John McCain: el último republicano

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John McCain, que era hijo y nieto de dos almirantes, que fue capturado y torturado en Vietnam del Norte durante cinco años, electo senador por Arizona desde 1987 y dos veces derrotado en sus intentos de llegar a la presidencia, murió este sábado de un cáncer cerebral dejando atrás más admiradores en el Partido Demócrata que en un Partido Republicano, que ya no reconocía como suyo.

Un halcón en cuestiones de política exterior y sobre todo en intervenciones militares (fue un entusiasta de la invasión a Irak en 2003, desatada por George W. Bush bajo falsos pretextos, McCain era sin embargo un moderado en cuestiones sociales, un partidario de la inmigración legal sin una gota de racismo o xenofobia, lo que muchas veces lo puso en contra de los sectores más reaccionarios del partido, que sin embargo no tenían la fuerza suficiente para elegir un candidato presidencial con posibilidades de ganar.

Pero hay en la carrera de McCain un momento clave que de alguna manera presagió el surgimiento de un movimiento etnocentrista y nacionalista, temeroso de los cambios demográficos que los Estados Unidos vienen sufriendo en la últimas décadas y profundamente racista, y que eligió a Donald Trump como su líder.

Corría 2008 y McCain enfrentaba como candidato republicano (lo había intentado en 2000 y perdió la interna con Bush) a Barack Obama, quien montado en una ola de popularidad nunca vista se encaminaba a ser el primer presidente negro en un país donde apenas tres generaciones atrás los negros eran esclavos.

En un acto en Minneapolis, Gayle Quinnel, una mujer que se ganaba la vida cuidando chicos con problemas, tomó el micrófono y le dijo a un azorado McCain que Obama era “un arabe”.

En un gesto que fue filmado e incluso llevado al cine en la película “Game change”, McCain tomó el micrófono de las manos de Quinnel, la interrumpió y le dijo que no, que Obama no era árabe, que era un buen hombre de familia con el que tenía desacuerdos ideológicos pero que quería a los Estados Unidos tanto como él mismo.

Ese gesto de nobleza política le valió el abucheo de los presentes, quienes veían con pánico el avance de Obama, al que lisa y llanamente acusaban de ser musulmán y terrorista e incluso de no haber nacido en el país, teoría conspirativa que alimentó el propio Trump y que fue el inicio de su camino a la presidencia.

Pero las llamas del racismo y la irracionalidad política que empezaban a envolver al Partido Republicano y que estaban alarmando a McCain, paradójicamente habían sido desatadas por su propia elección de su candidata a vicepresidente, Sarah Palin.

McCain quería de vicepresidente a un ex demócrata, judío, que había sido candidato a vicepresidente de Al Gore en la elección del 2000, Joe Lieberman. Pero Lieberman era todo lo que un republicano medio odiaba: liberal, judío y demócrata, y los asesores de McCain le insistieron que el ya era, por sí mismo, controversial en el partido y que debía buscar una figura que movilizara a la base. Esa persona era Palin.

La gobernadora de Alaska demostró enseguida ser un salvavidas de plomo para la campaña de McCain. Sin conocimientos de alta política, e ignorante en política exterior e interior, obviamente no calificada para ser vicepresidente (McCain tenía por entonces 71 años) pero contaba, eso sí, con algo fundamental de lo que el propio McCain carecía y era la adoración, casi irracional, de la base más derechista y etnocentrista del partido.

Palin aprovechó eso. Sus actos presagiaban lo que serían ocho años más tardes los de Donald Trump. Anti-inmigración, racistas, etnocéntricos, violentos en los discursos y en las acusaciones al oponente. No dudó nunca en decir directamente que Obama era un terrorista, y muchos le creyeron. De hecho 40% de los repubicanos por entonces estaban seguros de que Obama era musulmán y extranjero.

El año 2008, dirán los libros de historia dentro de pocas décadas, fue el comienzo del fin del sueño americano. La idea de que trabajando duro se puede ascender socialmente. Ese año marcó el estallido de la burbuja inmobiliaria y financiera que sacudió a una clase media y media baja que, como muchas veces ha ocurrido en la historia, dirigió su ira a los extranjeros, a los inmigrantes, refugiándose en un nacionalismo primitivo que explotaría posteriormente el hoy ocupante de la Casa Blanca.

McCain fue un crítico feroz de Trump y de todo lo que representa. Fue su voto en el Senado el que impidió liquidar la ley de salud pública de Obama, una de la promesas de un presidente obsesionado con liquidar el legado de su antecesor.

Pocas semanas atrás fue el más duro crítico de la cumbre de Trump con Vladimir Putin y calificó a la actitud del presidente estadounidense al lado del autócrata ruso como “abyecta”.

Obviamente, mientras de los dos lados del espectro político se recordó este fin de semana la figura de McCain, incluyendo sentidas declaraciones de las familias Obama y Bush, Trump se limitó a un breve y frío tuit de condolencias e incluso vetó una declaración de la Casa Blanca elogiando el servicio y heroísmo de McCain, a quien durante la campaña de 2016 había insultado diciendo que no era un héroe de Vietnam porque lo habían capturado y que a él le gustan “los que no son capturados”.

McCain murió preocupado por ver un país dividido por el racismo y la violencia verbal del ocupante de la Casa Blanca. Desafortunadamente sus buenas intenciones chocaron con sus decisiones políticas. Palin es vista hoy como el germen que dio vida al movimiento trumpista que terminó capturando completamente al Partido Republicano.

Político de otra generación, que creía en al disenso civilizado, McCain parece hoy una especie en extinción en un mundo político cada vez más tribalizado.

De alguna manera, McCain era el último republicano.

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