Albert Camus y lo absurdo de la revolución

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El mundo moderno estuvo signado por los levantamientos de masas a través de los cuales se buscaba una alquímica que transmutara la materia de la historia. Algo parecido a una “piedra filosofal” que hiciera posible la igualdad de clases dentro del ideal de un mundo más justo y libre.

Ya desde el “cogito” cartesiano el hombre asumió el “abandono de Dios”, aceptando que nunca traería el apocalipsis final para salvarlo. El sujeto, consciente de sí, debía tomar el control de los tiempos, de la masa informe de las épocas, y, a partir de allí, esculpirla y darle sensibilidad humana.

La Revolución Francesa fue una consecuencia directa de aquella mentalidad emancipadora. En ese momento en apariencias algo se modificó, pero según la perspectiva actual las transformaciones se dieron en base al afianzamiento del capitalismo y de los avances tecnológicos. Luego durante el siglo XX asistimos a otras sangrientas revoluciones. ¿Qué cambió? Un suceso que gira sobre sí mismo siempre retorna a su punto de partida. Un “gatopardismo”. Los ricos siguen siendo ricos y los pobres siguen siendo pobres. A pocos les importa y el mundo está cada vez más devastado. Algo tan absurdo como la reacción del señor Meursault en la novela de Albert Camus “El extranjero” cuando expresó: “Hoy mamá ha muerto. O quizás ayer. No lo sé”.

¿Tiene objeto hacer una revolución contra el sistema? ¿Se puede alterar el orden de los acontecimientos o estos, de todos modos, se modificarán a través de misteriosas fuerzas sociales? La historia está construida sobre los ideales románticos de unos pocos pero hipotecada con la sangre de millones de inocentes; sin embargo, los cambios reales probablemente estén motorizados por un “conatus” que movilice a las potencias colectivas hacia la lógica del consumo.

¿Tiene sentido la revolución en la época de la muerte de la historia? Según Byung-Chul Han esta es una era narcisista y autoexigente que busca el autorendimiento, donde no hay posibilidad de luchas de clases y donde los medios de producción se están virtualizando. Antonio Negri, en el curso dictado en 2004-2005 en el Collège International de Philosophie en París, dejó establecido que el problema político del siglo XXI se debe a su liquidez, que propicia la transformación hacia lo inmaterial de los medios de producción, a la globalización y al nuevo papel del control biopolítico.

Quizás el problema esté en repetir viejas fórmulas. En cualquier caso su nostalgia no va en dirección con la flecha incierta de los tiempos y están, tarde o temprano, destinados al fracaso. No obstante esto, lo que queda del “tardoliberalismo” también está mostrando sus fisuras como “ideología débil”, esto es innegable, pero no por ello el hedonismo del consumo será reemplazado por el “altruismo” del mito socialista. En el horizonte asoma asintóticamente un “nuevo des-orden mundial” que preludia una “era oscura” donde la dialéctica histórica se convierte en afasia y donde la recuperación del sujeto y de la filosofía se muestra improcedente.

¿Pero entonces hay que bajar los brazos y entregarse? Entendamos esto: lo antedicho no quiere decir que uno se someta y no se indigne rebelándose ante lo injusto, pero la rebelión no es necesariamente una revolución.

Mientras una rebelión puede ser un acto personal de decir “no”, lo que implica la autoafirmación ética de la propia libertad, la revolución suele ser un alzamiento organizado con contenido político específico que implique el derrocamiento del gobierno de turno. Podemos ver esto en el ejemplo del “Mayo Francés”, que a este respecto se movió dentro de aguas confusas. Mientras que la revolución ya consiste en permutar un régimen político por otro para que nada cambie, la rebelión moral es la posición individual como acción de derecho que indica una variación profunda en el seno del sujeto.

