Las autoridades brasileñas han comenzado a investigar el peor ataque contra las instituciones del país desde la restauración de la democracia hace cuatro décadas, y el presidente Luiz Inácio Lula da Silva prometió llevar ante la justicia a los responsables de los disturbios de este domngo.

Decenas de miles de manifestantes imrruprieron de manera violenta en las sedes del Tribunal Supremo, el Congreso y el palacio presidencial rompiendo ventanas, derribaron muebles, destruyeron obras de arte, robaros objetos históricos y armas de la seguridad presidencial revindicando la figura del expresidente Jair Bolsonaro.

Su sucesor, que asumió el cargo el 1° de enero, aseguró que la fuerza policial local, que depende del gobernador de Brasilia, Ibaneis Rocha, un exaliado de Bolsonaro, no hizo nada para detener el avance de los manifestantes.

Lula decretó la intervención federal de la seguridad pública en la capital y prometió castigos ejemplares para los líderes del asalto “fascista” que pretendía provocar un golpe militar, destinado a restaurar a Bolsonaro en el poder, dijo.

“Todas las personas que hicieron esto serán encontradas y castigadas”, dijo Lula a periodistas desde el estado de Sao Paulo.

El asalto suscitó preguntas entre los aliados de Lula sobre cómo las fuerzas de seguridad pública en la capital estaban tan poco preparadas y fueron fácilmente superadas por los alborotadores que habían anunciado sus planes con días de antelación en las redes sociales.

Lula culpó a Bolsonaro de inflamar a sus partidarios tras una campaña de acusaciones infundadas sobre fraude electoral tras el final de su Gobierno marcado por un populismo nacionalista divisivo.

Desde Florida, adonde voló 48 horas antes del fin de su mandato, Bolsonaro rechazó la acusación, tuiteando que las manifestaciones pacíficas eran democráticas pero que la invasión de edificios gubernamentales “cruzó la línea”.

El ataque, que recordó el asalto al Capitolio de Estados Unidos hace dos años por partidarios del expresidente Donald Trump, fue rápidamente condenado por dirigentes mundiales, desde el presidente estadounidense Joe Biden y el francés Emmanuel Macron hasta casi totalidad de los jefes de Estado latinoamericanos.