El hombre como lobo del hombre (¿en el mejor de los mundos posibles?)

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Las discusiones sobre las guerras exacerbadas por la última crisis en Ucrania hicieron lo que siempre hacen: politizarse. El apoyo a uno u otro se ha convertido una vez más en las banderas de aquellas “grietas abismales” que abogan o, por más horizontalidad, o de aquellos que desean más verticalismo.

Más allá de estas disquisiciones insolubles, la polémica termina por diluirse como siempre en los zócalos de la opinión de quiénes son los buenos y los malos, y se pierde la verdadera cuestión: aquella que consiste en preguntarse por la guerra “per se”, es decir, si algún día podría ser erradicada de la experiencia humana. De este modo la interrogación puede ser planteada para todos los conflictos de la historia.

Indudablemente buscar esa respuesta nos dirige a pensar nuevos sentidos sobre la ética, sobre el sufrimiento inocente y sobre las diatribas del poder, ya que desde que el hombre ha habitado este planeta las luchas y los crímenes han sido moneda corriente. Es la lógica del decurso de los tiempos, cuyas crónicas están escritas con sangre.

Todo empezó con piedras y palos pero pronto surgieron lanzas, arcos y flechas de madera; siguieron las espadas de metal, sean de bronce, hierro o acero; después apareció la pólvora, junto con ella el cañón, la pistola de una sola bala decantando en el revólver de repetición, lo que rápidamente saltó a un infernal aparato bélico de alta tecnología hasta desembocar en las tan temidas bombas nucleares.

El progreso de los avances técnicos como maquinaria industrial para matar obedece a la misma lógica: usar la inteligencia y la perfidia para el odio, para causar el mayor dolor posible, para sesear la sed de unos pocos de tener más y más y, desde ya, para aumentar el espacio vital. ¿Para qué? Para nada. Jean-Jacques Rousseau, a pesar de que tenía una visión positiva del hombre y le atribuía todo lo malo a la sociedad, escribió que en el momento en el que alguien pone una cerca y dice “esto es mío” y el otro obedece, es allí cuando comienzan los problemas.

Lo que está detrás de las guerras que acompañaron desde siempre a la dialéctica del imperialismo son quizás los mismos factores que subyacen a cualquier diputa, por más pequeña que nos parezca, aunque las excusas, claro está, sean otras.

Friedrich Nietzsche lo definiría como “voluntad de poder”, aunque yo preferiría hablar de “metafísica del poder”: su seducción casi irrefrenable, además de su dinámica destructiva, aquella que, como un efluvio sagrado, oscuro y, al mismo tiempo, tremendo y fascinante, funciona a modo de una enfermedad terminal que contagia lo más puro trasvasando lo racional y despertando de su letargo los instintos más bajos del espíritu humano para darles realidad concreta: para convertirlos en un acontecimiento que ensombrece al mundo.

Ya lo pensó el mitólogo y escritor John R. R. Tolkien, que a mi juicio construyó una de las mejores metáforas del poder. Todos buscaban el anillo. Todos lo anhelaban. Todos los que lo poseían eran a su vez poseídos por él, consumidos, al igual que el retrato que Basil Hallward plasmó de Dorian Gray. Como un “egregor” surgido de los abismos, la “hybris” que genera el hechizo del poder los arroja a su propia decrepitud demacrando mortalmente a quien lo detente.

De hecho, la discusión entre Thomas Hobbes y Baruj Spinoza sobre la condición humana indudablemente estaba sostenida en esta compleja controversia. Hobbes, asqueado de presenciar las masacres de su tiempo, concluye que la naturaleza del hombre es la destrucción del otro. “El hombre es un lobo para el hombre”. Solo el Estado puede controlar su bestialidad. Una “prótesis” que imponga leyes, que condicione a la cruel ontología animal. Spinoza, un poco más idealista, pensaba que la razón en el hombre podría evitar la barbarie. Era cuestión de aumentar su potencia de actuar hacia el bien y la felicidad.

Se sabe que un buen día Gottfried W. Leibniz visitó a Spinoza. Aunque nadie conoce a ciencia cierta de qué hablaron, tal vez trataron el punto de la esencia humana, del origen de las guerras, ya que el que luego fuera el padre de la “Monadología” pensaba que estamos en “el mejor de los mundos posibles”. Idea de la que se burlaría Voltaire con su personaje del doctor Pangloss. 

Pero, ¿cuál es la naturaleza humana? El hombre es un ser dual, se dirime entre lo que debe y entre lo que quiere. Entre sus pasiones y sus razones. Es prisionero de un combate interior permanente. Sus contradicciones neuróticas pueden paliarse en una “dualitud”, es decir, tratar de unir ambas contradicciones, aunque sin superarlas, porque si lo hiciese sería una condición unitiva más cercana a la mística.

Sigmund Freud en “El malestar en la cultura” estudió el problema de aquel entramado social, económico y político que se nos impone desde afuera, al igual que el Dios de las religiones. Aquello que nos reprime los instintos más básicos para que podamos movernos con corrección en la sociedad. Estar en cierta armonía en el interés común implica un freno a nuestros deseos más escondidos y, junto con ellos, la pesadumbre que de esto deviene.

Theodor Adorno y Max Horkheimer en el libro “Dialéctica del iluminismo” hacen una extraordinaria alegoría del hombre racional en una libre interpretación de la “Odisea”. Los pueblos precapitalistas tenían una relación con los ciclos cósmicos que el hombre contemporáneo ha perdido, y junto con ello, ha olvidado además sus capacidades espirituales al reemplazarlas con la técnica instrumental.

Ulises, al retornar la guerra de Troya, cual “colono” que “civiliza” y “saquea” las tierras incultas, debe enfrentarse a terribles peligros. En un pasaje conocido debe atravesar el país de las Sirenas, entidades femeninas primitivas que seducían a los hombres con sus cantos para luego matarlos. El héroe, en su astucia, hace que su tripulación se tape los oídos con cera, y él, se hace amarrar al mástil central. Esa acción de “amarrarse” corresponde al espíritu de la civilización moderna de refrenar los impulsos más básicos para sobrevivir, y para adaptarse al mundo de la “polis”.

La baja sustancia del hombre debe ser contenida, debe ser adaptada para lograr subsistir en las sociedades actuales; sin embargo, eso trae aparejado la alienación. Cuando se desata a la bestia deviene el cataclismo. Es la rencilla, el ego, la metafísica del poder y, si es posible, la destrucción del otro. Todo el mal está encerrado en una “Caja de Pandora”, en el fruto del árbol que comió Adán. Por eso no hay demasiadas esperanzas para el mundo.

Walter Benjamin, cuando estaba acorralado por los nazis, poco antes de suicidarse, escribió que ante tanta desesperanza no podemos darnos el lujo de perder la nuestra. Admiro al escritor por pensar así pero creo que es inútil. Él lo sabía. Después de tanta locura, ¿todavía esperamos que los “lobos” eviten la Tercera Guerra Mundial? No. El hombre no descansará hasta terminar con el otro. Hasta devastarlo todo. Es la naturaleza del escorpión. Es su pulsión de muerte. Aunque en ello se juegue su propia destrucción.

Pero aun así podemos encontrar algo de resignación en las palabras de Leibniz, ya que a pesar de todo seguimos estando inevitablemente en la época que nos tocó en suerte, es decir, “en el mejor de los mundos posibles”.

* Filósofo, ensayista y teólogo

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