El dilema de dos presocráticos

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La Historia de la Filosofía abrió una polémica entre dos pensadores del siglo V a.C: Heráclito de Éfeso, precursor de la dialéctica, y Parménides de Elea, antecedente del platonismo. Este relato parodia el conflicto y le otorga una resolución a las diferencias.

Lo que nosotros denominamos realidad, estimados alumnos, rara vez se manifiesta tal como es en su esencia, como les gusta decir a los metafísicos. La verdad no resulta ser lo que aparenta ser en cualquier circunstancia: los matices, los detalles, los pequeños olvidos y las menudencias que borra el polvillo de la historia cuentan, casi siempre…

O al menos así lo creemos los poquísimos discípulos que moldeó con sus manos de orfebre el profesor Reinhard von Volken.

Aquellos que presenciamos los seminarios de von Volken, fallecido plácidamente en su casa de Buenos Aires el año pasado, estamos emparentados de alguna manera con la relatividad cronológica y mitológica. El gran sabio de Dresde –especialista en filosofía presocrática, en Tetralogía babilónica, en las arduas páginas Martin Heidegger, en las penosas páginas de Friedrich Nietzsche y, de más está decir, en la influencia de La Cábala en la obra de Jorge Luis Borges– desparramó este pensamiento entre sus oyentes como uno de sus axiomas inmutables y, por ende, contingentes, variables y superfluos.
Reinhard von Volken nació en la capital de Sajonia en 1928, durante uno de esos extraños intervalos en que Alemania se encontraba en paz consigo misma. Claro que el inmediato ascenso de las Sturmabteilung, las huestes de jóvenes hitlerianos, y la adversa coincidencia de que su padre enseñara la Torah en Dresde tornaron irrespirable su mundo desde muy niño… El exilio a un país incomprensible, de extensas latitudes, millones de cabezas de ganado y dirigentes políticos autodestructivos había sido decidido con urgencia.

Aun sin su consentimiento.

Von Volken fue, debo confesarlo, un sabio… Lo que hoy llamaríamos un cerebro o un bocho. No fui, de ningún modo, su amigo. Es más, creo que nunca tuvo amigos… No obstante, en mi carácter de alumno avanzado de su cátedra de Filosofía Antigua y, más tarde, de Ayudante de Trabajos Prácticos (un nombre ampuloso y excesivamente solemne para un cargo que me colocaba sólo un escalón por encima de mis camaradas recién diplomados), me fue posible acercarme a su discurrir desorbitado, a su sapiencia ilimitada y, por supuesto, a su mal humor proverbial.

En ese contexto, conocí al humanista intachable, al profesor devoto y, sobre todo, a un traductor implacable. Además de su lengua materna y de un castellano de cuna rioplatense, von Volken manejaba con cierta soltura el inglés, el francés, el latín, el sánscrito, el griego antiguo y el fésico o jónico, un dialecto helénico que se hablaba y escribía cinco siglos antes de Cristo en Éfeso, una pequeña ciudad de Asia Menor que hoy pertenece a Turquía.

Para desgracia de sus seguidores y de aquellos obstinados que se entrometen con las lenguas clásicas y la filosofía precristiana, von Volken fue un enemigo acérrimo del papel y el lápiz, y un amante del fuego: no dejó una línea escrita, ni de sus ensayos voluminosos, ni de sus traducciones precisas… Tampoco permitió que se grabaran sus clases en la facultad y mucho menos que los alumnos tomaran apuntes. En este aspecto, tenía una teoría excéntrica, otra de sus tantas teorías excéntricas: decía que la frase interrumpida, la idea deformada y los huecos de la memoria eran la única fuente de un saber genuino.

Un maniático, podríamos deducir.

Durante las poquísimas conversaciones privadas que mantuvimos a lo largo de treinta años, von Volken me introdujo –a flor de tierra, jamás en profundidad– a sus investigaciones más minuciosas. En esos momentos, solía quejarse de lo embarazoso que resultaba traducir idiomas ya muertos. Pese a su comprensión omnisciente en la materia, abominaba de todos los dialectos griegos y de los papiros que había tenido la fortuna (fortuna desde la perspectiva torpe de sus ayudantes) de traducir solo o con equipos interdisciplinarios de otros países.

