A propósito del largoplacismo radical

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Ante los vientos apocalípticos que presenciamos las potencias están tratando de ver cómo construir políticas sustentables para paliar los efectos de eventuales catástrofes, cuando no evitarlas: como la posibilidad cierta de una guerra nuclear, revertir el cambio climático o quizá prevenirnos de una hipotética llamarada solar que, tan siquiera en pocos días nos haría retroceder a la era preindustrial. Frente a esta realidad, ha surgido un nuevo tipo de filosofía (que más bien tiene aroma a teología) conocida como “largoplacismo radical”.

Nos referimos a una teoría que en estos tiempos está muy de moda y que justamente propone algunas líneas de soluciones. Pero muy por el contrario no piensa en la supervivencia de las personas actuales, sino en la conservación de la especie para asegurar el futuro de la raza. Arguyen que se ha llegado a un punto tal de devastación planetaria que ya es tarde para salvar a todos. No tiene sentido esforzarse en ello. Es mejor dejarlos perecer. En presencia de este panorama, piensan solo en resguardar a largo plazo a unos pocos privilegiados a través de los últimos avances de la ciencia.

En concreto, esta filo-teología plantea una conclusión rescatista, pero solo para un “pueblo elegido” y, como daño colateral necesario, el abandono del resto del mundo. Invitando para ello a los grandes capitales para que consideren que, en vez de invertirlos en ayudar a la población existente, los destinen únicamente en salvar a unas minorías selectas que habitarán en un fututo. En otros términos, construir un “Arca de Noé” para ricos y famosos, perecido a la estación espacial de la película “Elysium”, un refugio para un grupúsculo que, además de soñar con realizar manipulaciones genéticas para la regeneración del hombre, pudiesen formar un nuevo orden ideal, así pues, amparar al “mejor sector de lo saciedad” …, y al resto que nos parta un rayo.

Entre los profetas de estas riesgosas ideas se encuentran el excéntrico magnate Elon Musk, el empresario Bill Gates, hasta jóvenes millennials como William MacAskill y Hilary Greaves, el filósofo Nick Bostrom, incluso el escritor Benjamin Tobb y otros influencers que desarrollaron la no tan actual teoría mítica de la superioridad biológica y económica sobre los “condenados de la tierra” reclamando para sí el monopolio de “otra moral”.

Dicha moral la entienden o, mejor dicho, la manipulan en base a decir que ya que la humanidad va camino a su colapso irreversible, “que explote todo”, y que los recursos finitos no se desperdicien en rescatar al lumpen, sino a aquellos que -según su decisión arbitraria- valgan la pena. Se arrogan el papel soteriológico divino. Un claro caso de xenofobia apelando a la lógica y en franca violación a los derechos humanos. En palabras de Hannah Arendt: la razón instrumental como “mal banal”; y yo agregaría que esto mismo está siendo llevado hasta el paroxismo de lo cuasi-religioso. 

Es cierto que no deja de ser una “mitología tecno” más, como tantas otras, entre las que se encuentran las perspectivas extravagantes de la robótica (como una proyección morbosa de las muñecas sexuales), la expansión de la vida terrícola en otros planetas del sistema, la “des-inteligencia” artificial (que se nutre de la web donde el 80 % es contenido basura) y un transhumanismo sansimonista donde creen que muy pronto seremos “orgacibers” (organismos cibernéticos). Ilusiones impulsadas en buena medida por los CEOs de Silicon Valley y algunos referentes intelectuales, entre los que se encuentran mediáticos como Yuval Noah Harari o Yuk Hui. Como sea, una vez más el hombre quiere erigirse como un Prometeo transmoderno, creerse “un Dios”, como casta sobresaliente en alguna clase de patología apoteótica.

El problema no es tanto la argumentación que la circunda, ya que sin duda esto no deja de ser una fantasía o un tipo de realismo mágico digital, asimismo una ficción suprarrealista digna de alguna novela conspiranoide de Dan Brown, sino el hecho de pensarla en sí como contingencia real; y, lo que aún es peor, en reclamarla como un nuevo tipo de ética, o sea, proferir semejante cosa en nombre del bienestar de la familia humana.

