, ya que tiene todos los ingredientes para ser una posibilidad mesiánica y un declarado culto a la materia. Es la apropiación que hace el hombre de la historia inspirado en el relato sagrado de la salvación. Esta es tal vez una de las múltiples causas de su brote en regiones que no han superado el mito por la razón.

Pongamos el caso de Argelia. Este país del Norte de África, de mayoría musulmana, había sido sometido por Francia bajo el mando del mariscal Thomas Robert Bugeaud en 1836. Una colonia europea que, a mediados del siglo pasado, inició sus cruentas luchas por su emancipación. Pero no solo era cuestión de expulsar al invasor, era necesario además para la liberación, edificar una moral.
En 1913, medio de esta administración colonial, nace el novelista Albert Camus. Sus primeras participaciones en literatura fueron a través de artículos periodísticos. Trabajó casi dos años en el periódico “Alger Républicain” y “Le Soir Républicain”. Militó asimismo por corto tiempo en el partido comunista. Se ve en él un compromiso social y una tendencia en mostrar la realidad de los sin voces como en sus conocidos reportajes de la “Miseria de la Cabilia”.

Más tarde se vio obligado a emigrar a París en el cual, gracias a su amigo Pascal Pia trabajó un corto período en “París-Soir”. Durante la ocupación alemana ingresó a la redacción de “Combat”, periódico clandestino y órgano de la Resistencia arriesgando su vida, cosa que Jean-Paul Sartre recién se declaró parte de ella una vez que el peligro había pasado fundando ahí la revista “Les Temps Modernes” en el que publica su famoso artículo “La República del silencio”.

El autor de “La nausea” y el autor de “El extranjero” entablaron una nutrida amistad. En mi opinión, Camus fue un intelectual mucho más lúcido que Sartre y hoy, donde las tinieblas cubren gran parte de los tiempos actuales, donde seguimos colonizados imperceptiblemente por una sociedad de consumo e hípertecnologizada, puede que sea una lumbrera moral que tanto necesitemos. Pasaré a respaldar esta afirmación.

Camus fue un pensador de su realidad verdaderamente comprometido. Sartre solo se comprometió después que el riesgo había pasado. Sartre era un burgués que jugó a ser proletario, Camus lo era de nacimiento. Pero para ese entonces el discurso del filósofo del “Café de la Flor” fue más simpático a las masas apoyando el régimen de la Unión Soviética y no les llegaba demasiado las propuestas morales camusianas de defender la vida a toda costa. Las masas suelen preferir la agresión a la cordura. En cualquier caso, el fin de ninguna manera justifica los medios.

Camus no fue un existencialista, sino un absurdista. Él mismo lo niega en un editorial de “Combat” de septiembre de 1945 cuando dijo que “No me agrada mucho la célebre filosofía existencialista, y, para decirlo de una vez, creo que sus conclusiones son falsas”. La diferencia entre ambos era, en última instancia, ética. Sartre creía que el sentido de las cosas había que buscarlo en la ambigüedad y en el arte, Camus en la defensa a ultranza de la vida. Cuando salen a la luz los crímenes de Iósif Stalin y se revela al mundo que su régimen había sido tan o más asesino que el de Adolf Hitler, Sartre piensa que aun así había que seguir con el proyecto marxista porque no se puede decepcionar a la clase obrera. Camus en “El hombre rebelde” expone lo improcedente de la revolución porque nada excusaba los campos de extermino soviéticos y el genocidio llevado a cabo por los comunistas. La amistad entre ellos finalmente se rompe.

Para la segunda mitad de la década de 1950 estalla la cuestión de la independencia de Argelia. Ahmed Ben Bella el líder del FLN (“Frente de Liberación Nacional”) a través de prácticas violentas y acciones terroristas inicia los enfrentamientos contra los franceses. ¿De parte de quién habría que colocarse?, ¿de Francia o de Argelia?, ¿de parte del colonizador o de parte del colonizado? La respuesta parecía obvia. Sin embargo, dicha contestación daba lugar a que la violencia argelina estuviera disculpada ante la violencia francesa. Es cierto que hay un invadido y un invasor. No obstante aquí hay que evitar una falacia frecuente.

