Walter Benjamin, entre lo nuevo y las ruinas del futuro

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¿Existe lo actual? Aquello que asumimos como nuevo, ¿no será nada más que el duplicado de lo mismo? ¿Hay una sucesión de eventos vigentes que transcurren históricamente? O acaso, ¿no será más que la fantasmagoría de lo mismo? Charles Baudelaire tenía el apotegma que “lo único nuevo es la muerte”. Todo se repite. “No hay nada nuevo bajo el sol”, decía Salomón. Según Walter Benjamin eso que llamamos la “moda” es la “Señora de la muerte”.

En el mundo moderno lo nuevo, lo actual, o lo que entendemos como “lo original” termina no siendo tal, ya que el momento primigenio de su creación se deshace en mil pedazos para dar lugar a la reproducción. Al deceso. Porque cada vez que se duplica algo es una clase de asesinato de lo verdadero.

La “fantasmagoría” de la multiplicación hace que el supuesto valor de una cosa se descomponga, transmutándose en un bien comercial, es decir, que solo importe su precio. En ese caso habría que anunciar que “el arte ha muerto”. Recordemos que fue Gustave Flaubert quien preanunció, por ejemplo, “la muerte de la novela” en “Bouvard et Pécuchet”. La trama trata sobre dos copistas que intentan enseñar algo nuevo a los demás pero que, en su desánimo, terminan volviendo a la copia.

Georg Lukács, aunque desde una perspectiva socialista, trataba de explicar esto mismo en el sentido que únicamente la burguesía era dada a escribir novelas y, al no tener consciencia de clase, la obra estaba destinada a su fracaso. En este caso tenemos que asumir también que la literatura ha pasado a mejor vida. Así el mundo y su pretérito y, desde ya, su legado, no existen tal cual lo asumimos, como tampoco la historia como la concebimos.

Benjamin, el angustiado crítico de arte, fue quizás quien mejor retrató los trozos del fin de la historia. Y lo hizo poco después de George W. Hegel y poco antes de Alexandre Kojéve (que nombrar a Kojéve es nombrar a Francis Fukuyama). Esto lo coloca en el enigmático lugar de haber sido un “liberal anarco marxista utópico”, con tintes místicos. Como un Jiddu Krishnamurti del pesimismo, su pensamiento era siempre “actual”. Tal vez se constituyó en un curioso precursor del posmodernismo, aun cuando este estaba esperando emerger del corazón de una era que se desangraba.

Agitador de lo singular, de lo particular, filósofo de la fragmentación y agudo observador de sus partes desgajadas, asume que, de igual modo, la existencia está destinada al olvido, a la desintegración, al anonimato, al no ser. Nada queda. Solo uno mismo es quien siente que deja algo. La paradoja de un objetivista que pretendía pensar desde un sujeto puro e ideal termina inadvertidamente en un raro existencialismo. Es el filósofo de la destrucción, de lo que nada permanece. Asimismo, es el que abre caminos en cada hendidura. En cada encrucijada. No hay posibilidad de saber cómo continúan los aconteceres. Derrumba lo existente. Crea sobre los escombros singulares castillos etéricos de una posible apertura a lo sagrado.

Su vida misma fue una ruina. Depresivo y enfermo Benjamin se suicida en 1940, a los 48 años, para no caer en manos de los nazis. Su naturaleza llevó su aura. Aura como autenticidad de algo que desde su origen dura materialmente hasta ser testimoniada por el paso de las edades. No obstante, el futuro es también devastación llevada a cabo por la maquinaria de la barbarie que tenía grabada a flor de piel.

Los adalides del fascismo eran sostenidos por la estupidez de los pueblos que reconoce en su época. En el automatismo robótico e ideologizado que también vislumbro Gustav Meyrink en su versión de “El Gólem”. Eran lo que estaba de moda. Moda que no tiene validez. Para su presente estos totalitarismos constituían la novedad, la espera soteriológica de las masas idiotizadas. Se presentaban como el futuro de la humanidad siendo en realidad su pasado. Presumiendo de originalidad, de la raza verdadera, eran algo similar a la máquina trituradora de carne que imaginó Franz Kafka en su cuento “En la colonia penitenciaria”.