En una de esas charlas me refirió una historia extraordinaria, una historia que, en mi opinión, merecería haber sido publicada en todas las enciclopedias y los anales de la filosofía, pero sólo unos pocos expertos dominan: los motivos reales de la discrepancia doctrinaria que mantuvieron en vida –e incluso hoy, a través de los fragmentos de sus libros– dos de los presocráticos más brillantes, Heráclito y Parménides.

En los años ’60, antes de que las tropelías petroleras de Saddan Hussein y los misiles de George Bush acabaran con gran parte del patrimonio cultural de Asia Menor, von Volken tuvo la oportunidad de integrar una expedición multidisciplinaria internacional que buceó en las ruinas del río Éufrates y en los presuntos restos de Babilonia… De la misma forma que los exploradores ingleses y alemanes –o, precisamente, por ser uno de ellos- el profesor se había dado maña allí para arrebatarle a los pobres iraquíes algunas de sus reliquias por unos pocos dólares, la mayoría de ellas descubierta por antropólogos locales o robada de los museos de Bagdad.

Entre las joyas arcaicas que ese equipo forense había sustraído de Asia Menor y transportado soterradamente a Europa (muchas se exhiben ahora en el MET norteamericano, la British Library de Londres y en el Pergamonmuseum de Berlín) fue hallado un rollo de papiros al borde de la ruina, manuscrito en una lengua indescifrable para los sabios occidentales. Las pruebas de carbono 14 determinaron luego que el documento había sido garabateado en el siglo III a.C. y, a la postre, se supo también que era un fragmento de una crónica escrita por el historiador Jenofonte. El texto, como se imaginarán, o no, explicaba en lengua fésica la controversia que habían entablado Heráclito El Obscuro y Parménides de Elea… Y, por supuesto, quedaba en manos de von Volken para su interpretación.

Se preguntarán ustedes por qué hablo del manuscrito en pretérito imperfecto… ¡Ya lo sabrán!

Cuando von Volken me relató su incursión en las tumbas de Medio Oriente, yo tenía apenas una noción somera de la polémica entre aquellos presocráticos. Había leído los Anales de la Filosofía del latino Diógenes Laercio, un embustero del siglo IV y V de nuestra Era… Había examinado además, aunque con escaso rigor, fragmentos de las epístolas de Heráclito y Parménides, muchas de ellas conservadas por los copistas griegos y cristianos a lo largo de veinte milenios… Quizás a raíz de mi incompetencia absoluta en la materia, me precipité sobre el profesor, le rogué que me detallara sus revelaciones y que me permitiera ojear su traducción al alemán.

Debo admitirlo sin preámbulos: no bien se lo proponía, von Volken podía ser de lo más asqueroso con sus discípulos. Y conmigo no hizo ninguna excepción.

–Mire, Cutello, ese documento no está a su alcance… Usted no lo disfrutaría. ¿Sabe por qué? Porque no es un documento que su mente latina, su mente caliente y subdesarrollada pueda entender.

Si la frase del profesor intentaba describir mis exiguos conocimientos acerca de la cultura y la lengua fésica, tenía razón, toda la razón del mundo… A pesar de esto, juzgué que un poco de diplomacia no le hubiese hecho nada mal a nuestra relación, ya de por sí tirante.

De más está decirles que insistí con mi demanda, a veces latosamente, durante los muchos años que traté con mayor o menor fortuna al profesor von Volken. Y que por tres lustros mis ruegos fueron rechazados con argumentos tanto más o tanto menos hirientes que los de la primera ocasión… Sin embargo –sepan que en toda historia hay un sin embargo– von Volken creyó que más allá de mi ignorancia, la que nunca puso en discusión, mi tenacidad se había ganado con creces un halago de su naturaleza magnánima y resolvió, al final de sus días, mostrarme el papiro que atesoraba en una pecera cerrada al vacío a una temperatura y una humedad constantes.

