La “normalidad” que viene

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Plantear que “a este país le hace falta un gobierno normal” es afirmar, tácitamente, que lo que tenemos no lo es: puede ser subnormal, anormal y hasta paranormal, de acuerdo con ese concepto que es esgrimido por sectores políticos y económicos que quieren acceder al ejercicio del poder público no bien se acabe la docena de años K.

Claro que, de inmediato, lo que surge es una corrección a su planteo. Porque, ¿están haciendo referencia al país o al Gobierno? Está más que claro que su comentario alude a quienes gobiernan y, dicho así, suena fuerte. Sobre todo, porque quienes lo sostienen se están planteando de hecho como los “normales” que pueden calificar al resto.

En la lista de los que viven la “anormalidad” actual y sostienen la necesidad de “normalizarnos”, podemos citar algunas frases: “Necesitamos volver a ser un país normal” (Julio Bárbaro); “Un país normal” (eslogan de Hermes Binner); “Lo que viene, será necesariamente un gobierno más normal” (Sergio Berensztein); “Massa y Macri tienen las condiciones para conducir un país normal en 2015” (Adrián Menem).

Hasta allí los de la frase simple. Aquí, algunos que fundamentan su percepción de normalidad: “Aspiro a vivir en un país normal y para eso tiene que haber peso y contrapeso, el kirchnerismo tiene que tener un límite a su pensamiento único” (Jorge Busti); “Para que el Congreso funcione y pasemos a ser un país un poco más normal, tiene que haber del lado del Poder Ejecutivo, del lado del oficialismo, un cambio cultural de entender que no toda la verdad la tienen ellos” (Enrique Vaquié); “Hemos perdido la capacidad de hacer un país normal porque hay muchos anuncios y pocas concreciones. Falta planificación, por ejemplo, plantearse qué pueden cumplir, porque han prometido muchas cosas que eran ilógicas” (Julio Cobos); “En un país normal no haría falta una ley que defienda la libertad de expresión, porque la habría” (José Manuel de la Sota).

Pero, ¿qué hacemos con el planteo de Alain Rouquié cuando dijo que “la Argentina, por primera vez en décadas, se ha vuelto un país normal”?

“Normal”, del latín “normalis”, es definido por la RAE como “que se halla en su estado natural”; o bien “que, por su naturaleza, forma o magnitud, se ajusta a ciertas normas fijadas de antemano”.

Como con la ética, que no es una sola, la normalidad acepta diversas versiones, según desde dónde se la mire y con respecto a qué referencias. Sin miedo a encontrar discrepancias con alguno de los dos sectores en pugna, todos podemos afirmar que la Argentina del 2001 se había vuelto un país con una situación anormal. De hecho, por acciones y omisiones se había tornado un país anómico y por poco deja de ser Nación.

El francés Rouquié, que tanto indagó sobre la Argentina, sostiene sus argumentos sobre la normalidad local, pero corre el mojón de referencia hacia la historia reciente:

– “Para quien viene de afuera y ha estado ausente durante tantos años, es impactante ver que hay democracia, que hay garantías, que no hay hiperinflación, que los militares están fuera del juego político, que hay una fuerte expansión económica”.

– “Esto vale la pena subrayarlo, si bien hay debilidades institucionales y un grave problema de crisis de los partidos políticos”.

– “Hay además un gobierno que se presenta como de centroizquierda, con un componente generacional fuerte. Esa generación sacrificada, desaparecida del 70 se encuentra en el poder. Esto también es positivo”.

– “En la cadena generacional ha reaparecido el eslabón faltante; es muy importante para la salud política del país. Cuando hubo una generación que desapareció hay algo que no puede funcionar bien en un país. Y el hecho de que un grupo generacional que formó parte de esa época acceda al gobierno recupera mucho de lo que esa generación tuvo de positivo; el idealismo, dejando de lado la parte militarista de ilusión armada, la valorización de la democracia y de los derechos humanos. Y le da una renovación a las elites dirigentes”.

Quienes plantean la normalidad como quimera y ausente, en todo caso, de lo que están hablando es de su propio parámetro desde donde considerar a la Argentina un país regido por una gestión política “que, por su naturaleza, forma o magnitud, se ajusta a ciertas normas fijadas de antemano”, eligiendo la segunda acepción del término ofrecida por la RAE.

Lo cierto es que el discurso opositor podría ser más claro y directo. Como no lo es, le sigue el ritmo a la confrontación en la cual se basa (y tienen sus justificativos y doctrina al respecto) el kirchnerismo.

Tanto De la Sota como Massa, Cobos, Macri, Binner, Sanz y quién sabe qué otro aspirante opositor a la Presidencia, lo que están balbuceando es que prefieren un país de diálogos y negociaciones.

Desde el Gobierno se los acusa, por ello, de ceder poder ante las corporaciones, pero tampoco lo dicen con las manos libres de pecado, porque hay una larga lista de acuerdos y desacuerdos que han controlado los cambiantes ánimos del kirchnerismo con sectores bien poderosos y variados, como la prensa, los bancos o la industria, por ejemplo. Ni hablar de los cambios de posición temporales con respecto a factores político burocráticos de poder, como policías o fuerzas armadas.

Pero hay un dato, tan solo uno, que permite observar que, desde el punto de referencia opositor, habrá cierta “normalidad”, entendida ésta como un Presidente no más poderoso que la institucionalidad de la Presidencia: es Cristina Fernández de Kirchner la que inició un giro hacia ese estado reclamado como “normal” y no hay rasgos de personalismo autoritario en ninguno de quienes se plantean ocupar el Sillón de San Martín en la Casa Rosada.

No lo son los mencionados líderes de la oposición, que se apuran en instalarse como sucesores (aun Carrió, con sus brotes místicos y todo) ni tampoco el autoconsagrado heredero Daniel Scioli. Ninguno viene de experiencias de gestión semifeudal en sus provincias y han aprendido el juego de la democracia: diálogo, disenso y consenso, en forma alternada, lo que no implica ser “patria” para algunos casos y “antipatria” en los otros momentos.

Como dice el ex presidente uruguayo Julio María Sanguinetti, gran admirador de Raúl Alfonsín porque rescata, además, a Carlos Menem, contrario a la militancia reformista de Raúl Eugenio Zaffaroni: “En nuestros países hacen falta gobiernos fuertes, no parlamentarismo. Porque parlamentarismo es lo que hay en Italia y allá lo que no hay es gobierno. Y eso a la gente no le gusta”. Lo que le tocará demostrar a quien gane es que, además de adecuarse a las normas, sabe ejercer el poder con los límites que la política impone y sin los que los sectores corporativos (los empresariales y todos los demás, también) siempre pretenden imponer.

Porque muchos de los excesos semánticos del kirchnerismo fueron necesarios, probablemente, hace una larga década y tuvieron que ver con el movimiento de ruptura con la Argentina del 2001, pero que terminó dejando de lado la opción “revolucionaria” de muchos de sus modelos latinoamericanos para transformarse en un continuismo lleno de exaltaciones, con un retorno a las formas de gestión de la provincianía.

* Periodista

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