El hombre rebelde, por el contrario, es aquel que piensa por sí mismo y no permite ser pensado por los intereses de la masa defendiendo su posicionamiento ético. Pero la rebelión cuando es colectiva, ya pierde su esencia al entregar la libertad de las ideas frescas a favor de los intereses solapados de los grupos de poder, pues de este modo puede devenir en una revolución propiamente dicha. Viéndolo así se incluye una finalidad, una pertenencia a un grupo o a un partido y a una ideología más o menos definida que sirva como “metafísica” a tal levantamiento.

En la Francia de la posguerra, luego que París fuese liberada de la ocupación nazi, dos gigantes invadieron la escena mediática: Albert Camus y Jean-Paul Sartre. Camus ya era un periodista y escritor comprometido con la Resistencia a través de sus colaboraciones en el periódico clandestino “Combat”; y Sartre, quien no fue orgánico al grupo de rebeldes contra el régimen fascista, se involucró en la participación política poco después a través de sus trabajos en la revista “Los tiempos modernos”.

Camus y Sartre entendieron que un intelectual tiene la función de pensar su tiempo. Pero, ¿cómo era ese tiempo? Era una etapa de revoluciones y rebeliones: la Guerra Fría, la amenaza atómica, el conflicto en Corea, la accidentada independencia de Argelia, el principio de la caída del régimen de Fulgencio Batista en Cuba, la disputa árabe-israelí, entre otros grandes sucesos, los impelieron a reflexionar estos acontecimientos perplejos que atravesaba su época.

Aunque ambos defendían metas solidarias desde la izquierda, las posturas de Camus y Sartre eran sustancialmente diferentes. Sartre para ese momento estaba afiliado al Partido Comunista francés y postulaba a favor de la Unión Soviética, todavía sin reconocer los crímenes de Iósif Stalin; Camus, por su parte, afirmaba que la revolución colectiva en sí era un absurdo y no tenía ningún sentido: crímenes y muertes para que todo siga igual. En definitiva, las revueltas armadas no establecían ética alguna, sin embargo se sumó al acto justo e individual de “la rebelión”.

En 1951 Camus publica “El hombre rebelde”, una obra del pensamiento que hoy posee una actualidad que Sartre con su “Crítica de la razón dialéctica” no pudo lograr.  Comienza analizando las diferencias entre las subversiones de Oriente y Occidente. En Oriente —teoriza considerando a la India— son más escazas y las que hay funcionan con otros sentidos. Los orientales no creen que puedan cambiar algo de su realidad con una revolución. Los indios, por ejemplo, no pueden escapar de su casta hasta que no mueran. Las variaciones son conversiones dictadas por un orden cósmico. Una casta inferior jamás podría convertirse de una casta superior solo con un levantamiento o con una rebelión, ni siquiera con un golpe de Estado, sino que habría que esperar pasivamente el deceso. Por contraste, en Occidente las masas creen que pueden apropiarse de otra realidad, modificarla, transformarla a través del movimiento popular.

Sin embargo, la experiencia histórica ha demostrado que los cambios forzados siempre se asemejan a un maquillaje ilusorio, como si se colocaran distintas máscaras sobre un mismo rostro. La apariencia externa nunca modifica su núcleo. Esas bases suelen ser mutaciones sociopolíticas muy lentas y se dan por leyes contrarias a los saltos acelerados de los ideales revolucionarios.

Si estos comprendiesen que la violencia nada cambia sino que las luchas intestinas solo traen más sufrimiento y dolor de los que ya había, eso mismo seguramente constituiría un acto de rebelión que redirigiría los sucesos hacia la construcción de una sociedad más justa cimentada en la existencia de nuevos principios. No es resignación lo que nos quiere transmitir Camus sino sentido común: el cuidado de la vida y una moral para los pueblos.

Esta diferencia de criterios rompió la amistad de Sartre y Camus, dos intelectuales comprometidos con su época. Dos referentes injustamente olvidados en una era digital que impone una detención de la historia dentro de una sociedad apática y absurda, donde ni la revolución ni la rebelión, ni mucho menos el respeto por la vida son afirmados como valores.

* Filósofo, ensayista y teólogo

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