Marguerite Duras, protagonista de una vida agitada

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Hace veinte años, fallecía una de las escritoras francesas más emblemáticas del siglo XX, a tal punto que su vida y sus escritos son difícilmente separables. La recordamos con uno de sus cuentos: “El tren a Burdeos”.

La vida de la escritora francesa Marguerite Duras se integra en casi todos sus escritos, al punto que a veces rivaliza con las aventuras inventadas y otras veces las supera en emoción y excentricidad. En todo caso, es difícil entender las novelas de esa mujer nacida en lo que hoy es Vietnam sin prestarle atención a su biografía.

Duras nació en la ciudad de Gia Dinh, en Indochina o la “China del Sur” en 1914, durante la dominación francesa de ese territorio, y falleció en París hace 20 años, el 3 de marzo de 1996.

Las costumbres que aprendió junto a su madre en Indochina, donde residió hasta 1932, le inspiraron más de un libro. “Un dique contra el Pacífico” fue la novela que la hizo célebre en 1950, luego de haber publicado algunos relatos con poco éxito.

En la década del ’40 participó en la Resistencia francesa, tras la invasión nazi y fue deportada a Alemania, donde sobrevivió de milagro. Una vez que finalizó la II Guerra Mundial, se dedicó al periodismo, a la literatura y al teatro. Sin embargo, su gran pasión fue el cine, para el cual escribió guiones y dirigió películas.

En un principio, se volcó al estilo neorrealista italiano, con “Los caballitos de Tarquinia”, de 1953, aunque luego de acerco al existencialismo y, por ende, al llamado “Nouveau roman”. En “Moderato cantábile” no se contenta con el experimentalismo sino que le otorga un toque personal a la filmación.

Uno de los puntos más alto en la colaboración que mantuvo como escritora con el cine es el extraordinario guión de la película “Hiroshima, mon amour”, dirigida por Alain Resnais en 1958.

Allí expone lo que ella considera sus “temas universales”: el amor, el sexo, la muerte y la soledad. Más tarde publicó algunas novelas que acrecentaron su fama en el mundo como “El amor”, de 1971, y la celebrada “El amante”, de 1984, que ganó el Premio Goncourt. En 1990, se conoció su última novela, “La lluvia de verano”.

Gaceta Mercantil presenta uno de sus relatos:

El tren a Burdeos

Una vez tuve dieciséis años. A esa edad todavía tenía aspecto de niña. Era al volver de Saigón, después del amante chino, en un tren nocturno, el tren de Burdeos, hacia 1930. Yo estaba allí con mi familia, mis dos hermanos y mi madre. Creo que había dos o tres personas más en el vagón de tercera clase con ocho asientos, y también había un hombre joven enfrente de mí que me miraba. Debía de tener treinta años. Debía de ser verano. Yo siempre llevaba estos vestidos claros de las colonias y los pies desnudos en unas sandalias. No tenía sueño. Este hombre me hacía preguntas sobre mi familia, y yo le contaba cómo se vivía en las colonias, las lluvias, el calor, las verandas, la diferencia con Francia, las caminatas por los bosques, y el bachillerato que iba a pasar aquel año, cosas así, de conversación habitual en un tren, cuando uno desembucha toda su historia y la de su familia.

Y luego, de golpe, nos dimos cuenta de que todo el mundo dormía. Mi madre y mis hermanos se habían dormido muy deprisa tras salir de Burdeos. Yo hablaba bajo para no despertarlos. Si me hubieran oído contar las historias de la familia, me habrían prohibido hacerlo con gritos, amenazas y chillidos. Hablar así bajo, con el hombre a solas, había adormecido a los otros tres o cuatro pasajeros del vagón. Con lo cual este hombre y yo éramos los únicos que quedábamos despiertos, y de ese modo empezó todo en el mismo momento, exacta y brutalmente de una sola mirada. En aquella época, no se decía nada de estas cosas, sobre todo en tales circunstancias. De repente, no pudimos hablarnos más. No pudimos, tampoco, mirarnos más, nos quedamos sin fuerzas, fulminados.

Soy yo la que dije que debíamos dormir para no estar demasiado cansados a la mañana siguiente, al llegar a París. Él estaba junto a la puerta, apagó la luz. Entre él y yo había un asiento vacío. Me estiré sobre la banqueta, doblé las piernas y cerré los ojos. Oí que abrían la puerta, salió y volvió con una manta de tren que extendió encima mío. Abrí los ojos para sonreírle y darle las gracias. Él dijo: “Por la noche, en los trenes, apagan la calefacción y de madrugada hace frío”. Me quedé dormida. Me desperté por su mano dulce y cálida sobre mis piernas, las estiraba muy lentamente y trataba de subir hacia mi cuerpo. Abrí los ojos apenas. Vi que miraba a la gente del vagón, que la vigilaba, que tenía miedo. En un movimiento muy lento, avancé mi cuerpo hacia él. Puse mis pies contra él. Se los di. Él los cogió. Con los ojos cerrados seguía todos sus movimientos. Al principio eran lentos, luego empezaron a ser cada vez más retardados, contenidos hasta el final, el abandono al goce, tan difícil de soportar como si hubiera gritado.

Hubo un largo momento en que no ocurrió nada, salvo el ruido del tren. Se puso a ir más deprisa y el ruido se hizo ensordecedor. Luego, de nuevo, resultó soportable. Su mano llegó sobre mí. Era salvaje, estaba todavía caliente, tenía miedo. La guardé en la mía. Luego la solté, y la dejé hacer.
El ruido del tren volvió. La mano se retiró, se quedó lejos de mí durante un largo rato, ya no me acuerdo, debí caer dormida.

Volvió.
Acaricia el cuerpo entero y luego acaricia los senos, el vientre, las caderas, en una especie de humor, de dulzura a veces exasperada por el deseo que vuelve. Se detiene a saltos. Está sobre el sexo, temblorosa, dispuesta a morder, ardiente de nuevo. Y luego se va. Razona, sienta la cabeza, se pone amable para decir adiós a la niña. Alrededor de la mano, el ruido del tren. Alrededor del tren, la noche. El silencio de los pasillos en el ruido del tren. Las paradas que despiertan. Bajó durante la noche. En París, cuando abrí los ojos, su asiento estaba vacío.

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