El fascismo, en su cara más siniestra como lo fue el nacionalsocialismo, sustentaba juicios parecidos en función del “bien común”, mejor dicho, del “bien común de una elite”. Los modelos del fascismo eran mesiánicos, y todavía lo son, el cuidar la naturaleza a través de un capitalismo tecnocrático bien equilibrado y el sostener las tradiciones sagradas (en este caso arias) en función de la redención del futuro del planeta. Para ello debían recurrir a la inmolación colectiva de los distintos, de aquellos que sobran, aquellos que la selección natural señaló para su exterminio. Doctrinas mitopolíticas que han seducido en su momento a pensadores de primera línea como Mircea Eliade, Carl Jung y Martín Heidegger entre otros.

Una de las premisas tenebrosas del nazismo era crear genéticamente a un hombre ideal. Un “superhombre”. Producir a través de un fordismo una higiene racial en favor de una eugenesia extremista. Construir en un laboratorio a un ejemplar que sea el perfecto ario, sano, robusto, alto, rubio y de ojos claros, inteligente, y el resto -los inferiores- debían ser sacrificados en el altar de los Dioses germanos.

En la actualidad detrás de este discurso se predica como prioridad ética la dominación global. No deja de recordar a aquel mundo distópico que pensó George Orwell o Adolf Huxley. Empero, más allá de la imaginación y de lo irrealizables que pudiesen ser sus intenciones, hoy, estos credos “largoplacistas” con claros componentes teológicos son por demás peligrosos, ya que siguen estando sobre la mesa y adoptan máscaras impensadas, así como maneras siniestras de justificación. Están sutilmente apoyados por filósofos y escritores (como ser Alexander Dugin o el mencionado MacAskill, en líneas diferentes claro, pero con iguales objetivos) financiados por una parte no menor del poder gubernamental y por las grandes corporaciones.

Algunos jóvenes, utilizando tanto las charlas TED como la Universidad de Oxford, han fundado una organización sin ánimo de lucro llamada “80.000 Horas” siguiendo los principios del “altruismo eficaz” para pensar entre bambalinas -o no tanto- el holocausto colectivo. La cancelación de una sociedad que para ellos es irrecuperable, que dejarán extinguirse naturalmente, no encontrando razones para conservarla. Abandonar en una SHOÁ de proporciones globales a un resto prescindible. Quieren solo preservar los recursos para guardar a unos pocos elegidos que tengan características preminentes en sentido físico, intelectual y, por supuesto, económico.

Grandes filántropos ya están comprando estas excentricidades que las disfrazan de un tipo de liberalismo absoluto que impregna a varios países con ideas libertarias de corte de extrema derecha, muchas de ellas alcanzando cargos políticos elevados y que son receptivos a estas ideologías tecno-fascistas.

Tenemos que estar muy atentos y cuidarnos de las narrativas crísticas y facilistas. No deberíamos dejarnos atraer por los delirios futuristas. En suma: esto no deja de ser un mito teleológico similar a los relatos bíblicos del Armagedón, la Kali Yuga o el Quinto Sol, con una fuerte carga religiosa que, dentro de ese contexto, cumple una función existencial y sagrada. Sin embargo, lo más preocupante es que estos arquetipos pretenden abandonar el terreno de la creencia religiosa y su mensaje simbólico para posicionarse como un tipo de realidad fáctica que puedan llevarlas a cabo simples mortales jugando a los dados con todos nosotros.

Han caído en la “hybris” mediante la omnipotencia de su tecnología avanzada, donde llegaron a creerse el discurso de que tienen el derecho de ser jueces supremos sobre la vida y la muerte. Y lo hacen en nombre de una nueva moral. La sombra de estos megalómanos es como el “huevo de la serpiente”. Sus rostros deformes están al acecho detrás de un antifaz dantesco que simulan ser “Homo Deus”, pero solo alcanzan a esconder que son simples mortales tan limitados como cualquiera. 

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