Como un cadáver exquisito.

El papiro oculto de Jenofonte. La tarde del 24 de febrero de 2004 fue, sin duda, una de las más felices de mi vida académica: mi entrañable maestro me hizo partícipe de una certeza científica que sólo él había poseído hasta aquel instante.

Se interrogarán ustedes por el resto de los expedicionarios. ¡Bien…! Von Volken, como dije antes un cerebro, se las había arreglado durante 40 años para postergar mediante múltiples tretas la entrega de su traducción a la Universidad de Bonn, que había financiado con dinero y herramientas al equipo antropológico. Por supuesto que a cambio de adjudicarse lo logros de la investigación… En consecuencia, el paso irrefrenable del tiempo fue matando a sus colegas más viejos y relegando en el olvido a sus colegas más jóvenes. Para serles sincero, muy pocos se acordaban entonces de la expedición de 1964 y de la existencia de un profesor alemán devenido argentino que traducía papiros jónicos.

Puesto que todo el valor de esta historia se basa en la traducción de la crónica de Jenofonte, es necesario que aclare que el excéntrico von Volken no me permitió acceder directamente a su trabajo. Es más, podría jurar que jamás copió su versión en papel… Como es obvio, le pregunté por qué no me facilitaba un duplicado en lugar de leerme su traslación al castellano sobre el papiro a punto de desintegrarse. Su respuesta es aún hoy un enigma para mí:

–¡Imagínese que alguien con todas las neuronas en funcionamiento se enterara del contenido de este papiro! –vociferó–. Sería el fin de la Filosofía Presocrática, pues se sospecharía hasta de los documentos de los copistas antiguos…

–Me lo está descubriendo a mí, profesor…

–¡Ah, usted no cuenta! Usted guardará para sí la historia y, aun cuando la difundiera en el ámbito universitario, ningún científico serio creería en sus capacidades de investigador.

–Es cierto, lo admito, pero qué tal si difundo que fue usted el conquistador de esta verdad –le señalé el papiro a von Volken.

–El papiro desaparecerá conmigo, Cutello, y así no quedarán pruebas…Gracias a su constancia, usted será el depositario de esta certeza relativa, aunque no conseguirá divulgarla… Sería tan terrible que eso sucediera, que la humanidad toda desconfiaría de la filosofía antigua y hasta inferiría que Sócrates era apenas el personaje fetiche del tarambana de Platón, o que un equipo de béisbol palestino se llamaba Tales de Mileto.

Luego de lanzar esta oscura admonición, a mi juicio exagerada, el viejo profesor Reinhard von Volken abrió con cuidado la pecera hermética, retiró con un guante de látex y una pinza de acero un trozo de papel ajado y lo depositó sobre un cristal libre de polvo. A continuación, me entregó una de sus lupas y exclamó con su mejor acento porteño:

–¡Qué tul…!

–Magnífico… –llegué a comentar en mi estado de absoluta admiración.

–¡Nada más que eso va a decirme! –profirió enfadado von Volken.

–Y… no entiendo nada, profesor. Ni siquiera se parece al griego antiguo.

–¡Claro que no se parece, boludazo! Es la lengua que se usó en el siglo IV antes de Cristo… Es decir, durante las Olimpiadas LXIX, bajo el reinado de Darío –repuso con otro de sus piropos conmovedores.

Las agresiones manifiestas y solapadas de von Volken no mellaron mi curiosidad: con mucha humildad, le pedí que me descifrara el texto fésico de Jenofonte.

