Las coherencias de Leopoldo Lugones

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A contracorriente, lejos de los extremos, el autor aporta una semblanza del escritor argentino a partir del día del oficio, que se decretó en su homenaje por el día de su nacimiento.

Ya que estamos con este asunto de memorar fechas, sucede que el pasado día 13 fue, en nuestro país, el “Día del Escritor”, establecido en recuerdo del nacimiento de Leopoldo Lugones.

Carlos Penelas ha recordado a este excepcional poeta con profundo y noble sentimiento y tuve, hace un rato, la muy plena satisfacción de agradecérselo.

He leído de antiguo con devoción la poesía de Lugones –para mí el primero de nuestros poetas–, esto a despecho de las muchas cosas que de él se cuentan, obviamente verdaderas, y sobre las que no tengo motivo para volver.

Le rendí una vez tributo en un soneto que me es grato transcribir:

Monte adentro, con pasos de extraviado,

por atajo silvestre y sin arribo,

un rabdomante hallé, bagual y esquivo,

rostro con vetas de trasluz aindiado.

 

Yo no lo conocí. No obstante escribo

su historia provincial de condenado

en folios de un otoño entrelazado

a ramas secas de laurel y olvido.

 

Murió de frente, ciego y sin reposo

y a su agonía acompañaron preces,

vejez azul y labio tembloroso.

 

Cuerpo ausente en la tierra de las mieses,

deshecho amor, ingratitud y acoso,

en esta patria que es tan cruel, a veces.

—o—

Pero aparte del sentimiento y del elogio, me queda inevitablemente picando el tema de Lugones, por lo que juzgo importante aclarar, al menos hasta donde pueda, puntos que se le refieren, ante todo porque creo que, muy merecidamente, permanece como nuestro principal arquetipo de escritor y de intelectual pese a que lo que se le achaca es, precisamente, de una naturaleza tal que lo descalificaría en absoluto para ejercer semejante función representativa.

Esta contradicción es una más de las muchas que se suman a su frondoso expediente. Habremos de reconocer, sin violencia alguna, que mucho, él en persona, hizo para suscitar escándalos y equívocos y para afianzar una imagen de volubilidad, de carácter tornadizo, que finalmente habría de signarlo y de poner en cuestión la solidez de su magisterio.

No, nadie puso nunca en duda su decoro personal ni su dignidad ni su honestidad: ante sus llamativas mudanzas –y pese a iracundias, mordacidades y desplantes que en nada lo ayudaban– jamás se presumió que tuviera interés mezquino o ánimo de obtener ventajas. Pero, así  y todo, las transformaciones fueron reales y no sólo existieron en lapsos largos, en que podían haber obedecido a una modificación conceptual elaborada por el transcurrir de los años, como su paso del socialismo revolucionario de fines del siglo XIX al fascismo de los años 30, sino que hubo otras mucho más abruptas, entre ellas la que va de proponerse en 1919 como jefe del sovietismo local a proclamar, cinco años más tarde, el haber llegado “la hora de la espada”.

Todo eso es cierto y, sin embargo, no consigue obliterar su dimensión ética; no sólo sigue siendo él sino que sigue siéndolo de una manera que todavía hoy se nos impone y nos desarma, y nos obliga a encararlo como a una de las mayores personificaciones que hemos tenido en cuanto a lucidez de pensamiento y a honestidad: no deja de ser un caso extraño.

—0—.

Propongo que nos pongamos en otra perspectiva y tratemos de ver no ya las demasiado notorias volubilidades de Lugones sino sus posibles líneas permanentes de coherencia.

Sólo en la biografía que de él escribió Alberto Conil Paz encuentro una referencia al influjo de Piotr Kropotkin en Lugones, que, en todo caso y de haber efectivamente existido, debe haberse ejercido en la etapa inicial de nuestro escritor, a su paso por las barricadas del obrerismo tumultuoso, al despuntar la “aurora roja”.

Y, en verdad, los puntos de coincidencia son unos cuantos y bien notorios: el individualismo duro, el elitismo, el amor justamente elitista a la gente del pueblo, la distinción muy clara entre pueblo y muchedumbre, el antidemocratismo, la ahincada creencia en la vía revolucionaria, el rechazo agudo a toda forma de racionalismo idealista y, por ende, al razonamiento dialéctico, la asimilación de lo social a lo cultural y hasta algunos de carácter meramente anecdótico como la antipatía a lo germano.

Si bien nos fijamos, con todas esas posiciones Lugones mantuvo siempre entera consecuencia, aunque, por supuesto, no con la rigidez de un militante sino con los matices de alguien que sabe –él lo sabía sólo a ratos– que su papel no podía ser sino el de espectador.

