A propósito de los coleccionistas y la lectura

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La publicación de una nota en otro medio dio pie al autor para escribir esta aclaración, que arroja luz sobre un tópico muy visitado.

Hace unos días, un memorioso escritor (aunque a veces la memoria falla) publicó un artículo en un matutino porteño sobre las antiguas librerías en las que apunta sobre los distintos públicos y afirmó, sobre el mundo de los coleccionistas, “que no es esencialmente un público lector”. Añadió que “para los bibliófilos que frecuentan esos lugares los libros no son instrumentos de conocimiento sino fetiches, como jarrones de la dinastía Ming, a los que hay que tocar lo menos posible, porque se deterioran con solo hojearlos”.

Seguramente debe existir algún personaje como el que este nonagenario y mediático autor describe, sin embargo, a fin de aclarar, como ya lo hizo el presidente de la Asociación de Libreros Anticuarios (ALADA), Roberto Vega, haré algunos comentarios. El Instituto Bonaerense de Numismática y Antigüedades, fundado en 1872 (este año celebra su sesquicentenario), tuvo en su seno a destacados coleccionistas que fueron coleccionistas y bibliófilos.

Merecen destacarse entre ellos Carlos Alberto Pueyrredon, abogado, diputado, intendente de Buenos Aires, historiador y coleccionista, famoso por los Quijotes que atesoraba en su residencia de la avenida Las Heras, por citar una de sus aficiones, que le dieron renombre internacionalmente. No sólo los atesoró sino que escribió un opúsculo “El falso Quixote”, y además presidió la Academia Nacional de la Historia.

José Luis Molinari fue un destacado médico, radiólogo, miembro fundador de la Sociedad Argentina de Historia de la Medicina, y del Instituto desde 1937 hasta su muerte en 1971. Poseía maravillas, entre ellas las primeras ediciones de la “Anatomía” de Andrés Vesalio o “La Argentina” de Rui Díaz de Guzmán, además de una importante colección de impresos dedicados a la historia de la medicina en el Río de la Plata; fue, también, miembro de la Academia Nacional de la Historia.

Oscar Carbone fue miembro del Instituto y poseedor de una magnífica biblioteca y documentos, la que, lamentablemente, a su muerte y a pesar de los deseos de su esposa María Luisa del Pino, no quedó en el país. Acabado ejemplo de estudioso, su bibliografía sobre diversas temáticas se basaba en muchos casos en libros, documentos o material inédito de su colección.

Marcos de Estrada integró el Instituto Bonaerense desde 1947. Estudioso de las invasiones inglesas, formó una excepcional colección documental sobre esas jornadas, lo mismo que sobre otro tema como Juan Moreira o referidos a la historia sanjuanina.

Miguel Ángel Cárcano fue otro destacado coleccionista y su pasión era recorrer las librerías de viejo en Buenos Aires, o las parisinas a orillas del Sena, o las del barrio Universitario, que recorría con Carlos Alberto Pueyrredon. Con esos volúmenes o viejos papeles, siempre hallaba motivo para un artículo interesante o una conversación cautivante.

Julián Cáceres Freyre, propietario de una biblioteca de más de 30.000 volúmenes, que a su muerte pasó con sus documentos a la Universidad Austral, fue otro acabado exponente del estudioso y coleccionista.

Eduardo Durnhöfer fue un destacado coleccionista, especialmente en la figura de Mariano Moreno, que presidió el Instituto Bonaerense y dejó una valiosa producción bibliográfica, además de haber sido generoso donante de algunas de sus piezas o volúmenes a instituciones públicas.

Podemos mencionar a Matías Errázuriz, Alejo y Alfredo González Garaño, Martiniano Leguizamón, Elisa Peña, Enrique Peña (h), Carlos Roberts, Marcial Quiroga, Ernesto J. Fitte, Guillermo Moores, Elena de Studer, Carlos A. Zemborain, Alberto Dodero, Humberto F. Burzio, José Eduardo de Cara, Arnaldo Cunietti Ferrando y Fernando Chao (h) de la larga nómina de los fallecidos, añadiendo a quienes no integraron el Instituto pero estuvieron vinculados por la común afición como Juan Jorge Cabodi, José María Mariluz Urquijo y José Luis Trenti Rocamora.

Sirvan estas líneas, que sólo son un breve racconto de los que fueron público lector, y lo mismo sucede con otros coleccionistas de distintas cosas, porque necesitan abrevar sus conocimientos en libros y publicaciones; y muchas de esas piezas particulares vuelven después a ocupar un lugar en instituciones oficiales o privadas. Tratarlos de público “no esencialmente lector” prueba una ignorancia que los viejos libreros porteños pueden desmentir aún con mayor fundamento.

* Historiador. Miembro de número del Instituto Bonaerense de Numismática y Antigüedades

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