Un imaginero portugués ante la Inquisición

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El notable caso del autor del Santo Cristo de Buenos Aires, de su auge y de su caída.

Si bien es cierto que en el Río de la Plata la Inquisición no alcanzó los niveles de severidad que en España y en otras partes de sus dominios, hubo algún caso que, precisamente por el rigor del castigo impuesto, ha dejado su marca en las crónicas de nuestro pasado hispánico. Y que merece relatarse nuevamente.

Esta historia ocurrió en Buenos Aires y tiene como protagonista a uno de los primeros escultores-imagineros que hubo en esta ciudad. La consignó el historiador Ricardo Lafuente Machain en su conocida obra “Buenos Aires en el siglo XVII” (1944). La rareza del caso estriba en su protagonista y en haber sido una de las escasas condenas que decretó el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición contra un vecino porteño.

Manuel de Coyto (que así se llamaba el protagonista) era un portugués que había nacido en 1637 en San Miguel de Barreros, cerca de Oporto. No sabemos en qué circunstancias arribó a Buenos Aires pero por aquella época llegaban desde Portugal numerosos imagineros, plateros y herreros, que se empleaban prontamente en una ciudad tan necesitada de artesanos.

Al parecer, venía munido de oficio suficiente y su nombre se hizo conocido por haber ejecutado la imagen policromada del “Santo Cristo de Buenos Aires”, que el gobernador Martínez de Salazar donó, en 1671, a la Catedral reconstruida para una capilla anexa. Los especialistas en imaginaría rioplatense Adolfo Ribera y Hector Schenone la juzgaron como una obra “de mérito”.

Se atribuyó a esta imagen el milagro de haber detenido una inundación a finales del siglo XVIII. Las procesiones en su honor fueron una devoción de gran aparato en aquellos tiempos.

También se menciona como obra de nuestro escultor una talla de San Miguel (de bulto y tamaño natural) que había estado en el Fuerte, sobre la portada principal. Debió haber realizado otras imágenes pero poco o nada sabemos de ellas.

¿Cómo se originó su proceso ante el tribunal de la Inquisición, cuyo palacio se ubicaba en la actual esquina de Bolívar e Hipólito Yrigoyen, frente a la plaza de Mayo?

El origen del expediente fue la denuncia de una mestiza del servicio de su casa. Lo cual nos recuerda el juicio tajante del exgobernador Rodriguez de Valdez y La Vanda en cuanto a que, si los criollos eran “poco confiables”, los “mulatos no lo eran en absoluto”…

Ciertamente, hubo en nuestra historia otros patronos denunciados por los mulatos domésticos, como es el caso de Martín de Álzaga.

Al parecer, la denunciante era manceba del escultor y vaya a saber qué desaires de alcoba habrán motivado la delación. El acusado fue apresado, presumiblemente engrillado, y su proceso, que comenzó el 30 de junio de 1672, se prolongó por cinco años durante los cuales el reo padeció cárcel y tormento (que era entonces un medio procesal admitido para obtener una confesión).

Pero, ¿de qué se lo acusaba? De haber “blasfemado contra Dios durante una enfermedad”. Un pecado mayúsculo para la moral social de la época, disciplinada por el influjo eclesiástico.

¿Quizás la fiebre o el padecimiento de su dolencia pudieron haberle arrancado alguna blasfemia? No lo sabemos, aunque ése fue el principal y previsible argumento de su defensa (y tal vez el único disponible). Dijo que, desesperado por los terribles dolores que le causaba la enfermedad, no recordaba muy bien lo que había dicho, y que aquellos sufrimientos le hicieron perder la noción de sus palabras.

Lo cierto es que el reo, aún puesto en el tormento, negó su culpabilidad (con la salvedad de los desvaríos de su estado febril) y siempre sostuvo ser “cristiano viejo de padre y madre”.

Fue finalmente condenado a presentarse en acto público en la capilla del Tribunal para oír misa y escuchar la lectura de su sentencia: debía abjurar de sus faltas y recibir doscientos azotes por las calles de la ciudad, a modo de escarmiento público, y padecer destierro por el término de cuatro años en el presidio de Valdivia, Chile.

Así marchó el pobre De Coyto rumbo a su lejana prisión. ¿Regresó alguna vez a Buenos Aires? No lo sabemos y sospechamos que no. Tampoco sabemos qué obras realizó luego ni dónde pasó el resto de su vida hasta su muerte.

El rigor del Santo Oficio porteño, en este caso, parece excesivo. Especialmente tratándose de uno de los pocos imagineros competentes que residiría nuestra ciudad, lo cual mueve a sospechas. ¿Hubo, tal vez, envidias y maquinaciones contra él que hayan derivado en una falsa denuncia? No deberíamos descartarlo.

Las rivalidades entre artesanos de aquella época, y la parcialidad que en ellas podían asumir las autoridades eclesiásticas o los magistrados reales, es un capítulo de nuestra temprana historia del arte que está, todavía, por escribirse (y quizá, un día, se decida a hacerlo mi erudito amigo Juan Lázara).

También debe ponerse en la balanza la desconfianza rayana en la hostilidad que, con frecuencia, existía hacia los portugueses ante la sospecha persistente de ser “cristianos nuevos”, vale decir, moros o judíos de reciente conversión.

En cualquier caso, suprimido Manuel de Coyto del medio artístico porteño por los varios años que duró su proceso, por el bochorno de su escarnio y por su remota condena, otros escultores llenarían la vacante al ser favorecidos con encomiendas de imaginería (los únicos encargos artísticos de aquel entonces) que no habrían de faltar en tan piadoso vecindario.

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