Por una cabeza… (acerca de ese invento llamado guillotina)

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En este ocasión, el historiador da cuenta del filo que cortó la Historia después de la Revolución en Francia, a finales del siglo XVIII. Datos desconocidos de un instrumento famoso.

De chico, la sola mención de su nombre me daba algo de miedo: la guillotina es, quizá, uno de los artefactos cuya función no hace falta explicar. O que bastaría con definir como una máquina para cortar cabezas de condenados a la pena de  muerte. Naturalmente, también hay guillotinas en las imprentas para cortar papel, pero a la hora de cerrar los ojos e imaginarnos unívocamente el objeto en cuestión, no caben muchas dudas.

El nombre no guarda relación con su propósito y se deriva, en cambio, de quien, a pesar de él, se suele designar como su inventor (o redescubridor o introductor), el médico francés Joseph Ignace Guillotin, que fue considerado algo así como un benefactor de la humanidad (“civit optimus” lo denominó un grabado de época, es decir, ciudadano de excelencia). Y no sin razón ya que la rapidez del procedimiento mecánico de “guillotinar” implicó, en su tiempo, un progreso en relación con los métodos manuales más brutales que el derecho penal aplicaba desde la Edad Media: la hoguera para quienes delinquían contra la religión, el descuartizamiento mediante cuatro caballos tirando al mismo tiempo para los regicidas, la “rueda” de San Andrés para los asesinos y bandoleros o alguna forma de hervor en un caldero para los falsificadores de monedas, entre otras barbaries.

Las mismas decapitaciones anteriores a la guillotina eran practicadas con espadas (así cayó la cabeza de don Álvaro de Luna), con hacha (preferentemente en Inglaterra) o con puñal. Incluso algún códice del siglo XIII proveniente de Candia muestra una forma rudimentaria de guillotina donde el filo aparece colocado a presión en el cuello del condenado, mientras el verdugo está a punto de golpearlo con una enorme maza para hundirlo en la carne y en el hueso vertebral. Se esperaba que la fuerza y la precisión del golpe fueran suficientes para provocar una muerte quirúrgica pero no siempre ocurría de ese modo (por vacilación del brazo ejecutor o por excesiva fortaleza del condenado, o debido a algún movimiento reflejo suyo que esquivaba el filo) y más vale no pensar en el agónico resultado del yerro.

Además, con la guillotina se eliminó la odiosa diferencia de clases en cuanto a la pena capital ya que en general la plebe era ejecutada en la horca. Guillotin esperaba que, tras esta primera atenuación relativa de las penurias inútiles asociadas a los procedimientos tradicionales, se lograría en el futuro la abolición de ese castigo irreversible.

En suma, lo que se perdió en artesanía (porque los verdugos eran celosos de su oficio, aunque no siempre infalibles), se ganó en ahorro de sufrimientos físicos prolongados. Y el concepto mismo de la pena de muerte sufrió una transformación, siendo considerado desde entonces como la simple privación de la vida, sin necesidad de asociarla a tormentos adicionales.

En el plano de la igualdad revolucionaria, en adelante, todos los condenados a la pena capital, sin importar su cuna o rango, enfrentarían la muerte por el método expeditivo del corte de cabeza.

Acerca de su (re)inventor. Pero, ¿quién era este doctor Guillotin? Había nacido en 1738 y, tras un paso por el noviciado de los jesuitas en Burdeos, se inclinó por la medicina, graduándose en Paris en 1770. Adhirió a la Revolución y participó tanto en los Estados Generales como en la Asamblea Nacional. Vale decir que sentía vocación por la cosa pública.

Cuando en 1789 comenzó a discutirse el igualamiento de penas de muerte para todas las clases sociales sostuvo ese principio, para lo cual propuso lo que denominó un “mecanismo sencillo”. Se dice que, en rigor, no inventó la guillotina sino que reprodujo (o copió o redescubrió) un aparato que había visto en un grabado de Lucas Cranach. La leyenda y alguna iconografía de época afirman que hasta presentó una maqueta del artefacto, pero no despertó gran interés.

En abril de 1792 insistió con su propuesta y logró que, al menos, el aparato fuera probado en tres cadáveres humanos depositados en un hospital. Y, según algunos comentaristas, también en animales vivos, presumiblemente corderos.

Mientras que el invento original venía dotado de una cuchilla horizontal, el secretario de la Academia de Cirugía y médico militar, Antoine Louis, introdujo la novedad del filo inclinado. Por eso, al comienzo, se lo llamó “louisette” o “louison”, y recién más tarde “guillotine”, aludiendo en ambos casos a la paternidad putativa de la máquina. Sin embargo, Guillotin siempre negó haber sido el inventor del aparato y, al parecer, los redactores de un periódico promonárquico fueron los autores del bautismo. Tal vez su error fue pedir enfáticamente ante la Asamblea Nacional, el 1º de diciembre de 1789, el empleo de la novedosa máquina como parte del plan de reforma penal, utilizando, según es versión, la frase “avec ma machine”, es decir “con mi máquina”.

Un mecánico alemán llamado Tobías Schmidt fabricó el primer modelo, que se estrenó el 27 de mayo de 1792, seccionando la cabeza de un asaltante. Pronto, seguiría una miríada de testas de aristócratas y las de los monarcas Luis XVI y María Antonia (¿por qué la llamarían María “Antonieta” siendo que ese nombre no existe en español como femenino de Antonio?). Fue el símbolo tecnológico e ideológico del período del Terror y de su programa decapitador en gran escala.