–¡Cómo no, mi amigo! Para eso mismo lo traje hasta aquí… –chilló entusiasmado y, con una cordialidad inusual, él comenzó a traducirme la crónica a medida que la sobrevolaba con una lupa gigante de aro plateado:

“…delante de una mesa repleta de carnes y verduras aderezadas, había un cuadro fabuloso que representaba la muerte de Aquiles en la Batalla de Troya: un cuerpo hercúleo (¿O habría estado bien decir cuerpo aquilino en tal caso?) se retorcía en un lodazal ensangrentado con el linaje de griegos y troyanos; sus ojos, abrumados de angustia, dirigían un último vistazo hacia la fatídica flecha que, por supuesto, descansaba firme en el Talón de Aquiles. Considero de visu que la alegoría de esa escena homérica debe de haber sido bastante sofisticada para la época, aunque, obviamente, habría allí cientos de reproducciones valiosas de La Ilíada y La Odisea, dado que todos los helenos se educaban con las epopeyas homéricas”.

–Profesor, discúlpeme… –interrumpí a von Volken. Él levantó sus ojos de la lupa y me miró con fastidio:

–¡Qué quiere! ¿No se conforma con escuchar esta lectura sagrada o tiene alguna objeción para mi traducción? –reparó con un dejo de ironía.

–No, para nada… Usted sabe por qué Jenofonte escribió su crónica como si él mismo estuviera en el lugar de los hechos. Digo, ¿es un recurso estilístico?

–¡Por supuesto, hombre, no sea pelmazo! Claro que es un recurso estilístico del historiador. Jenofonte, usted debería saberlo, vivió al menos dos siglos y medio después que Heráclito y Parménides.

–¡Ah, perdón…!

–Entonces reanudo el texto –se calzó la lupa y prosiguió:

“Mientras estudiaba los atributos del retrato, oí un alarido encolerizado: Dos hombres, cuya presencia recién advertía, discutían en el fondo del salón. Uno de ellos comenzó a gritar como si hubiera sido atravesado por la fecha predestinada a Aquiles y levantó su trasero de los almohadones. El sujeto -un togado de gran estatura y barba ensortijada- gesticulaba con sus brazos en el aire, increpaba a su oponente, aullaba mirando la pared opuesta, insultaba a su interlocutor y cada tanto reparaba en la parte naciente del salón, donde yo, casi temblando, curioseaba…
“Creo que de un momento a otro me van a colgar en la plaza sin siquiera preguntar mi patronímico, malicié afectado por el miedo.
“Recapitulé entonces que el tipo desmesurado sería, como lo había anticipado un soldado, el Basileus; y su antagonista, al que no percibía con nitidez debido a que usaba una mantilla sobre su cabeza, debía de llamarse Parménides, conforme a lo referido minutos antes por un viejo criado. El primero de ellos apuntaba una mirada fogosa en dirección a mí y congelaba, de esa manera, mi curiosidad artística. Sin embargo, el hombre alterado no se percataba de mi presencia; en verdad, vislumbraba un punto fijo en el espacio, o una idea compleja que, taimada, se escondía en un rincón de su cabeza bulliciosa…
“De tales observaciones pendía, cuando el criado regresó a la sala atravesando una puerta que -recién lo notaba- estaba oculta a la zaga de una copiosa biblioteca de madera. El anciano caminó hacia mí en puntas de pie, me condujo con sigilo hasta un pasillo interior y se detuvo a continuación de una columna gigantesca, donde el Basileus no podía vernos. Sus modales delicados denotaban pánico al temperamento de su jefe y una ceguera progresiva… Descubrí también que era un hombre sabio y prudente a la vez:

–Disculpe usted, señor, me gustaría saber por qué discuten con tal vehemencia –rogué sin ocultar mi curiosidad.

–Porque el Basileus fue denigrado en público y sus sistemas filosóficos fueron rechazados… –satisfizo mi incertidumbre con un murmullo impasible.

–Dispense desde ya mi indiscreción: ¿Cómo se llama el Basileus? ¿O quizás ése sea su nombre?

–No… Vosotros, los extranjeros, mezcláis siempre los apelativos y los ministerios. Nuestro Basileus es Heráclito.

–¡¿Heráclito, el filósofo?! –exclamé jubiloso.