Adolf Hitler, Benito Mussolini, Engelbert Dollfuss, Corneliu Zelea Codreanu, o Ioannis Metaxás, por citar algunos casos, eran vistos por las multitudes como lo nuevo. Lo último. Lo original. Sin embargo, nunca lo fueron. El progreso y la técnica convirtieron lo fresco en cadáver vacío. En genocidio. De igual manera, lamenta que la intelectualidad está perdiendo su esencia siendo presa del mismo mar del consumo. Por ello Benjamin sabe que terminará del mismo modo: pasando al olvido como si fuese un fantasma de escaparate, dejando únicamente reminiscencias de su ser, auras vacías en aquellas habitaciones hediondas en las que ha habitado. Ante la inmediatez de la vida y del tiempo encuentra alguna forma de trascendencia líquida y forzada en las mercancías que presuntamente duran. Aquello que llaman arte es poseído por una sombra ubicua en el duende de su reproducción. El existir se esfuma como una aparición quedando algo de energía en los fetiches que se saturan de la lógica del capitalismo, del merchandising, de la profanación.

Igualmente, la historia está atravesada por el fordismo, por la producción en serie, imitación que reimprime el hombre para dejar alguna huella y que propende al empobrecimiento, a la barbarie y la idiotización. Es viento de intenciones. Benjamin es el pensador de aquello que nos “zombifica”. De lo “neo”, de lo “post”, de lo “kitsch”. Lo advierte desde una perspectiva objetiva y distante, como si él mismo fuese transfigurado en el “Ángelus novus”. Quizás haya sido su única pertenencia, esa
pintura deslucida que le obsequió Paul Klee.

El ángel de la historia está pasmado, con los ojos y la boca abierta, horrorizado y presto para huir. No era como la “entidad ejecutora” y valiente del Éxodo que asesinó a los primogénitos de Egipto. No era como los Querubines con la espada llameante. Ni como los Serafines que alucinó el vidente Isaías, similares a serpientes ardientes. Tampoco aquel espíritu que quitó la vida de 185.000 asirios en una sola noche. Esta númina mira hacia el pasado y ve montones de cascotes, al girar su rostro observa ahora impotente una catástrofe que se avecina, un huracán, es decir, el progreso que surge desde el paraíso como una corriente irrefrenable que lo impulsa hacia el futuro.

En eso consiste el decurso de las eras. Lo que pasó, a pesar de su horror no está del todo perdido. En cada presente puede redimirse el pasado, en cada ahora el Mesías puede surgir para asistirnos. Empero, a Benjamin nadie pudo salvarlo. Quedan sus obras como aberturas a dimensiones opinables y estéticas a las que aborreció por estar llenas de irreverencia.

Es interesante notar que, de alguna manera la profecía de Benjamin se ha cumplido. Ya anteriormente Friedrich Nietzsche había anunciado la fragmentación de la historia en sus “Intempestivas”. Michel Foucault la veía como infinidad de microrrelatos, así también las corrientes posmodernas como las ideas plasmadas por Gianni Vattimo o por Jean-François Lyotard.

La historia ha terminado, dirá más, la historia ha muerto. “Solo ‘un dios’ puede salvarnos”, profirió alguna vez un influyente nazi. Queda entonces su espectro penando por un mundo concreto. Porque ya no posee tiempo. No posee cuerpo. No posee acontecimientos objetivos, sino una multiplicidad de sentidos sobre los cataclismos que nos hieren de manera insustancial.

La sociedad se dirige hacia el suicido colectivo y a pocos perece importarle. Esta lucidez no puede usarse como moneda de cambio. Es el letargo del ser. Es la embriaguez de la infinitud que se copia incesantemente en lo digital. Lo nuevo ya nace viejo. Transcurre sin demora y sin cavilación. La rapidez da la percepción de que los relojes ya no son esenciales. Y sin tiempo no hay salvación. Sin tiempo el sujeto se deshabita en la erotización del todo.

El ente del siglo XXI perdió su entusiasmo (su “én-Theos”, literalmente: “poseído por un Dios”). Ya no está con Dios, ni mucho menos “en Dios”: hablo de aquel monumento arcaico que siempre lo ancló al sentido. Es el espanto del ángel al que solo le queda huir a otras lejanas esferas. La fuga de los Olímpicos. Es triste advertir que la ausencia es el único medio que encuentra lo divino para no ver que nos acecha constantemente una posible devastación.

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