Al principio, las ejecuciones revolucionarias -que eran un espectáculo popular masivo, como lo eran los ahorcamientos de reos en nuestro Buenos Aires virreinal y postcolonial), tenían lugar en cualquier lugar de París, pero más tarde se concentraron en la plaza de la Grève, adonde llegaba el reo desde la Conserjería en un carro abierto que convocaba a la befa pública, pasando entre la multitud, ora muda, ora exaltada, aunque ávida siempre de sangre. Puntualmente se cumplía la sentencia a las cuatro de la tarde.

Con el regreso de los borbones al gobierno, las decapitaciones se trasladaron a la plaza de la Barrera de Saint Jacques, cambiando su consumación por la madrugada. Quizá este nuevo horario y el haberse provisto un carro cerrado para el transporte del condenado disminuyera en alguna medida el escarnio, que fue erradicado definitivamente al construirse la prisión de la Roquette, suprimiendo el trayecto infamante.

Un detalle interesante es la notoriedad que alcanzaron algunos verdugos, derivada en general de algunas cabezas célebres que habían cercenado. Uno de ellos fue Anatole Deibler, motivo de noticia a comienzos del siglo XX pues la legislatura lo había declarado “cesante” en su función, y pasó a vivir alternativamente en París y en su casa de Auteuil, con un pasar de rentista acomodado y burgués. Había guillotinado al anarquista Ravachol (Francois Koenigstein) en 1892.

Si bien la guillotina tuvo su mayor uso en Francia, también fue empleada en Suecia, Suiza, Grecia, Alemania y, hasta 1917, en Rusia. En el país de origen se mantuvo en servicio hasta 1977 (el último usuario fue un torturador y asesino condenado en Marsella), y fue abolida junto con la pena de muerte en 1981.

En nuestro país no tuvo cabida (se prefería la horca, el garrote o el fusilamiento) pero en algún volante circulado en vísperas de la Asamblea del Año XIII, Juan José Paso amenazó con la guillotina a los “malos patriotas”, pero salvo que la importara de Francia (cosa imposible durante las guerras napoleónicas), ¿de dónde pensaba sacar una guillotina? Como se ve, era pura retórica jacobina, que la tuvimos también.

Un tópico varias veces discutido fue la persistencia breve de cierto estado de conciencia en la cabeza cortada, según muchos testigos habían manifestado. El famoso reporte del médico Beaurieux, tras una decapitación que observó en 1905, indicaba ligeros movimientos remanentes de los ojos, que duraban unos cinco o seis segundos, y respondían a la voz del forense cuando llamaba por su nombre al difunto. Pero la cuestión no ofrece certezas científicas.

Una falacia muchas veces repetida. Se ha dicho infinidad de veces que el doctor Guillotin fue sometido a la acción eliminadora de su creación. E incluso, la alusión a este desenlace suele cifrarse en la frase-cliché de “morir víctima del propio invento”. Nada más falso: falleció tranquilamente en su casa de la calle Gourdiere, a los 66 años, un 26 de marzo de 1814. Según se dijo, murió arrepentido de haber quedado solidarizado con aquel invento.

Tal vez la confusión provenga del hecho de que sufrió cárcel durante el Terror, aunque se salvó de experimentar las ventajas del artefacto.

Un dato que le confiere una impensada actualidad fue su activa militancia en favor de la vacuna dispensada a la población, en este caso, contra la viruela.

Construcción y funcionamiento. La máquina consistía en dos postes verticales paralelos (o “montantes”) con una altura cercana a los tres metros, erigidos sobre dos maderos fijados al tablado del patíbulo. Ambos postes quedaban unidos en su parte superior mediante una tabla llamada “sombrero” y, debajo de ella, pendía la temible cuchilla: una lámina triangular de acero filoso ligada a una pesa de plomo de 60 kilogramos.

A un metro de altura, sobre el solado, en medio de los montantes, se ubicaban dos maderos (el de abajo fijo y el de arriba móvil) con un corte en semicírculo (o “lunette”) cada uno en su parte opuesta, de modo que allí quedaba introducida la cabeza del condenado, asegurando su mayor inmovilidad. El cuerpo a su vez se apoyaba sobre un plano llamado “báscula” a cuyo lado se colocaba una canasta donde se volcaba el despojo mutilado, una vez decapitado a la altura de la cuarta vértebra cervical, mientras la cabeza caía en un recipiente. De allí era recogida por los cabellos por el verdugo, y con frecuencia y según la apetencia morbosa de la multitud, era exhibida como trofeo “post mortem” y señal de justicia consumada. Luego se la arrojaba a la entrepierna del cadáver y ambas partes eran conducidas al cementerio.

La rapidez del tajo venía dada por el peso de la enorme cuchilla y la altura de su caída. Se ha calculado que era el mismo efecto físico que causaría el golpe seco de un cuchillo de unos de 16.000 kilogramos, cayendo desde una altura de…¡un centímetro!. Ciertamente, era letal sin apelación.

La velocidad de la caída de la hoja no llegaba a durar más allá de tres cuartos de segundo, o, más exactamente, según han calculado algunos (lo cual resulta incomprobable para mí), una fracción de 0,75562 de segundo. Lo que los ingleses llamarían “wink of an eye”, es decir, apenas un parpadeo.

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