Atentado a la embajada de Israel: ¿se justificará la mayúscula?

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El autor era el jefe de Prensa de la embajada de Israel en Buenos Aires al momento del atentado terrorista del 17 de marzo de 1992.

Había pasado el mediodía. Terminaba la hora del almuerzo, cuando Marcela Droblas contó, con entusiasmo, cómo habían sido sus vacaciones en las Cataratas, en las que conoció a su nuevo novio, y habló de sus ganas de seguir estudiando. Un poco más cerca del ascensor del segundo piso, Eliora Carmón mencionó que debía volver antes a su casa porque uno de sus cinco hijos estaba con fiebre.

Historias cotidianas. Las de un martes, que había empezado como cualquier otro martes. Eliora alcanzó a tomar el ascensor y a saludarme con una sonrisa eterna que la acompañó hasta ese, su último momento. Marcela no pudo terminar el yogur que estaba comiendo.

A las tres menos cuarto de ese martes 17 de marzo, la casona de Arroyo y Suipacha fue arrasada por un atentado terrorista. Nosotros, adentro.

Recuerdo, cerca y lejos en el tiempo, las sirenas, los gritos, las veredas que no estaban más, el profundo olor a quemado de los explosivos. Las ambulancias, los bomberos, otra vez las sirenas, otra vez los gritos, el polvo en todos lados.

Dos historias que forman parte de la tragedia, que ayudan a entender su dimensión, más allá de las cifras, escalofriantes y de los análisis políticos. Dos mujeres asesinadas, una argentina y la otra israelí. Entre las víctimas, también hubo ciudadanos bolivianos, paraguayos, uruguayos e italianos. Es decir, de seis países. Y entre ellos, un taxista, un sacerdote, un albañil, un plomero, tres transeúntes, y una señora alojada en el Hogar de enfrente. Y los diplomáticos y empleados de la embajada. Todos estábamos trabajando en ese momento y fuimos el blanco de los terroristas.

Marcela, de novia o Eliora, preocupada por su hijo. ¿Eran peligrosas? ¿Lo eran, por ejemplo, el padre Brumana, el técnico Lancieri, el señor Elowson, un peatón como cualquiera de nosotros, el albañil Balderomar, el taxista Cacciato, o el plomero Mandaradoni?

El terror masivo, que dos años más tarde se repitió en la ciudad de Buenos Aires, en la AMIA, no se fijó en esos detalles. Sólo se trató de matar. El pedido de justicia está en la raíz de estas líneas, en nuestras voces afónicas. Al igual que en el homenaje a las víctimas, en el reconocimiento a Carlos Susevich, gran luchador desde el principio, para que, a través de la Justicia (¿se justificará la mayúscula?), pudiera saber quién mató a su hija Graciela aquel 17 de marzo.

Él no quería morir sin saberlo. La impunidad pudo más: falleció hace poco, a los 94 años. Y en la mención a León Wasserman, que perdió su salud y su patrimonio para que el predio de Arroyo y Suipacha fuera hoy la Plaza de la Memoria y no un aparthotel, que taparía la Memoria sobre los asesinados de aquel martes.

Todos estábamos trabajando en ese momento y fuimos el blanco de los terroristas.

Recuerdo, cerca y lejos en el tiempo, las sirenas, los gritos, las veredas que no estaban más, el profundo olor a quemado de los explosivos. Las ambulancias, los bomberos, otra vez las sirenas, otra vez los gritos, el polvo en todos lados. Una ambulancia del SAME, una camilla negra y sus puertas traseras abriéndose de golpe, en movimiento: no sabía quién la manejaba y por eso me tiré.

El polvo del edificio de la Embajada todavía sigue en el aire.

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