Destaco entre esas afinidades la “antipatía a lo germano”, marcadísima en ambos y a partir del mismo argumento: los germanos fueron los destructores de nuestra cultura originaria al invadir el imperio romano. Trasladado esto en los siglos, Lugones fue tan fervoroso aliadófilo como Kropotkin, sólo que en nuestro compatriota, el tema se reducía a Francia, a Francia mártir, a Francia heroica y, sobre todo, a Francia adalid de la latinidad y adalid nuestro, por lo tanto.

Este es, según creo, un elemento determinante en el conjunto de ideas de Lugones: es autoritario y es fascista, pero en su relación con Benito Mussolini no pone el acento en esos hechos sino que se muestra como alguien deslumbrado por la “restauración de la latinidad”, concretada  al poner al día las virtudes clásicas de Roma: energía, decisión, orden y método, impavidez y violencia sagaz dirigida al fin que se busca, aparte de la admiración que le provocaba la portentosa elocuencia tribunicia del personaje.

Curiosamente y de modo explícito, hermanaba esa fascinación con la que sentía por otro protagonista conspicuo de los dramas de los que fue contemporáneo: Vladimir I. Lenin, que habría sido para él una suerte de Mussolini sin pueblo, pero que le resultaba asimismo admirable en cuanto había afirmado en los hechos que la única razón revolucionaria es el superior ejercicio de la fuerza.

A mi ver, corrobora el que en realidad Mussolini  –y el fascismo– representaba para Lugones ante todo la latinidad (fuente de la que también nosotros podíamos extraer  dinamismo y aleccionamientos), el que nunca le interesasen en lo más mínimo las experiencias españolas afines, sin duda debido al poco aprecio que hacía del legado para él corrupto que nos dejó la Madre Patria: ni Primo de Rivera ni Francisco Franco le merecieron nunca la menor atención y permaneció en un silencio casi inconcebible ante la Guerra Civil en su conjunto, pese a la repercusión tan grande que tenía entre nosotros. Olímpicamente ignoró al Adolf Hitler que asomaba en aquellos años, al que seguramente veía como un rústico y egoísta “boche”.

—o—

Pero también corresponde hacer una crítica de las críticas a Lugones a partir de una circunstancia muy especial, característica del treintenio clave en su trayectoria, el que va de 1895 a 1925: la extraordinaria aceleración de los acontecimientos sociales y culturales durante esa etapa, violentamente trasladada desde el imperialismo al internacionalismo, desde la revolución libertaria al comienzo de los totalitarismos, desde el individualismo a la masificación, desde el positivismo al pesimismo radical, desde el liberalismo laico a la renovación religiosa, desde el progresismo bonachón a un horrible baño de sangre: en ese período todo cambió y todo cambió con vertiginosa rapidez, apenas concebible hoy.

Un hombre impaciente, de extrema sensibilidad y de aguda inteligencia como él lo era, da la impresión –visto a la distancia–  de que quiso ser parte y adherir no ya a esos extremos enunciados sino hasta a cada uno de los sucesivos estados registrados en tanto se producían esas alteraciones sin ahorrarse nada, ni aún el ocultismo, por el que también incursionó; y ni aun el orientalismo japonés, siendo que Japón era, para entonces, una de esas novedades repentinas.

El sentido de esos cambios hoy lo conocemos: su mundo fue, en efecto, un mundo que iba sostenidamente hacia la derecha y su índole le negó la prudencia y la moderación que requerían las buenas maneras para acceder a la necesaria adaptación: evidentemente, no estaban en él las cualidades habituales que llevan a un joven exaltado a convertirse en un conservador señor maduro: ese conocidísimo proceso tan advertible –y tan discreto– en compatriotas coetáneos como Ricardo Rojas, Manuel Gálvez, Enrique Larreta, Arturo Capdevila ,Carlos Ibarguren y aun Gustavo Martínez Zuviría, no cuadraba bajo esa forma mansa en Lugones.

En realidad hizo lo mismo pero no reconcentrado sino con grandes ademanes y alharacas, con cierto irrenunciable histrionismo juvenil que sin duda era parte constituyente de su personalidad. Por lo demás, nunca se curó: “genio y figura hasta la sepultura”; todavía, en enero de 1930 y mientras complotaba contra Hipólito Yrigoyen, al anunciarse que vendría a Buenos Aires nada menos que José Carlos Mariátegui, prohija su arribo, el que finalmente no se produjo: hasta ahí llegaban las incongruencias de ese  “fascista amigo de los judíos”, desolado y suicida.

* Poeta, traductor y asesor y crítico literario. Miembro de la Academia Nacional de Periodismo y de la Academia Argentina de Artes y Ciencias de la Comunicación

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