–¡Shsss! ¡Dejad de gritar o el Basileus os estrangulará! –me censuró el anciano. Por supuesto, el filósofo más grande de Grecia y Jonia.

–Dispénseme… Elevé mi voz porque estoy emocionado –le confesé. ¿Y Heráclito delibera ahora con Parménides, el pensador de Elea?

–No delibera… Imparte sus enseñanzas a Parménides, quien denigró en público al Basileus.

–Si, como usted dice, denigró a Heráclito… ¿Por qué no echa a Parménides de su palacio?

–Porque pretende deliberar en paz. Olvidáis que es un filósofo, no un guerrero.

–Sí claro… –respondí consternado por mi estúpida sugerencia, pese a lo cual continué mi interrogatorio–: Si no es un abuso de mi parte, me gustaría saber sobre qué discuten.

–Sobre escaleras y soles –reveló el viejo mayordomo sin hesitar.

–¿Sobre escaleras y soles?

–Sí, eso dije.

–No quiero abusar de usted, pero me podría explicar qué significa.

–No es un abuso, caballero. Noto en vuestra educación que sois de linaje noble, y seguramente también un filósofo o un historiador. De ahí deduzco vuestra lógica curiosidad.

–Muchas gracias por su deferencia. Sí, soy historiador, y estoy impaciente por saber de qué se trata la plática.

–Heráclito, el Basileus…

–Téngame paciencia, se lo suplico, lo interrumpiré nuevamente: ¿Qué quiere decir Basileus? En todo el mundo es conocido como Heráclito El Obscuro.

–Basileus significa rey nominal en nuestras costumbres jónicas. Y como su casta es aristocrática, merece esos honores, aunque él prefiera dejar los laureles de la sangre para ganarse los del pensamiento.

–Ya los ha ganado, se lo aseguro.

–Os seguiré contando: resulta que Heráclito cree que Parménides, una mujer no muy permisiva de que cualquier hombre suba por su escalera hasta su sol…”.

Una revelación turbadora. No bien la recapitulación oral de mi querido maestro se estancó en uno sus suspiros asmáticos, volví a interceptar la carrera alocada de von Volken hacia el final de la traducción:

–Lo siento, profesor. Necesito aclarar mi pensamiento, estoy un poco confundido…
Von Volken me contempló como si yo fuera a demandarle la fórmula de la juventud eterna.

–¿Parménides era una mujer, o comprendí mal? –pregunté con un hilo de voz.

–¡Claro, o es usted ciego!

–¡Ciego! ¿Cómo ciego? Si estoy escuchando su traducción… ¡Estaré un poco sordo en todo caso! –le retruqué enojado.

–No sea imbécil, quiere. Mire los dibujos que ilustran el papiro y no mi cara de chimpancé anciano. ¡Por Zeus, está más ciego como yo!
Algo convulsionado a causa de la novedad sexual, y tal vez menos ignorante ante el rigor histórico universal, me asomé por sobre el hombro izquierdo de von Volken y observé sin respirar las ilustraciones que me señalaba el profesor con su lupa: Heráclito estaba representado por una figura de hombre togado, de gran estatura y barba ensortijada, que gesticulaba con sus brazos en el aire… Y, frente a él, había una mujer de contornos más delicados cuyos pechos tremolantes estaban cubiertos por un manto de seda transparente. Se adivinaban detrás del hábito dos pezones gráciles, puntiagudos y rojizos.
No cabía duda: Parménides era muy femenina.

–¡Tiene usted toda la razón del mundo, era una mujer! –asentí–. Soy un imbécil, un ciego y un sordo…

–Las redondas tetas de Parménides lo certifican –sentenció von Volken, sin precisar si certificaban su feminidad o mi imbecilidad.

–Profesor, perdone mi estupidez y prosiga. ¡No lo interrumpiré nunca más!

