La invención del turismo cultural en la Europa del siglo XVIII

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Goethe entregó sus días en Roma, epicentro de los incipientes viajes, al estudio del arte, a la práctica de la pintura y al coleccionismo. Pero fueron los ingleses los primeros “turistas” masivos, para su época.

Volver a viajar…he allí una de las expresiones más reiteradas, casi un clamor social de los sectores aspiracionales, tras este último año y medio de restricciones sanitarias por la pandemia.

Pero la moda de los viajes no es nueva en Occidente, aunque al comienzo no fue masiva. El deseo de conocer tierras exóticas inspiró los viajes de Pausanias. Y la curiosidad naturalista fue letal en el caso de Plinio, quien pereció por su inoportuno interés vulcanológico en el Vesubio.

Sin embargo, en el siglo XVIII aparecen en una pequeña porción de la Europa “civilizada” unas motivaciones diferentes al comercio o al peregrinaje a los santuarios para emprender largas travesías.

En efecto, en aquel momento “neoclásico” se perfila, por vez primera, un móvil que hoy llamaríamos estrictamente “turístico” de los viajes por Italia, pero con un propósito explícitamente “cultural”: conocer y contemplar los monumentos imperiales romanos que, aún en su ruina, eran la fuente de cuanto podía denominarse refinamiento y buen gusto.

De ahí que Italia fuera el principal destino de los viajeros con una formidable oferta, a la manera de un museo “a cielo abierto”, de arte, paisaje, historia y costumbres pintorescas. Y no sólo estaban allí los vestigios romanos: de paso, el viajero podía contemplar las obras de los artistas “modernos” como Miguel Ángel o Rafael o Bernini.

Sin duda, el interés arqueológico de los primeros eruditos y coleccionistas de origen alemán, que no visitaron Grecia y que juzgaban los méritos del arte griego según las ruinas y las copias romanas, promovió un redescubrimiento de Italia y sus tesoros anticuarios. Pese a las prohibiciones papales, el tráfico de piezas antiguas era una práctica activa y, seguramente, estimulaba la curiosidad por conocer la “cantera” de origen de aquellos objetos que, de tanto en tanto, llegaban a Londres, a París, a Viena, a Berlín o a Madrid.

Para el critico y arqueólogo Johan J. Winckelmann, sólo un corazón y una sensibilidad previamente preparados podían disfrutar de semejante belleza. De allí la necesidad de no descuidar el entrenamiento de la mirada. Estos preceptos debieron tener una gran influencia en la actitud de los viajeros alemanes cultos que llegaban a Italia.

Wolfgang Goethe fue uno de ellos: emprendió su travesía en el otoño de 1786. Su experiencia quedó plasmada en las cartas y apuntes de su “Viaggio in Italia”. Anotó cuanto veía con emoción romántica, consignando, incluso, la primera vez que contempló el mar desde la torre de San Marcos, en Venecia.

Sus días en Roma los entregó, por completo, al estudio del arte, a la práctica de la pintura y al coleccionismo. En Nápoles, en cambio, su conducta fue más bien la de un turista ocioso en la “campagna felice” (apuntó que “aquí sólo se desea vivir… entre gentes que sólo piensan en divertirse…”).

No existen estadísticas pero los testimonios disponibles revelan un tráfico receptivo fuera de serie, muy por encima de cualquier otro país europeo de entonces. “Il viaggio” a Italia era, sin duda, el privilegio de una élite en la que se alternaban escritores, artistas, científicos, estadistas, diplomáticos, coleccionistas, caballeros mundanos y damas refinadas. La obra de Carlo Bandini, “Roma nel settecentto”, publicada en tiempos de Benito Mussolini, logró un retrato vívido y documentado de aquellas escenas plagadas de exquisitos “dilettanti”.

Es que en el “settecentto”, la visita a Roma casi se imponía como un deber para las personas cultas (o que pretendían serlo), y muy particularmente para los ingleses, prototipos del visitante extranjero flemático, afable, curioso y dadivoso, dispuesto a adquirir objetos y a contratar servicios y, por lo mismo, aprovechable económicamente para los locales.

Evidentemente, los ingleses preludiaron el acierto del axioma contemporáneo que postula que, no habiendo cuarentena de por medio, el turismo es un motor del desarrollo en la escala local.

