Una meditación sobre la muerte

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El libro bíblico de “Eclesiastés” atribuido al legendario Rey Salomón es, en buena medida, un escrito “absurdo” y “existencialista”; tanto como los trabajos impuestos a Sísifo, o como la náusea que sintió Antoine Roquentin.

Este texto sagrado propone la nada como estado constitutivo del sujeto: “Todo lo que tu mano halle que hacer, hazlo con tu mismo poder, porque no hay trabajo ni formación de proyectos ni conocimiento en el ‘Sehol’ (sepulcro común de la humanidad), el lugar a donde estas yendo” (Eclesiastés 9: 10). El hecho de que en el estado “postmortem” todo sea nihilismo, lejos de angustiarnos, debería realizarnos. Lo fundamental es tener consciencia de la proximidad de la muerte como inane para valorar la vida hoy.

Pero a pesar de ello, muestra también que aún en el seno de la tumba se encuentra una extraña sabiduría. “Mejor es tener un buen nombre que un buen aceite, y el día de la muerte que el día en que uno nace”, reza la sentencia, quizás para ser consecuente con la esperanza del mítico “Libro de la Vida” donde solo los nombres de los fieles estarán grabados eternamente en la memoria de Dios.

En otras palabras, el pasaje citado postula que el óbito es realizador, más no así el nacimiento. Cuando el ser es dado a luz todo es “incógnita”. El “Dasein” o “el ser ahí”, al tener un futuro incierto por delante está abierto a la interrogación, en cambio cuando perece, para bien o para mal, ya se ha consumado; ya fue dada la respuesta. Tiene un nombre. O lo que este sugiere. Para la mentalidad semítica tener un nombre es tener un cielo donde habitar.

De esto se desprende que la finitud significa al ente. El nacimiento, en cambio, sugiere la contingencia del ser. Es estar en la existencia, y desde ya, la garantía de dejar de ser como tal.

A partir del momento en que hemos caído a la temporalidad firmamos un pagaré con la muerte. Tal vez por eso el hombre descubrió la trascendencia. Por lo cual se deduce que la religión quizás haya sido construida alrededor de la sepultura.

Ese hoyo sin fondo adonde cada día nos acercamos un poco más fue lo que le dio al sujeto la idea de un más allá y lo solidarizó con el curso del sol y con los brotes en primavera. El deceso como lo insoportable, como la imposibilidad de todas las posibilidades, nos dona lo mágico, lo divino, el sentido, la poesía, el valor fundamental. Pero también nos revela. La tumba es de alguna manera edípica, ya que nos regresa por vía inversa a la totalidad de lo fetal en un vientre telúrico, a la “Tierra Madre”.

Es ceguera, oscuridad impotente, penumbras sin tiempo donde no hay visión. Olvidarla equivale a no tener consciencia de la vida ya que esta solo posee significado ante la presencia del óbito infinito. La consciencia de mortalidad nos angustia pero también nos constituye éticamente; en cambio, su olvido nos hace vivir en una intemporalidad ficticia y simulada. Lo real extravía su dirección sin el norte de la muerte, pierde su “telos”, y como bien notó Byung-Chul Han, pierde también su “theo”.

En el siglo XXI las expectativas del mercado están puestas en la longevidad, en la huida de la finitud, en la eterna juventud (El cuerpo como nuevo medio de producción). No obtenida ya por el secreto de la alquimia ni por la búsqueda del Santo Grial, que sostiene la cadena de significantes sagrados y le da valor al símbolo hermético, sino por medio de la ciencia y la técnica.

Este nuevo Dios digital promete la vida sin fin mediante anular la percepción de lo inevitable. La eterna juventud mediante el “photoshop” está al alcance de todos haciendo de este mundo un lugar más impío todavía. La idea de tiempo como “paso” ha quedado improcedente. Su falta de aceptación se puede ver en la pobreza de los rituales funerarios que compone a nuestra cultura.

La pérdida del sujeto hace que también se dude de la historia, siendo entendida solo como una dimensión del pasado, como un “monumento”, como museo de sí; un deceso anónimo del tiempo en la amnesia de lo digital. No morir jamás es una cualidad de la máquinas que carecen de memoria, que son desechables, enterradas en el cementerio de la indiferencia, que nadie las llora, al igual que el hombre maquinal.

La novela que Scott Fitzgerald publicara en 1925 “El gran Gatsby” nos muestra la mediocridad de una sociedad que le ha dado la espalda a la finitud. Después de la masacre que dejó la Primera Guerra Mundial, el “Thanatos” mismo fue ahogado en el Leteo de lo dionisíaco. El carnaval del mundo. Se ilustra muy bien en la película dirigida por Baz Luhrmann y protagonizada por Leonardo DiCaprio y Tobías Maguire. En la escena final, durante el sepelio de Gatsby no hay quien lo despida, sin embargo, como contrapunto la versión expone grandes fiestas y excesos para escapar de la realidad inevitable del fin. El film narra además la búsqueda de la victoria sobre la muerte a través de ignorarla. De darle vuelta la cara.

En la era digital solo acontece lo que vemos por la pantalla del ojo orwelliano y dilatado del “Gran Hermano”. Lo que no pasa por los medios no existe, y lo que se transmite en sus “espejos negros” solo dura un instante. Las pantallas son el “opio de los pueblos”. La consciencia de la muerte es ignorada por esta sociedad informatizada que como el avestruz solo hay que cerrar los ojos para que el fenecer no sea parte de nuestras vidas.

A cambio aparece la impiedad, la desacralización, la imposibilidad de una resurrección en una nueva historia. A veces me pregunto si la era posviral aprenderá algo sobre el deceso, si nos recordará, como antaño le susurraban al César, que solo somos suspiros. Creo que no. Todo intentará ser disimulado rápidamente. Los cadáveres pasarán como la hierba en el campo y seguirán siendo arrojados a las aguas del anonimato.

Las sociedades actuales carecen entonces de un encuentro con lo profundo, con la existencia, con aquello que es importante, que al igual que criticaba Friedrich Nietzsche para “los negadores de la muerte” la extinción es un enfoque inservible, solo la embriaguez de lo disonante, ya que las tumbas no convocan espectadores y, en consecuencia, no son de interés para nadie.

* Filósofo, ensayista y teólogo

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