Horace Rumbold, el ministro inglés

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Sir Horace Rumbold llegó a Buenos Aires como ministro plenipotenciario del gobierno británico hacia los finales de la presidencia de Nicolás Avellaneda. Hombre de mundo, lo había visto con sus propios ojos y nada más acertado que esa definición: había estado en Turín, Florencia, París, Frankfurt, Stuttgart, Viena, Atenas, Berna, San Petersburgo, Constantinopla y la China como diplomático cuando fue enviado a nuestra ciudad. Dejó de su estadía entre nosotros su recuerdo en “The great Silver River. (Notes of a residence in Buenos Aires in 1880 and 1881)”, editado en Londres por J, Murray en 1887, que fue reimpreso tres años después, obra que merecería traducirse y publicarse como tantas otras, que en su momento difundiera ese gran bibliófilo y académico de Letras que fue Rafael Alberto Arrieta.

Llegó en las postrimerías de la presidencia de Avellaneda y le fue posible contemplar nuestra ciudad, que se debatía en las luchas por la federalización de Buenos Aires, y la asunción el 12 de octubre de Julio A. Roca, presenció distintas fiestas en la ciudad y su espíritu inquieto lo llevó a hacer una excursión por el río Uruguay hasta las ruinas de los jesuitas. Hasta recorrió parte del país en los trenes que lo cruzaban despoblado y agreste.

Muchas de estas cosas las habremos de referir en distintas notas, lamentando que tan valioso testimonio no haya sido traducido al castellano todavía. De esas experiencias porteñas una que le llamó poderosamente la atención fue el carnaval de 1881, al que bautizó de “syringomachia”. Recorrió las calles y disfrutó de los salones, parece que los residentes en la nueva “capital federal” y los visitantes de los vecinos pueblos de Flores y de Belgrano supieron divertirse y con ganas, gastaron según nos informa 500.000 docenas de proyectiles perfumados (mucho más que los mortíferos de la reciente contienda por la capitalización) o sea 6.000.000 de pomos de agua con buen aroma, en una ciudad con un total de 300.000 habitantes.

El corso era relativamente temprano y eran un lujo observar algunos carruajes muy engalanados, donde viajaba la mejor sociedad, conducidos muchos de ellos por jóvenes que sabían manejar las riendas y el látigo, y cuyos briosos tiros deslumbraban y trotaban por la mundanal Florida hace la Plaza San Martín ida y vuelta. Pero también iba mezclada la sociedad como no era tan común, con los carros que hasta hace poco rato habían sido utilizados para el reparto de los proveedores; ahora atildados en compañía de sus familias.

A ellos según los carros sociales, tirados por sus integran o por una yunta de caballos percherones, con carabelas, castillos, navíos, y cuanto pueda ocurrírsele a la imaginación, en los que iban también algunos miembros caracterizados de acuerdo a la temática. Los nombres “Estrellas de Italia”, “Roma”, “Hijas del Perú” nos dan una idea del origen de los mismos; “Los locos alegres” o “Los misteriosos” de su estilo, y por su ideología unos italianos: “Libris pensatoris”, “Nietos de Garibaldi” y otros que no simpatizaban con el clero y menos con los padres de la Compañía de Jesús: “Los perseguidos de Loyola”. A la noche decae el corso, pero siguen algunos carruajes o grupos desfilando iluminados con faroles o linternas.

Una de las cosas que más le molestó a Sir Horace Rumbold, fue que los chorritos de agua de los pomos al poco rato ablandaban el cuello y la pechera de la su camisa, perfectamente almidonada.

Su descripción de una recorrida nocturnas por las calles de la ciudad es muy interesante; “Para dar una idea de la originalidad y por cierto de la belleza del acto, conviene indicar que todas las ventanas del “res de chaussée” de las casas de Buenos Aires están provistas de rejas de hierro, cual si fuesen prisiones, y los pisos de esa planta apenas se elevan sobre el pavimento. Cada una de ellas brillantemente iluminadas y llevas de disfrazados, principalmente hermosas damas y niños en trajes de fantasía, daba la sensación de un proscenio enjaulado con una suerte de plataforma con animadas figuras de cera. Algunas casas parecían en verdad sitiadas por gentes que prendidas de los barrotes no se separaban de ellos, chillidos y carcajadas. Tres o cuatro horas, patios, galerías, zaguanes, y balcones, los poblaban jóvenes y viejos despreocupados de sus respectivas clases. Yo vi los más elegantes atavíos y los más adorables hombros, de sedosa blancura, empapados en aquella diversión, como si hubiesen sido una común chaqueta y su vulgar portador. Las señoras, todas vestidas con ligeras ropas, propias de la estación, estaban mojadas hasta los huesos, afortunadamente era verano”.

A él mismo lo empaparon con “chaparrones” desde los balcones, algo absolutamente prohibido pero que se hacía igual. Los salones eran visitados por grupos de enmascarados que entraban a las casas, en medio de la confusión y el tumulto, o por guitarreros y copleros. No deja de reconocer Rumbold también aquella hospitalidad “que admiraban los visitantes extranjeros” y que pudo comprobar por sí mismo, donde en esas fiestas “a nadie se apartaba de la mesa llena de refrescos y golosinas”.

Cansado de tanto trajinar las calles porteñas, con su cuello y pechera en pésimo estado nuestro diplomático siguió rumbo a su casa, esa noche como era costumbre el Club del Progreso daba uno de esos bailes, y le llegó la noticia que un sujeto disfrazado de dominó color oscuro era el mismísimo presidente Roca.

Historias de la ciudad y de un Carnaval, totalmente olvidado.


[1] Historiador. Vicepresidente de la Academia Argentina de Artes y Ciencias de la Comunicación.

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