–Oka, seguiré… Recuerde que el que habla es el criado:

“–Heráclito sabe que Parménides no permite que cualquier hombre suba por su escala hasta su sol, aunque el Basileus piense que ella le permitió trepar muy alto y, cuando alcanzó el último peldaño, se encargó de correrle la escalera para que cayera al vacío. Evidentemente, esta teoría manifestaría, de ser cierta, muy mala fe en ella… Parménides, sin embargo, replica al Basileus que para trepar hasta su sol hay muchas escaleras: una conduce al sol del amor de apareamiento, otro al sol del amor de la amistad y así sucesivamente hasta abarcar todos sus sentimientos íntimos.

–Pero la discusión es cada vez más fuerte. ¿Cómo es que no se ponen de acuerdo con razonamientos tan claros?

–Porque ella dijo que Heráclito confundió la escalera que le tenía asignada para llegar al más alto peldaño. Y él replicó que tiene autodeterminación suficiente como para llegar a un sol sin asignaciones de otros.

“La narración enmarañada del hombre me provocaba una turbación que revolvía mi sesera y me inducía, al mismo tiempo, a remontar mi capacitación histórica:

–¿O sea que las versiones que circulan por todo el mundo heleno, y aún por Sicilia, sobre las discrepancias de Heráclito y Parménides acerca de supuestos filosóficos y del origen de la naturaleza son una pura mentira?

–¡Por supuesto! Las únicas divergencias existentes son cau¬sadas por la flecha del maldito Cupido que tocó al Basileus. Además, ellos no podrían tener discrepancias filosóficas ya que ella jamás escribió una sola línea de filosofía, ni pensó más que en pintarse las uñas con estiércol disecado de caballo.

–¿Y los manuscritos que circulan con su nombre? ¿O hay a lo mejor dos Parménides y me confundo?

–No, caballero, no hay dos Parménides en Elea, ni dos Heráclito en el mundo. Éstos son los que vos mencionáis. Vuestro trastorno viene arraigado en un secreto que os con¬taré si me prometéis no denunciarme frente al Basileus.

–¡Por supuesto, no lo contaré jamás! –le juré por lo que más amaba en el mundo: un poco de claridad.

“El anciano tragó saliva, acomodó sus ojos vacíos en un punto indeterminado del piso e inició una interpretación de los hechos:

–Con el fin de prestigiar aún más a Parménides ante la corte del rey Darío e impresionarla a ella para hacerla su esposa, Heráclito le construyó un sistema filosófico apócrifo y, a la vez, contrario a sus propias deducciones. En principio fue un juego… Pero el resultado fue tenebroso, ya que Parménides creyó haber dado con el verdadero método de análisis de la naturaleza. En esos días, fortalecida por los consejos de un idiota analfabeto y pretendido pensador llamado Jenófanes, predicó su filosofía apócrifa y denostó la de Heráclito. Como os imaginarais, tal truculencia trajo no pocos problemas al Basileus, quien desde hace un mes intenta todas las noches, cuando cena y debate con Parménides, convencerla de su soberbia e ignorancia.

–¿Siempre discuten con tanta ofuscación? -consulté anonadado por el relato del criado y los alaridos que había proferido Heráclito.

–Hay noches en que los gritos se prolongan por tres o cuatro horas –dijo impasible el hombre.

–¿Y cómo terminan?

–Casi convencidos o casi hartos de estar ahí, ambos aceptan los motivos y pretextos del otro, pero siempre un hilo de desconfianza brota de sus ojos…

–En consecuencia no hubo un arreglo genuino. Y Parménides continúa predicando su falso sistema filosófico.

–Temo que eso pasa. Pero esta noche, estoy convencido caballero, se desarrolla una discusión terminal. Llegó la hora de saldar la controversia porque no hay amistad, ni confianza, ni siquiera libertad, para pronunciar las palabras que se pudren por quedar en el fondo del alma…”.

De este modo, abruptamente, concluía el fragmento que el profesor von Volken tradujo para mí una tarde de febrero de 2004. Esa era la crónica abismal del historiador Jenofonte que nada, nadie, nunca debería haber revelado, so pena de una catástrofe inminente para la Filosofía Antigua, de acuerdo con las ideas intrincadas de mi querido maestro.