Además, el culto de la estatuaria antigua fue, en la Inglaterra de mediados del siglo XVIII, quizás más fuerte que en los países continentales. Los coleccionistas importaban mármoles y bronces en cantidad considerable.

Joseph Adison escribió en su “Remarks on several parts of Italy” que no había país del mundo adonde viajar, con tanta ventaja, como Italia. De este modo, la visita a la península se volvió “fashionable”, una moda elegante y bien vista en los círculos sociales principales (como lo fue para la Argentina de finales del siglo XIX el viaje a París; o para los argentinos de los 90, y aunque con un toque ostensiblemente mersa, el viaje de compras a Miami). Tanto es así que al fundarse en Londres el Dilettanti’s Club, una de las condiciones de admisión era haber realizado, por lo menos…¡un viaje a Italia!

El ya citado Bandini afirmaba que en 1818 visitaron Roma unos dos mil ingleses, un número elevado frente a los 140.000 vecinos romanos. Esto produjo una consecuencia persistente  en Roma: el altísimo costo del hospedaje, no siempre consistente con su buena calidad.

Pero, junto con los ingleses, también llegaban franceses, alemanes, polacos, belgas, holandeses y algún español. Obviamente, no había, todavía, japoneses, chinos y estadounidenses disponibles. Aunque respecto de estos últimos, suele pasarse por alto que, ya desde 1760, algunos artistas de Filadelfia tuvieron una temprana experiencia italiana.

En el caso de los franceses, el exilio en masa de los aristócratas, luego de la Revolución, en 1789, motivó que alguien viera, en aquella Roma, una segunda Versailles.

¿Cómo se viajaba? En el “settecentto” el medio más común y económico era el “coche postal”, es decir, el correo. Pero quien disponía de mayores recursos podía adaptar una carroza y cambiar caballos en las “postas”. En muchos casos, por razones de imagen, algunos viajeros pretenciosos comenzaban su itinerario en el coche postal y luego, llegando a destino, transbordaban a una mejor carroza para protagonizar una entrada más elegante. Así lo consignó Giacomo Casanova en sus “Memorias”.

El indicio infalible de la riqueza del viajero era la cantidad de su equipaje y de su servidumbre. Un gentilhombre debía llevar, por lo menos, un criado. Y una dama, por lo menos un lacayo y una doncella de compañía. El séquito incluía un “correo” o emisario, que debía adelantarse a cada destino y preparar adecuadamente la llegada de los viajeros y su acomodamiento. A veces, no se hallaba alojamiento y el viaje debía continuar durante la noche. En estos casos se recurría al “dormeuse”, una carroza más amplia equipada con pequeños camastros, cuyo mayor costo se debía al mayor número de caballos que requería.

Algunos viajeros llegaron a inventar soluciones ingeniosas para hacer la travesía más cómoda y más barata: el banquero francés Bergeret y su acompañante Honoré Fragonard (el padre del célebre pintor), habiendo combinado rutas marítimas y terrestres, llevaban una “berlina” desmontable provista incluso de una biblioteca para sobrellevar el tedio de los trechos más lentos o las paradas forzosas causadas por el mal estado de los caminos (más tarde, Lord Byron utilizó, también, una berlina, no sólo para moverse por Italia sino para escapar de sus acreedores).

Tal vez la berlina del duque de Richelieu fuera el ejemplo más refinado: estaba equipada con una cama, mesa, espejos, lavabo, sillones y alfombras. Algún cronista vio en ella el anticipo del “coche-cama” y del “vagón-restaurante” de los trenes modernos.

La cuestión del alojamiento. La respuesta sistemática a la demanda de alojamiento fue otra innovación que trajo la Modernidad.

Una vez llegado a Roma, tras un viaje largo, por momentos inseguro y por regla poco confortable, el extranjero buscaba el punto turístico central, que era la Piazza de Spagna, con el sonido refrescante de la Fontana de la Barcaccia y su ambiente cosmopolita. Los romanos llegaron a bautizarla como “il ghetto degli anglesi”, por la marcada presencia británica.

A su alrededor se multiplicaban los albergues (señalados por un gancho pendiente de su puerta) que, si bien no eran lujosos, eran bastante confortables y ofrecían algunos menús adaptados al paladar internacional (he allí otra cuestión crítica durante el viaje: las comidas regionales y sus efectos gástricos…).