Camus a pesar que abogaba por los argelinos estos nunca lo apreciaron. En su cerrazón e ignorancia, debido a la falta de educación y de pensamiento crítico del pueblo árabe, creyeron que el escritor estaba a favor de Francia, ya que, coherente a su ética, había que preservar la vida. En un discurso ante el pueblo argelino expresó que podría haber maneras pacíficas y razonables de lograr lo que buscaban. Pero la turba respondió al unísono: “¡Muerte a Camus! ¡Muerte a Camus!”. Esto profundizó la interpretación como que el novelista miraba con simpatía el colonialismo. En Argelia y, en ese momento dentro del grupo de intelectuales del círculo sartreano, fue asumido como un aliado del liberalismo opresor.

Luego de su muerte en 1960 en un absurdo accidente de tránsito, Frantz Fanon publica “Los condenados de la tierra” con un prólogo del mismo Sartre. Allí el filósofo de “El ser y la nada” y de la enorme “Crítica de la razón dialéctica” enciende con su cuidada prosa los espíritus púberes de la revolución. Propone que el sujeto de la historia ya no serían los europeos, sino que la historia ahora la harían los oprimidos. La Revolución cubana y los romanticismos socialistas calaron hondo en el mal llamado Tercer Mundo. Fanon fue un pensador y un justificador del asesinato, un apologista de la violencia y un cultor de la muerte. En el posfacio de Gérard Chaliand lo define como un “mistificador del terrorismo”. ¿Está exculpado el matar, aunque a los que se mate sean vistos como invasores? Camus no hubiese estado de acuerdo con ese texto que tanto dolor trajo. Seguramente él se hubiera negado a escribir ese prólogo. Es más, probablemente Fanon nunca se lo hubiese pedido.

En los años turbios de los sesenta y setenta, las juventudes enardecidas creyeron que “la historia marchaba hacia el socialismo”. Y para cambiar el mundo hay que implosionar el anterior. ¡Que error! El Muro de Berlín se deshizo en mil pedazos. Esto dejó huérfanos a muchos idealistas que abrazaron la guerrilla urbana, el secuestro extorsivo y las tácticas del terrorismo. Tenían una especie de fanatismo religioso y fueron las víctimas y victimarios en una época oscura, de vientos de descolonización y de exaltación a una ideología que se desgajaba. El mensaje que dejaron es que la política no merece que se muera por ella.

En el mundo que vivimos después de 1990, cuando la historia es dada por finalizada, esta etapa fantasmagórica no es mucho mejor. Estamos aun en medio del totalitarismo tecnocapitalista “neocolonizado” por el consumo que nos moldea y vacía sin que lo advirtamos. Es un “Imperio” biopolítico, tal como lo definió Michel Foucault y poco después Antonio Negri, tan terrible como el marxismo que aplastó. Los fundamentalismos religiosos surgieron como contrarreacción en un mundo líquido digital donde la muerte de la historia se llevó puesto al “hombre nuevo” de las fantasías guevaristas, indistintamente acabó con la filosofía dejando al sujeto “post” inhabitado, copiado, tecnologizado.

El baño de sangre del 11-S del 2001 no inició otra dialéctica de la historia. La estupidez como una nueva forma líquida de barbarie pareciera que finalmente había triunfado. El tiempo ha muerto. Los acontecimientos pasan sin existir. Las caricaturas progresistas como proyección del agónico marxismo solo están para enriquecerse y generar más lumpenización sin ninguna consciencia; asimismo la pandemia o la guerra de Ucrania hicieron ilusionar a algunos que los sucesos estaban nuevamente en carrera, pero hoy todo se ha esfumado. Ayer el Covid se llevó millones de almas, hoy, un par de años después, ya nadie muere por Covid. Es por lo menos raro. Nada acaece. Todo se esfuma en un agujero negro. Todo es espectáculo que emociona unos segundos para pasar nuevamente a otra escenificación olvidando la anterior.

No hay memoria de lo que ocurre. Se necesita otra moral. Valores perennes. El malestar en la democracia es evidente: esta solo funciona ante una sociedad ilustrada y con principios, no ante el embrutecimiento del mundo. Se intuye esta necesidad. En efecto Camus hoy ha sobrevivido, Sartre, en cambio, ha quedado vetusto. Acaso por ello fue una consciencia que intentaba la autonomía de la ideologización de su época, así predicó el ser verdaderamente libre, cosa que Sartre no logró.

Hoy aquel escritor franco-argelino comprometido todavía puede tener relevancia. Puede ser un posible faro al final del sendero. La luz de un pensamiento al que hay que reflotar. Es una esperanza en la niebla más oscura, porque a pesar de las dudas, de la posverdad, de la liquidez y del relativismo ético se necesita seguir defendiendo la vida y la igualdad con lucidez ante la creciente tenebrosidad que nos inunda.

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