Enraizada en la mejor tradición literaria japonesa, en “La dependiente” su laureada autora ahonda en un perfil melancólico del Japón actual.
La protagonista de esta historia de Sayaka Murata tiene algo inquietante, tan familiar como indescifrable, que de algún modo la emparenta, aunque sea en su reverso, con “Bartleby el escribiente”. Sin embargo, la autora que la ha creado reconoce sin ambages no haber leído a Melville, sí en cambio a Abe Kobo, Rieko Matsuura, Shin’ichi Hoshi y a otros grandes de las letras niponas del siglo XX.
Con esa tradición a cuestas y de su experiencia personal, Murata ha forjado el personaje de Keiko Furukura, una empleada por horas en un konbini, una suerte de colmado y tienda de comidas tokiota de 24 horas. Keiko tiene 36 años, vive sola, no tiene pareja ni futuro ni deseos ni aspiraciones. O quizá sí, sólo aspira a ser normal, o quizá al menos a parecerlo. Cosa que consigue cuando se enfunda en el uniforme de La dependienta (Duomo), traducción directa del japonés de Marina Bornas.
Se trata de la décima novela de Sayaka Murata (Inzai, 1979), una obra que no sólo le ha deparado el prestigioso Premio Akutagawa 2016 -sin contar con que ganó el Yukio Mishima en tres ocasiones, el Gunzo Prize a escritores noveles, el Noma Literary y un largo etcétera-, sino que la obra lleva vendidos más de un millón de ejemplares en su país y va camino a repetir el fenómeno a escala global con la traducción, de momento, a 31 idiomas.