Viaje a la intimidad de un entrenador contracultural al que la ciudad de Leeds amaba mucho antes de que la devolviera a la élite del fútbol inglés.
No. En la carta de Sant’Angelo no figura el plato preferido de Marcelo Bielsa. No preparan carne mechada con papas, zanahorias y zapallos asados al horno como le gusta al hombre: por separado, para que el jugo no contamine la crocancia del acompañamiento.
Pero no importa. En ese alegre restaurante italiano ubicado en la calle principal de Wetherby, la pequeña población donde vive -al norte de Leeds-, se lo puede encontrar algunas noches, siempre con su vestimenta de gala, la misma que usa para trabajar.
¿Cuántos joggings habrá en el armario de Bielsa? ¿Cuál se pondrá para festejar el regreso de Leeds a la Premier League, una noticia que el condado de Yorkshire esperó durante 16 años? ¿El mismo que usó en octubre pasado, cuando mezcló su atuendo gris en la señorial celebración del centenario del club?
A nadie le importa el código de etiqueta ahora, en esa porción de Inglaterra dominada por una felicidad que es suya también, aunque él prefiera guardársela: por fin, el éxito deportivo vuelve a cruzarse en la vida de alguien que gusta definirse como “un perdedor”.
Su último gran logro se había macerado hace tiempo y allá lejos: en 2004, cuando ganó con la Selección Argentina la medalla dorada en los Juegos Olímpicos de Atenas, al mismo tiempo que Leeds se iba al descenso. Los extremos se juntan hoy.