La mítica redacción de Deportes del diario de los Mitre, en el recuerdo -y en el registro documental- del autor, uno de sus animadores.
Subí la barranca de Corrientes trepando a los saltos, crucé de una zancada la entrada nocturna, corrí por el pasillo que atravesaba la imprenta, llegué a mi máquina, me lancé a escribir y el “Negro” Pérez Loizeau, destinado a ser conductor y moderador descollante de la TV, ubicado del otro lado del carro con la tijera en ristre, iba cortando párrafo a párrafo y llevando a las linotipos, de una carrera, los cachitos de papel, mientras yo escribía el siguiente. Y era todo alegría.
Así vivíamos los cierres de Deportes en aquel diario La Nación. Esa noche de 1961 debutaba con mis crónicas de boxeo (peleaba el que sería campeón mundial peso liviano Nicolino Locche con el campeón argentino Jaime Giné). Reemplazaba yo a Eduardo “Chiquito” Maschwitz, quien además de los comentarios pugilísticos que escribía castigando a la máquina como si fuera un “punching ball”, era editor de la sección de rugby, como viejo conocedor del ámbito en el que se había desarrollado.
Grandote, con amplias espaldas, mirada cortante teñida de celeste profundo, que viraba al gris nube en sus broncas, y sonrisa socarrona, tenía una afición sorprendente por comer duraznos en almíbar con doble porción de dulce de leche como corolario de las cenas en el buffet del diario.
Aquella redacción de Deportes era en realidad un club de hombres. No sólo por los temas que manejábamos y la libertad para propinar y esquivar insultos, sino porque las paredes de ese cuarto –que solía transformarse en cancha cuando pateábamos la nostálgica pelota de papel- estaban decoradas por la más abigarrada colección de láminas de Playboy, que se alternaban brillantemente con narices achatadas de boxeadores y botines de futbolistas. Era todo lo contrario del santuario que parecía ser la redacción general presidida por la mesa de secretarios. Deportes era una isla y el ímpetu juvenil aparecía con expresiones diversas Obviamente las bellezas con poquísima ropa iban a la cabeza…
Teníamos visitantes asiduos provenientes de otros rincones del diario, que ponían su sello al mencionado carácter de club de la oficina más singular de la antigua casa de Mitre. También, como parte del sistema de visitas guiadas, solían pulular por redacción y talleres grupos de alumnos secundarios o estudiantes universitarios, por lo que nuestra sala tenía sus puertas abiertas a esas miradas, que se tornaban cómplices al descubrir la decoración, motivo siempre de prolongadas detenciones ante cada escritorio.
En fin, anfitriones, visitantes conspicuos -que incluían autoridades del diario proclives a alternar con la “plebe”- y ocasionales, mantenían en secreto, o hacían la vista gorda, ante la visión de ese patrimonio que por entonces no era tan fácil de conseguir en Buenos Aires. A nosotros nos abastecía de novedades el representante de The Associated Press, que tenía su sede en el mismo diario. Hoy todavía veo una foto de integrantes de nuestro club de aquellos años y rememoro aquella colección, orgullo que amparaba el rincón de nuestros corazones en los que se mantenía vivo el “pibe del barrio”. Y guay de quien las tocara.
Pero de todo paraíso seremos expulsados. Un día la delegación que desarrollaba la visita guiada resultó ser una escuela de niñas y nadie nos advirtió de su llegada. Fue la recorrida más rápida de la historia de la redacción: las risitas contenidas, rodaron como cascabeles de alarma escaleras abajo al retirarse el grupo azuzado por sus profesoras… Al día siguiente, fuimos entrando al cuarto condenado, despojado: no había quedado en sus paredes ni el mínimo rastro de la emblemática colección.
* Periodista emérito