En otros sitios de menor calidad, el albergue era apenas una escala transitoria hasta obtener una residencia definitiva de mejor categoría en algún edificio de renta o algún “palazzino” venido a menos. Mucha de aquella hotelería era atendida por franceses aunque en la vía dei Condotti funcionaba desde 1750 un albergue alemán, Franz-Bösler, convertido más tarde en el Hotel d’Allemagne. Allí se hospedaron Winckelmann y Stendhal, entre otros.

A juicio de Casanova el mejor hotel romano era el Ville de Londres. Relata que una noche, mientras esperaba que le arreglaran su habitación, se “coló” en el cuarto donde dormía una tal Teresa, la joven hija del propietario. La aparición súbita de una mucama frustró toda maniobra obvia, tratándose de Casanova.

Guías, paseos, cartas y “protopostales”. En cuanto a los “guías locales”, existía una disponibilidad de “cicerones”, en general con aspecto de mendigos y cuyo dudoso expertise, absolutamente empírico, provenía de la repetición de relatos populares y de su merodeo de los sitios ruinosos en procura de dádivas.

La práctica de los paseos “guiados” por expertos, aunque pudo verificarse en algunos casos, era sin duda escasa y aleatoria, y se irá fortaleciendo más tarde con el establecimiento de academias y escuelas extranjeras con sede permanente en Roma.

No bastaba para los viajeros la contemplación de paisajes, de monumentos y de costumbres vernáculas y pintorescas. El relato epistolar de los paseos idílicos (y a veces muy agitados, como escribió Goethe: “Terminas el día cansado de tanto mirar y admirar…”) y las “promenades archéologiques” eran parte de la experiencia del viaje. ¿Cuántas piezas epistolares “volaban”, desde Roma o Venecia o Nápoles o Sicilia, por las rutas europeas? Imposible establecerlo.

Pero, no habiéndose inventado aún la cámara fotográfica portátil, que fue casi un emblema del turista moderno (al menos hasta que los teléfonos celulares incorporaron cámaras), otro elemento narrativo vinculado a este turismo cultural en germen fueron las protopostales, esas láminas conteniendo imágenes de edificios y luoghi significativos. No se trata, propiamente de la postcard o la carte-postal que iba a establecer su formato canónico en el siglo XIX, con la consolidación de las redes de correos, pero allí estaba ya el dispositivo iconográfico. También en este punto la Roma del “settecentto” ofrece un antecedente a través de la producción impresa en serie de vedutte o grabados con vistas monumentales y panorámicas con frecuencia exageradas, en procura de un impacto visual indeleble. Si bien la práctica no era nueva, alcanzó su auge en el siglo XVIII, evolucionando desde un registro meramente “topográfico” a uno arquitectónico fuertemente “arqueológico”.

A los trabajos de los precursores  Alessandro Specchi o Giovanni Falda, se sucedieron las pulcras vistas de edificios de Giuseppe Vasi, entre otros muchos. Y, por supuesto, los grabados de Giovanni Battista Piranesi, con sus claros y oscuros que anticipaban la mirada ruskiniana, romántica y ruinista de aquellos paisajes

Sus grandes láminas debieron funcionar como una primera aproximación para muchísimos viajeros y hasta para generaciones subsiguientes. Esa manera teatral de presentar las ruinas romanas (no olvidemos que Piranesi era, además de dibujante, arquitecto y escenógrafo), enormes en tamaño y alcanzadas, como dije, por fuertes contrastes de luz y de sombras, y por una deliberada reducción de la escala de las presencias humanas, era un detonante imaginario y onírico de ese “clasicismo romántico” en gestación.

Ciertamente, tanto exageró la escala (y las excéntricas perspectivas de los edificios) que, para muchos observadores, la contemplación “in situ” del modelo real podía ocasionar una cierta decepción. Ese fue el caso del artista John Flaxman al llegar a Roma.

Tanto los volúmenes ilustrados como los grabados sueltos debieron obrar no sólo como un souvenir del viaje sino también como marketing de una Roma con una posición singular como el más completo y concentrado núcleo para observar y estudiar las antigüedades clásicas. Aunque, por su parte, también Nápoles entraba en competencias tras el descubrimiento de las ciudades sepultadas por el Vesubio. Pero esa es otra historia.

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