Mendoza vista por un viajero ruso en el siglo XIX

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En una de sus licencias en medio de la guerra con Turquía, en 1836, el personaje leyó al científico alemán Alejandro von Humboldt y el relato de sus experiencias lo motivó a conocer “las maravillas del Nuevo Mundo”.

Las crónicas de los viajes es algo más que interesante pero lamentablemente hay mucho material disperso. Susana Santos Gómez hizo una magnífica bibliografía sobre los viajeros que recorrieron nuestro país sumando más de 2.500 registros, pero de esto hace más de cuatro décadas y la obra sigue siendo de obligada consulta.

Hace pocos días me enteré que en Mendoza, la doctora Teresa Alicia Giamportone recopiló para la colección “Viajeros por los Andres”, en 2006, un tomo sobre los ingleses que completó dos años más tarde con otro y un tercero en 2010 sobre los provenientes de Francia.

No los he leído ni conozco esas obras, apenas a su autora, pero es una pena que estos trabajos no tengan mayor difusión porque son por demás interesantes, y la recopilación de documentos y memorias, y su publicación, revelan además una inmensa generosidad de parte de quien emprende ese trabajo, divulgando y ofreciendo un interesante material.

Empedernida lectora de viajeros, hace poco Olga García de D’Agostino recordaba a un viajero ruso, Platón Alejandrovich Chijachev (o Chikhachev), que dio a conocer una crónica titulada “Viaje a través de las pampas argentinas”.

En 1836 y con apenas 23 años, después de haber participado en la guerra contra Turquía, este personaje emprendió un viaje por Estados Unidos, Canadá, México, Ecuador, Perú, Chile y nuestro país. En una de sus licencias en medio del conflicto bélico, leyó al científico alemán Alejandro von Humboldt y el relato de sus experiencias lo motivó a conocer “las maravillas del Nuevo Mundo”.

Después de recorrer Canadá y México, llegó en un barco corsario hasta Guayaquil, viaje en el que vivió no pocas aventuras. Subió las montañas hasta Quito a lomo de mula, estuvo en Perú y finalmente llegó a Valparaíso, en Chile. A fines de diciembre de 1836 o comienzos de 1837 emprendió el cruce de la cordillera rumbo a Mendoza, para después seguir a Buenos Aires.

Apenas comenzó a atravesar la cordillera observó el comportamiento de  las mulas que “estiraban el pescuezo, dilataban las ventanas de las narices y olfateaban el camino con sorprendente intuición; luego trepaban con paciencia los innumerables recodos que solamente desde lejos podían considerarse caminos para cruzar la montaña. Faltas de aliento, parábanse de cuando en cuando para recuperar fuerzas y comenzaban de nuevo sin esperar la exigencia de seguir adelante”. Hacía esa marcha en compañía de un tal Antonio, que varias veces es mencionado en el texto.

En otro pasaje, al filo del mediodía alcanzaron “uno de esos refugios construidos para los viajeros a quienes sorprenden los temporales del invierno y allí hicimos nuestra siesta… después de tres horas de descanso y de comer alguna cosa comenzamos a subir de nuevo. El camino poníase cada vez más difícil y el gran número de cadáveres y esqueletos de animales eran signo de cuanto podíamos esperar en tan azarosa travesía”.

Los refugios a que se refiere eran las “casuchas del rey”, obra de Ambrosio O’Higgins, comerciante, funcionario del gobierno español, capitán General de Chile, luego virrey del Perú y padre de Bernardo, el prócer de la independencia chilena.

La descripción de la cordillera es por demás interesante. La llegada a Paramilo, en Uspallata, continúa así: “Es el punto más elevado en el camino a través de la cadena del este, Desde su cumbre, por primera vez se dilata bajo la mirada la extensión inconmensurable de las pampas, como si estuviéramos frente a un mar sin límites… sólo después de un rato pudimos distinguir a través de la atmósfera vaporosa el verde de los campos y la ciudad de Mendoza”.

Dejemos ahora el sabor del relato de Chijachev: “Era de tarde cuando llegamos al espléndido oasis de Mendoza. Los rayos del sol caían a plomo y el calor, intensificado por la reverberación en las blancas paredes de las casas de Mendoza, se puso tan violento que nos vimos forzados a buscar urgente la frescura de la posada de la ciudad. Por desgracia era la hora de la siesta. Nadie contestó a nuestro contundente llamado de voces y golpes de mano. No quise turbar la paz general; decidí descansar en uno de esos verdes refugios de verano levantados a la orilla de los canales de riego, a pesar de los mosquitos. Ya había tenido oportunidad de relacionarme íntimamente con ellos en varias latitudes de la zona tórrida y de convencerme de su especial preferencia por la sangre europea. Pero Antonio, siempre experto en solucionar cualquier situación, me indicó que esperara un poco y en seguida reapareció con la noticia de que había encontrado una cabaña en la cuál todos nosotros, hombres y mulas, podíamos estirarnos tranquilamente. Tan pronto como entré, para mi grandísimo deleite, vi una vieja hamaca hecha de hojas de palma colgada del techo. El resto del mundo dejó de interesarme en absoluto; como un relámpago me arrojé en ese pedazo de cielo que me brindaba la tierra y me dormí como un muerto”.

