De la gloria polémica de Cristóbal Colón a la silenciosa de Martín Alonso Pinzón

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La figura del Almirante se orienta hacia una progresiva “demonización”, pero su navegante sigue a la deriva de la historia. Una reparación.

Los vaivenes de la historiografía, movida al compás dialéctico de las controversias epocales, vienen arrastrando la figura de Cristóbal Colón, desde el pedestal nimbado de la gloria a la ergástula sórdida donde el presente confina su genealogía continental, cuando cae en la cuenta de que los ancestros no son siempre simpáticos ni tan inmaculados como aseguraban los manuales escolares.

Y si hoy asistimos a su repudio iconoclasta (junto a otros conquistadores y misioneros que actuaron en América), no siempre ni hace tanto fue así, como lo evidencian la multitud de estatuas, parques, teatros, calles, avenidas, pueblos, territorios e instituciones culturales y hasta deportivas que llevan su nombre desde el siglo XIX y comienzos del XX, como sello de una italianidad o de una hispanidad presentes, de Norte a Sur, en una América que hasta hace unas décadas no parecía sentir vergüenza de su descubridor aunque haya sido a la vez, según el prisma de nuestros tiempos, su primer invasor europeo y su primer dictador caribeño.

El pasado, aunque incomode, es irreversible: Colón fue eso, pero fue mucho más que eso.

Las metamorfosis culturales de Colón han tenido, como las mareas, flujos y reflujos, y tanto su biografía como su carácter moral y su hazaña han atravesado las cribas de una bibliografía inagotable y de una polémica interminable. Disipados esos “enigmas” colombinos que tanto dieron que hablar (¿dónde había nacido? ¿era español? ¿era portugués? ¿era judío sefardí? ¿recibió de manos de un náufrago desahuciado un mapa con la ruta oceánica?¿terminó sus días casi en la mendicidad? ¿hay una maldición asociada a él?), ahora su figura transita una paradoja crítica desde que, en vez de marchar hacia la “historización” definitiva (despojada de acordes hagiográficos o complacida en la mera apología) se orienta hacia una progresiva “demonización”, cuyo gesto performativo preferido es el derribo de sus monumentos y cuya acusación más reiterada es la explotación y el genocidio de los aborígenes taínos. Poco va quedando, pues, del descubridor, el navegante y el cartógrafo, y sólo se retienen los perfiles antipáticos del tirano en su factoría. Una vez más: Colón fue más que eso.

Por otra parte, los años finales del personaje, y el afán, de paso, de denostar al rey Fernando y a la monarquía leonesa-castellana, dieron motivo a una literatura solazada en un dramatismo romántico exagerado, que no podría prescindir de la miseria y el abandono, a la hora de ennoblecer y sublimar a su protagonista: pese a las contrariedades que debió soportar, y más tras la muerte de su protectora la reina Isabel, no es del todo cierto que el Almirante fuera tan pobre (gozaba de rentas y sirvientes, había adquirido abolengo blasonado, concedió a su hermano Bartolomé el título de “adelantado”, casó a su hijo Diego con la noble María de Toledo, parienta del rey, y hasta de un breve séquito disponía en sus desplazamientos comarcales), ni que su nombre fuera desconocido, al menos en España. Propagandistas epistolares, como Pedro Mártir de Anghiera, dieron noticia temprana de su hazaña, que pronto se repitió como un eco, lo mismo que corrieron copias, a partir de 1493, de la carta De Insulas inventis (Acerca de las islas encontradas), donde el descubridor narraba su proeza.

Colón fue la figura deslumbrante del Descubrimiento, su numen, el objeto de la curiosidad en la Corte, el héroe agasajado y enriquecido en vida, y el protagonista casi excluyente de una hazaña  estimada en su época como providencial. La teoría “de los grandes hombres” de Carlyle hallaría en él un acabado arquetipo, si Colón hubiera tenido conciencia histórica de su logro y hubiera dinamizado su liderazgo político en las vastedades de su virreinato, o hubiera esbozado la utopía  de un primer humanismo indiano y mestizo. No lo hizo, porque su mente permanecía fija y obsesiva en otras metas: la exploración, el encuentro con el Gran Kan, el hallazgo del oro, la provisión de mercancías y de esclavos, la redención de los Santos Lugares de Tierra Santa.