Una despropósito, a mi juicio.

Como habrán notado ustedes, la ahora famosa polémica entre el Ser Único –germen del platonismo, las religiones monoteístas, el panteísmo y otras catástrofes similares– y el Ser Múltiple –fuente de la diversidad natural y cultural, y de la dialéctica hegeliana– fue producto de una equivocación legendaria de Heráclito… ¡Un malentendido!

O, al menos, es lo que vislumbramos sobre las páginas de Jenofonte, según la versión de von Volken.

Si nos atenemos a las investigaciones más recientes y seguras, concordaríamos con El Obscuro, supongo, en que la contemplación escrupulosa de la naturaleza nos dirige hacia un Ser complejo, cambiante y heterogéneo.

Aunque todo es relativo.

¿Por qué menciono la relatividad? Hubo compiladores que difundieron en territorios helénicos, y aun en tierras bárbaras, las hipótesis de estos dos pensadores: el mismo Jenofonte; Jenófanes, calificado en su época como un idiota analfabeto y pretendido intelectual; y Diógenes Laercio, un embustero del siglo IV y V de nuestra Era que se jactó de haber consultado los textos dispersos de Parménides, por ejemplo… No obstante, hoy advertimos sus necedades.

Por último, les confieso que aquella tarde, apenas el profesor acabó de leerme el papiro jónico, me sumergí en un silencio respetuoso, estimulado acaso por la reseña del historiador y la excelsa traducción de von Volken. Pero de pronto me sentí instigado a formularle una pregunta, una sola pregunta:

–Maestro, ¿la crónica quedó abierta o me parece?

–Sí, los documentos estaban incompletos, resquebrajados por el polvo y los años. No hallamos el final… –se desahogó dolorido.

–¿Tiene alguna tesis o alguna intuición de cómo pudo haberla completado Jenofonte?

–En verdad no, nada que yo logre probar científicamente –contestó más sosegado el profesor. Y añadió enseguida, con el rostro iluminado–: ¡Sin embargo, lo sospecho!

Estudié a von Volken con una mueca de interrogación gigante en mis ojos, vacilando si debía o no pedirle que se explayara acerca de sus sospechas. Él puso su mano izquierda sobre mi hombro derecho, sonrió como un demente y me dijo:

–Mire, querido amigo, en cuanto a los anales de Jenofonte sobre los filósofos presocráticos no sabemos más que lo que acabo de traducirle. En cuanto a Heráclito y Parménides, es fácil seguir el hilo conductor de esa historia, sea o no verídica.

–Entonces, ¿cómo la coronaría usted?

Von Volken carraspeó, dejó a un lado de su mesa de trabajo la lupa gigante y, en un tono lúgubre, en el tono que tanto había amedrentado a sus alumnos durante más de treinta años, perfeccionó la historia de Jenofonte con un remate digno de un gran poeta:

–Ambos filósofos… O, mejor dicho, el filósofo Heráclito El Obscuro y la bella y oronda Parménides de Elea se alejaron esa noche cada uno por su lado…

Von Volken hizo una pausa y prosiguió:

–Sí, no me quedan dudas: las escaleras, los soles, los amigos comunes, las discusiones, la corte del Rey Darío, los problemas metafísicos y las palabras… Entiende usted, Cutello, sobre todo las palabras, murieron entre las manos tiernas de Parménides rodeadas por los puñales de sensibilidad de Heráclito.

Respecto del destino del papiro jónico, me obligo a informarles que, tal como había prometido von Volken, el documento desapareció junto a él, presumo que sepultado en la misma cripta en que fueron depositadas las cenizas del profesor.

Como habrán observado, estimados alumnos, el axioma de Reinhard von Volken, que dicho sea de paso desencadenó este monólogo, es en un todo verificable: la realidad rara vez se manifiesta tal como es en esencia. Los matices que desgrana el polvillo de la historia cuentan…

Casi siempre.

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