Cuando se despertó, relata, “ya las cosas habían cobrado aspectos diferentes; flora y fauna parecían despertar de su modorra; la población de la localidad empezaba a salir por las calles de Mendoza. Hasta podría decirse que cierta actividad se manifestaba en las gentes, si tal palabra corresponde aplicar a su pereza natural, pues para ellos nada tiene importancia en este mundo a no ser sus quehaceres domésticos o el cuchicheo pueblerino. Uno se pregunta como podrían desarrollar sus energías con las 1.200 verstas (medida de longitud rusa) de llanura nada fáciles de cruzar que los separaban del Océano Atlántico y las cordilleras andinas que impedían su acceso a las ciudades costeras del Pacífico. Mendoza está aislada del resto del mundo. Pero, por otra parte, durante su corto paso por el mundo -¿puede un hombre necesitar algo mejor que la naturaleza generosa, el benéfico cielo, la poesía de la vida contemplativa-, todo eso que solo se entiende a fondo en estas latitudes misteriosas? Sin duda, para la mente y la personalidad europea, formada de diferente educación, bajo diferentes demandas y diferentes intereses, es increíble la apatía en que viven sumergidas las gentes de estos países. Las variadas y numerosas incitaciones de la civilización europea estimulan y sustentan la actividad mental y la energía de la voluntad humana, pero aquí no se encuentra nada similar. La superioridad del pensamiento, que en otras partes enaltecen al individuo sobre el común de los hombres, no se reconoce aquí como actividad de importancia. Puede ser tal vez un regalo inútil, una tortura, un mero juego sin recompensa alguna”.

Este párrafo, que alude a la chatura local, lógicamente pensando quien era y de donde venía el autor, queda totalmente desvirtuado con el que sigue, y fue honesto de parte del autor no dejar de apuntar todas sus impresiones de esos “corazones excelentes” y magníficos anfitriones, hospitalidad de la que pueden enorgullecerse los mendocinos.

“Me encaminé a entregar varias cartas de recomendación que traía conmigo, pero no encontrando a los destinatarios en su casa fui a parar a la Alameda. Estaba seguro de dar con ellos en el transcurso de la tarde. Y no estuve equivocado. Trabé a poco andar todas las relaciones que deseaba con la sociedad mendocina en dicho paseo público”, añadió.

“Uno de los más prestigiosos miembros de la sociedad de Mendoza, el doctor R., tuvo una idea magnífica. Convocó, debajo de un viejo árbol, a constituirnos en tertulia. Esto significaba pasar la jornada en compañía de un grupo de corazones excelentes, de unos hombres sencillos y de unas mujeres encantadoras. Nadie prestó atención a mi traje raído y a mis maneras extrañas. Me aceptaron con la más sincera y natural cordialidad, condición tan rara entre los tiesos, molestos y aburridos fantoches de nuestros salones. La luz de la luna añadió luego un especial encantamiento a esta asamblea al aire libre”.

La reunión duró hasta las dos de la mañana, apunta. “Si alguien nos hubiera observado podría haber pensado que tratábamos asuntos de la más grande importancia, incluso el mismo destino del mundo. En realidad, nada se dijo que valiera la pena mencionar. La conversación transcurría sin pausa y el tiempo voló sin que nos diéramos cuenta, ¿Cómo explicar este misterio entre gentes que se encontraban por vez primera y solamente por un instante en la existencia? Hay momentos bajo estos cielos benditos en que uno se siente tan feliz que por instantes decidimos incorporarnos a la felicidad de alguna otra persona a fin de no disminuir la propia”, acota.

“No sé por qué después de aquella tarde comencé a encontrar mil y una razones del todo indispensables para quedarme en Mendoza, por lo menos durante varios días. Súbitamente en Mendoza, por lo menos durante varios días. Súbitamente se inició una oleada de deseos y necesidades cuya existencia resultó hasta entonces imprevista. Traté de mantener el buen juicio en dura batalla con esos huéspedes no invitados a mi mente. Inútil será decir que la perdí y me quedé”, señala.

Cortó esa estadía la llegada de un correo del gobierno de Chile que marchaba a Buenos Aires y deseaba compañía. Pero agregó a modo de colofón “no tuve el valor de darle mi adiós a nadie”. Magnífica descripción y que compartimos los que allí estuvimos bajo esos “cielos benditos en que uno se siente tan feliz”.

* Historiador. Vicepresidente de la Academia Argentina de Artes y Ciencias de la Comunicación. Miembro correspondiente de la Junta de Estudios Históricos de Mendoza

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