EEUU: Rebelión en las calles…y en los cuarteles

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Definitivamente Francis Fukuyama pecó de optimista cuando en 1992 publicó su libro “El fin de la Historia y el último hombre”, en el que sostenía que el orden liberal democrático capitalista occidental tras la caída del muro de Berlín era el pináculo y estación final de la evolución política e histórica del planeta.

Es altamente probable que Donald Trump no haya leído el libro, pero sin duda en la última semana debe haber sentido que la historia que lo tiene como protagonista lejos de haber llegado a su fin está abriendo uno de los capítulos más imprevisibles en la vida de la república más antigua del mundo.

El tsunami de furia popular tras el asesinato de George Floyd, un hombre negro a manos de un policía blanco en Mineápolis el 25 de mayo, y que se sigue manifestando en cientos de marchas de protesta en todo el país, llegó a las puertas mismas de la Casa Blanca y obligó al atónito presidente a refugiarse en un bunker subterráneo mientras tuiteaba lo seguro que se sentía rodeado de “perros feroces” y “armas ominosas”.

Consciente de que su imagen de tipo duro no podía sostenerse de esa forma, el presidente y su grupo de asesores decidieron redoblar la apuesta intentando militarizar la respuesta a una protesta social que, si bien en los primeros días causó saqueos, robos e incendios fue, y es, mayoritariamente pacífica.

La última semana posiblemente quede en la historia como el punto de inflexión de la presidencia del magnate inmobiliario que, furioso por la protesta nacional, decidió que la respuesta era enviar militares a las calles, reprimir a los manifestantes y “dominar” el “campo de batalla” al tiempo que recomendaba a los gobernadores y alcaldes que reprimieran a los “facinerosos” y “extremistas de izquierda” en nombre de la “ley y el orden”.

El espectáculo del mandatario caminando el lunes hacia la pequeña iglesia episcopal de San Juan, ubicada a metros de la Casa Blanca, mientras la Guardia Nacional, agentes del Servicio Secreto y la Policía le barrían el paso entre los manifestantes con gases lacrimógenos y balas de goma, mientras era acompañado por el jefe del Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas en ropa de fajina, el general Mark Milley, no se borrará de las retinas de una generación de estadounidenses que creían que imágenes como esas solo ocurrían en los que, durante décadas, llamaron con desprecio “países bananeros”.

Para colmo, el llegar al templo, al que no entró, rodeado del secretario de Defensa, su Fiscal General y su vocera, Trump alzó una Biblia al posar para las fotos de los periodistas en un despliegue político-religioso dedicado a su fiel audiencia evangélica y predominantemente blanca pero que cayó como una bomba en el resto de la sociedad y principalmente en el establishment político y militar.

Al día siguiente era imposible encontrar algún senador republicano, excepto los dos o tres que han atado su vida política a la suerte de Trump, que pudiera justificar el episodio del día anterior, incluida la represión de manifestantes pacíficos con el solo fin de que el presidente se sacara una foto con una Biblia en la mano.

Pero algo peor, para el presidente, comenzó a aflorar en la superficie política del país: la amenaza de Trump de utilizar soldados en servicio activo para reprimir a quienes protestan encontró su más profundo rechazo en un lugar inesperado: el propio Ejército de los Estados Unidos.

La reacción militar, claramente decidida a no acompañar a Trump en sus delirios autoritarios, comenzó con una declaración de su exsecretario de Defensa, el general y “marine” James Mattis, quien lo acusó de ser un agente de desunión en el país. “He visto los acontecimientos que se desarrollan esta semana, enojado y horrorizado”, dijo en una columna en The Atlantic.

Y agregó: “Cuando me uní al Ejército, hace unos 50 años, hice un juramento para apoyar y defender la Constitución. Nunca soñé que a las tropas que hicieran el mismo juramento se les ordenaría, bajo ninguna circunstancia, violar los derechos constitucionales de sus conciudadanos, y mucho menos facilitar una extraña foto para el comandante en jefe electo. No necesitamos militarizar nuestra respuesta a las protestas. Necesitamos unirnos en torno a un propósito común. Y eso comienza garantizando que todos somos iguales ante la ley”.

Y aún más. Trump, aseguró, “es el primer presidente en mi vida que no intenta unir al pueblo estadounidense, ni siquiera pretende intentarlo”. En cambio, “trata de dividirnos. Estamos presenciando las consecuencias de tres años de este esfuerzo deliberado. Estamos presenciando las consecuencias de tres años sin un liderazgo maduro. Podemos unirnos sin él, aprovechando las fortalezas inherentes a nuestra sociedad civil. Esto no será fácil, como lo han demostrado los últimos días, pero se lo debemos a nuestros conciudadanos; a generaciones pasadas que se desangraron para defender nuestra promesa; y a nuestros hijos “, dijo para que o queden dudas a quien se refería.

El cañonazo de Mattis, un militar respetado por republicanos y demócratas, pegó justo debajo de la línea de flotación de Trump y abrió un torrente de declaraciones de militares retirados que claramente canalizan lo que los activos no pueden decir: no vamos a obedecer órdenes ilegales de un presidente desquiciado.

El segundo misil partió el miércoles del otro lado del río Potomac, precisamente desde el Pentágono, donde el propio secretario de Defensa, Mark Esper (que se disculpó por haber participado de la oprobiosa marcha hacia la iglesia en Washington) declaró que “no existen las condiciones para convocar a las fuerzas militares” para reprimir las protestas.

Trump ha hecho saber que está furioso con Esper e incluso revirtió la orden del Pentágono para que elementos de la 82º División Aerotransportada regresen a su base en Carolina del Norte. Al final de la semana, sin embargo, Esper había prevalecido y el contingente estaba camino a casa.

Por su parte el almirante retirado Mike Mullen, quien se desempeñó como jefe del Estado Mayor Conjunto bajo las presidencias de George W. Bush y Barack Obama, fue el siguiente torpedero. Escribió un artículo, también para The Atlantic, titulado “No puedo permanecer en silencio”. “Me enfermó ver al personal de seguridad, incluidos los miembros de la Guardia Nacional, despejar por la fuerza y violentamente un camino para acomodar la visita del presidente a la Iglesia de San Juan. Hasta la fecha he sido reticente a hablar sobre los asuntos que rodean al presidente. Pero estamos en un punto de inflexión, y los eventos de las últimas semanas han hecho que sea imposible permanecer en silencio”, comenzó el exjefe militar.

“Cualquiera que sea el objetivo de Trump al realizar su visita (a la Iglesia), dejó al descubierto su desdén por los derechos de protesta pacífica en este país y se arriesgó a politizar aún más a los hombres y mujeres de nuestras fuerzas armadas”, acusó.

Y este domingo, el general retirado Colin Powell, exjefe del Estado Mayor Conjunto durante la primera Guerra del Golfo y secretario de Estado en la presidencia de Bush (h), dijo que no sólo repudiaba la actitud de Trump sino que además votaría por su rival demócrata Joe Biden en las elecciones del 3 de noviembre. “Tenemos una Constitución. Y tenemos que seguir esa Constitución. Y el presidente se ha alejado de ella”, sentenció Powell.

Un viejo dicho sostiene que en Estados Unidos no hay golpes de Estado porque no hay embajada estadounidense. Pero esta semana fueron los militares quienes marcaron la raya que Trump no podrá pasar en su desesperado intento por ser reelegido dentro de 148 días.

Fukuyama se equivocó. La historia se sigue escribiendo.

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