No hará diez años, aunque hoy me parezca algo ocurrido en otra era geológica, me propuse una vida a caballo entre Caracas y Bogotá.
A solo una hora y cuarenta de vuelo, en ocasiones mucho menos tiempo, con aficiones y amigos en ambas ciudades y sin querer sustraerme a los encantos de ninguna de las dos querencias, en breve me hice a un vaivén “bicapitalino”, pensando que podría sostenerlo perpetuamente. No lo dudaba porque si algo soy es caraqueño y Bogotá, por otra parte, prendió en mí ya en los años 90 del siglo pasado.
Sucesivas catástrofes descompusieron aquel ingenuo burladero de la tiranía madurista. No todas fueron políticas; en la vida privada también ocurren flash floods y avalanchas de lodo. Lo cierto es que muy pronto las idas y venidas debieron suspenderse de golpe: una noche me fui a la cama expatriado voluntario en Bogotá; por la mañana ya era un exilado.