Pero al lado del genovés visionario actuaron en la empresa descubridora otros partícipes muy directos, muy principales, muy ejecutivos, que el fulgor de la gloria colombina ha ocultado frecuentemente a la vista de la historia.

Allí están sus protectores, el astrónomo fray Antonio de Marchena, y fray Juan Pérez, ambos del claustro de La Rábida. Allí está el escribano de Aragón don Luis Santángel, quien abogó ante la reina (y hasta prestó caudales) para que fueran aceptadas las pretensiones de Colón y no quedaran frustrados ni el viaje ni la gloria española. Y allí está Martín Alonso Pinzón, el navegante avezado en los asuntos del mar y de la guerra, el vecino arraigado, instruido e influyente, y el empresario-armador de renombre dispuesto a arriesgar vida, fama y hacienda en favor de la travesía. No se equivocaron los frailes franciscanos al convocarlo como recurso estratégico en el momento en que el proyecto parecía encaminado al fracaso.

Alonso Pinzón es quien, en el puerto de Palos (que conoce palmo a palmo, porque en esa villa palerma se afincaron sus mayores, y en ella ha nacido y crecido), supervisa en persona la fábrica de la tercera carabela y elige las otras dos, por “muy veleras” y haberlas navegado antes.

Es él, con su pericia madurada por las faenas de la marinería y el comercio de aparejos y municiones para la flora andaluza, quien recluta y enrola a la mejor tripulación (no sólo la más experimentada, también la más valiente ya que se trata de un viaje a Terra incognita).

Es él quien doblega la resistencia pasiva de los magistrados locales a proveer y armar la flotilla, amparados en franquicias de la Villa de Palos que los eximen de acatar órdenes de ninguna autoridad sino a través del señorío, y mucho menos en un caso tan excepcional: ¿cómo dar crédito a las visiones de un genovés temerario, místico pero a la vez ávido de oro y hasta tenido por desquiciado?.

Es él quien vence el primer contratiempo técnico del viaje, al disponer el arreglo del timón de “La Pinta” en Las Palmas de la Gran Canaria.

Es él quien, tras varias semanas de navegación, sugiere y logra el cambio de rumbo al Sudoeste, lo cual permitió a Rodrigo de Triana avistar tierra días después.

Y es él quien, a comienzos de octubre de 1492, cuando la menguada expedición se halla a casi 800 millas de las Canarias y no asoma todavía la tierra prometida, y el motín se cierne sobre la capitanía, es él, digo, quien apuntala el ánimo de Colón (…¿Qué hacemos Martín Alonso?, porque la gente no quiere seguir…?, preguntó el vacilante capitán), y le garantiza los fueros de la disciplina de a bordo: que los descontentos sean ahorcados o arrojados al mar; y si el Almirante no se atreve a ejecutarlos por sí, él y sus hermanos Pinzones darán el escarmiento, porque “armada que salió con mandato de tan altos príncipes, no habrá de volver sin buenas nuevas…”.

Y aunque la historia no deba escribirse en términos contrafácticos, es legítimo preguntarse: ¿habría continuado el viaje en semejante trance de amotinamiento de no ser por el liderazgo de ocasión que asumió Pinzón?

Alonso Pinzón era de una incuestionable lealtad hacia el comandante de la flota, su amigo, su colega, ¿su socio?; y súbdito leal de los católicos soberanos de Castilla y Aragón.

Sin embargo, tras el desembarco en Guanahaní se quebró el cristal de la confianza mutua: Pinzón, que ha arriesgado su vida y su fortuna a la par de Colón (y quizá más, porque más prestigio y más fortuna tiene) permanece relegado en el modesto comando de “La Pinta”, mientras que el genovés se enaltece con el triple lauro de almirante, virrey y gobernador de las Indias Occidentales.

¿Hay allí una injusta asimetría? ¿No aportó Pinzón aquel medio cuento de maravedís que hizo posible la expedición, como escribió el padre Bartolomé de las Casas? ¿No se embarcaron con él, también, sus hermanos menores, pilotos competentes? ¿Hubo, quizá y como se ha conjeturado, una promesa inicial, no documentada, de compartir riquezas por mitades que Colón no se mostraba dispuesto a cumplir?

