La madrastra

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Documentos desclasificados después de 50 años en el Reino Unido dieron luz a una historia fascinante: la de la reclutadora de los cinco espías que se hicieron famosos tras desertar, en plena Guerra Fría, después de décadas de trabajar para la Unión Soviética. Quién fue y cómo hizo para infiltrarse en el MI5, según el testimonio de un coronel de la KGB.

La desclasificación de documentos de los servicios de inteligencia británicos (MI5), que han permanecidos cerrados durante el último medios siglo, acaba de revelar que la famosa red de espías conocida como “Los cinco de Cambridge” (también “Los apóstoles”) tuvo una suerte de “matriarca” encargada de reclutarlos para Moscú. Así comienza esta historia, verídica, que obliga a evocar las obras de John Le Carré y Graham Greene.

El papel de la “matriarca” nunca pudo probarse, a diferencia de la identidad de su sexto agente –hasta hoy desconocido para el público- que también trabajó para los soviéticos pero salió impune para evitar el escándalo. Hay que tener en cuenta que se estaba en plena Guerra Fría. Era Cedric Belgrage, un célebre crítico de cine inglés.

Estos papeles que ven la luz ahora apuntan a la austriaca Edith Tudor-Hart, una renombrada fotógrafa fallecida en 1973, como la desencadenante de uno de los escándalos de espionaje más sonados de la Guerra Fría: una red integrada por antiguos universitarios de Cambridge que consiguieron infiltrarse en el establishment británico tras ser reclutados por la Unión Soviética en los años ’30 del siglo pasado. Ella habría sido la responsable, según los documentos de la agencia de inteligencia británica, de fichar en primer lugar a Kim Philby, entonces uno de los jefes del MI5 y el personaje más notorio de ese grupo.

Después de Philby, a quien Tudor–Hart puso en contacto con el jefe de los espías soviéticos, Arnold Deutsch (alias Otto), cayeron en la red sus antiguos colegas de estudios Donald Maclean, Guy Burguess, Anthony Blunt y un quinto nombre cuya identidad nunca ha sido del todo clarificada porque se sigue barajando más de un nombre.

En ninguno de los profusos libros, películas y series de televisión consagrados a “Los 5 de Cambridge” a lo largo de las últimas décadas aparece el personaje de Tudor-Hart como figura clave de toda la trama.

Edith Suschitzky, natural de Viena, profesora visitante del Reino Unido hasta su expulsión en 1931 por sus simpatías comunistas, regreso al país a raíz de su boda con un médico británico que le procuró su nuevo apellido. Tras su separación del galeno, Edith vivió en un piso del norte de Londres donde recibía las órdenes de Moscú. Acabó contactando a Philby a través de la esposa de este, que también era austríaca.

Aquella fotógrafa a la que recientemente se le dedicó una retrospectiva en la Galería Nacional de Retratos de Escocia, fue objeto entonces de una exhaustiva vigilancia pero ni siquiera después de la deserción de Burguess y Maclean (en 1952) el MI5 consiguió que implicaran a Philby, entonces alto funcionario del Foreign Office.

Hizo falta otra década para que se destapara, por otras vías, la traición de Philby -huido a la URSS- y la confesión de Blunt en 1964 clarificando el papel de Tudor-Hart: “Era la matriarca de todos nosotros”.

Que un promotor británico del Hollywood dorado, celebre crítico de cine, reciclado en funcionario de los servicios de inteligencia de su país durante la Segunda Guerra Mundial pasara información secreta a los soviéticos es algo que Londres supo en su tiempo. Pero el renombre de Belgrage en la época y la humillación de admitir que fueron los aliados americanos quienes detectaron sus actividades antipatrióticas, ante la ceguera de Londres, acabaron dando un carpetazo a un asunto que solo desde hace menos de un mes se conoce.

El superespia ruso y los Great Five. En noviembre de 1994 el periodista inglés John Morrison describió a Yuri Ivanovich Modin como uno de los agentes más capaces de la historia de la KGB: ese año Modin se parecía más a un abuelito que a un curtido agente que a lo largo de 44 años trabajó en el servicio secreto y, que según los expertos, controló el circulo de espías más influyente del siglo. Justamente en Londres, en ese momento, se acababa de publicar “My five Cambridge friends” (“Mis cinco amigos de Cambridge”), el libro en el que el coronel Modin repasa los secretos que recogió, tradujo, evaluó y paso a Moscú.

Pero este espía soviético, retirado en 1988 después de ser profesor de agentes en la academia Andropov de la KGB, puede permitirse el lujo de ser generoso. “Tengo una opinión muy buena del espionaje británico”, dice, y describe cómo construyó su “obra”: “Trabajo no como un libro de memorias o una novela de detectives, sino como un intento de trazar un retrato psicológico de estos hombres”. De aquellos cinco graduados por la Universidad de Cambridge, todos menos uno están muertos. Sus carreras como espías acabaron de hecho en 1951 con la espectacular huida a Moscú de Maclean y Burguess. Philby murió en Moscú en 1988, 25 años después que Burguess y cinco más tarde que Maclean. El historiador de arte y curador de la Reina, Sir Blunt –el cuarto nombre según anunció Margareth Thatcher en 1979- falleció en el Reino Unido en 1983, en desgracia pero libre. Solo John Cairncross, el menos conocido de los cinco, vive todavía en Francia.

La temida KGB. Modin confirmó por primera vez que la información proporcionada por el escurridizo Cairncross, incluida la primicia para Moscú del proyecto anglo-norteamericano de invasión, era en cada una de sus piezas tan importante como la de los otros cuatro.

El militar soviético no se reunió nunca con Philby y Maclean, aunque durante años trabajó con sus documentos y procesò su información. En 1947, como un veinteañero camuflado de diplomático, el coronel recorría parques de Londres para sus contactos clandestinos con Cairncross, Burguess y Blunt.

El libro de Modin rehabilita a Burguess, descrito por muchos como poco más que un aficionado indiscreto y borracho, pero al que el ex espía ruso considera una figura central del grupo y un peso pesado intelectual. “Sobre Burguess se han escrito y cometido más errores que con cualquiera de los otros”, dice Modin. “Tenía una mente excepcional, profunda, mucho más que el resto…no era simplemente un ‘gamberro homosexual’”.

Modin se describe a sí mismo como un hombre “completamente vulgar, desde luego no por encima de la media”. Pero su libro revela los modos que lo hicieron un modelo en el manejo de un círculo de espías. El principal, que donde otros agentes de la KGB utilizaban las maneras estalinistas, Modin usó su propia juventud e inexperiencia para construir una relación de amistad en la que él desempeñaba el papel de alumno y sus agentes, el de maestros.

En marzo de este año el historiador Nigel West reflexionó sobre los cambios en el espionaje desde la Guerra Fría. Tras el hundimiento del bloque soviético, los servicios de espionaje occidentales pasaron por una serie de fases que reflejaban muy claramente las preocupaciones de los políticos de la época.

En un primer momento se cuestionó la necesidad de seguir manteniendo los costosos gastos de espionaje y el senador Daniel Patrick Moynihan llegó a proponer la abolición de la CIA.

Se produjeron enormes recortes en las agencias de seguridad y espionaje de Occidente, mientras antiguos miembros de los servicios secretos formaban colas frente a las embajadas estadounidenses, decididos a revelar secretos y negociar una nueva vida en la cálida Florida.

En el Reino Unido, cuando la URSS desapareció del mapa geopolítico, también estuvo en peligro el futuro del mismísimo MI5, que con gran astucia sugirió una extensión de su ámbito para tratar al terrorismo ingles y así garantizarse la supervivencia. Desafiando la oposición de Scotland Yard se le concedió una prorroga al servicio secreto interno, que prácticamente abandonó sus misiones de contraespionaje y contrasubversion y empezó a colar agentes en el Ulster para enfrentarse al IRA Provisional empleando sus sofisticados recursos de vigilancia contra el crimen organizado e investigando a policías corruptos que hasta entonces no habían sido detectados por los medios convencionales.

Esta fase de recortes dejó a Occidente en una situación de desventaja considerable cuando Al Qaeda explotó. Y aunque consiguieron la decapitación del grupo terrorista y lo dejaron sin líder, también privaron a los servicios secretos del respaldo político necesario para seguir con la guerra contra el terrorismo.

Este aislamiento exitoso de Al Qaeda tuvo un precio, y Occidente destinó amplios recursos a unos presupuestos de inteligencia cada vez más altos. En líneas generales, el tamaño del aparato de seguridad y espionaje occidental terminó duplicándose, lo que ha generado teorías conspirativas de todo tipo pero, básicamente, de las que apuntan que los del Osama Bin Laden fueron “creados” por Estados Unidos y sus aliados.

Actualmente, los principales objetivos de las agresivas operaciones de contrainteligencia son China, Rusia, Irán, Israel, Corea del Norte y Pakistán. Cada vez hay más pruebas de que el Kremlin ha autorizado a las agencias que sucedieron a la KGB -el SVR, antiguo primer alto directorio de la KGB y responsable de operaciones de inteligencia; el FSB, que se ocupa del contraespionaje doméstico; y el recalcitrante GRU, el servicio de inteligencia militar- para que localicen y eliminen a los enemigos del régimen y se expandan hasta abarcar los ámbitos clandestinos del espionaje político, militar e industrial.

West es autor, entre otros libros, del “Historical Dictionary of Cold War Counterintelligence” (“Diccionario Histórico de la contra-inteligencia en la Guerra Fría”) y acaba de publicar “Double cross in Cairo” (“Doble juego en el Cairo”) de Biteback Books.

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