Las peores sospechas se adueñan, entonces, del ánimo de Pinzón. Y crecen cuanto más crece la apoteosis y la infatuación de su camarada. La ruptura era ya cosa inevitable.

La noche del 21 de noviembre, habiendo salido a la mar dos jornadas antes, Colón ordena volver a Cuba porque el oleaje y los vientos dificultan la navegación con rumbo noroeste. Tras las señas convencionales de mando, la proa de “La Niña” obedece, pero “La Pinta”, que capitanea Pinzón, sigue su derrotero. Al amanecer, la nao rebelde ya no era visible.

Colón supuso que su asociado deseaba adelantarse en la vuelta a España para atribuirse la hazaña. De hecho, Pinzón no se privó de escribir a Sus Majestades dando cuenta del hallazgo. O quizá, simplemente, la desconfianza lo movió a procurarse en la tierra designada como “Babeque” aquellos tesoros imaginarios que su Almirante no iría a compartir. No lo sabemos.

Lo cierto es que recién el 6 de enero de 1493 reapareció el navío díscolo: había visitado las islas cercanas y hasta había fondeado en el río bautizado como… “de Martín Pinzón” (que luego Colón renombraría como “de Gracias”).

El reencuentro de ambas carabelas (Colón iba al mando de “La Niña” pues la “Santa María” había encallado el día 24 de diciembre) trajo una nota de perplejidad surrealista: Pinzón ofrece como pueril excusa el haberse extraviado… ¡El! ¡con semejante “expertise”! Nada respondió Colón. No hubo reproches ni siquiera en la aspereza de la “parla marinera” o la jerga levantisca. La ambición los había separado, para siempre.

Y luego, en la noche del 14 de febrero, el mar volvió a separarlos cuando una tormenta desvió a Pinzón hacia Bayona de Galicia y a Colón hacia Lisboa. Ambos capitanes arribaron a Palos de Moguer, el punto de partida, el mismo día a mediados de marzo. No iban a dirigirse la palabra, ni siquiera durante la semana en que Colón permaneció en La Rábida. Tampoco tuvo contacto, según parece, con su hermano Vicente Yáñez, que se mantuvo apegado al almirantazgo.

Para entonces, Pinzón era ya un hombre en la sombra, un capitán en el ocaso, quebrantado por la enfermedad, el despecho y la frustración, aumentados por la negativa de los Reyes Católicos a recibirlo en audiencia sin la presencia de Colón. Acaso el gusano de la rabia corroyó sus últimas jornadas: tras pasar pocos días en una hacienda en los confines de Moguer, sus deudos lo llevaron a La Rábida para que muriera en la hermandad franciscana, según su voluntad. Como ocurrió con Colón, años más tarde, murió sin conocer la dimensión ecuménica de su descubrimiento. Y como el Almirante, también, fue dado a la huesa amortajado con el hábito de San Francisco.

Se apagaba, de ese modo, aquel “doble” de Colón, su “alter ego” desde los dificultosos aprestos portuarios y durante aquella larga e incierta navegación. Si el genovés había sido la encarnación exaltada del genio latino, Pinzón había sido la encarnación reposada de la pericia marina y del empresariado náutico de cepa española. He allí su “quid” ante la historia, su rol insustituible que se proyecta, hasta nuestros días, con valor de ejemplaridad.

Alguien insinuó, con algo de sarcasmo, que la muerte lo salvó del juicio condenatorio del presente. Porque ese mismo marino y señor de su nao, puesto a adelantado o encomendero, ¿hubiera imitado la conducta cruel del Almirante? La tendencia de la época y las condiciones objetivas de cualquier conquista lograda al filo de la espada, parecen determinar la respuesta. Sin embargo, en el misterio de la libertad humana, yace esa duda que jamás será despejada.

Y así como los restos mortales de quien, al final, vino a ser su Némesis terrena, alcanzaron el tributo póstumo de ser disputados por dos sepulcros (uno en Santo Domingo y otro en Sevilla), los despojos de Pinzón, en cambio, fueron a confundirse con otros tantos en un osario común, debajo del pavimento del coro de la iglesia de La Rábida.

A comienzos de la década de 1920, un cronista madrileño deploraba, en las páginas de “Blanco y Negro”, la ausencia de un monumento que lo honrase en su tierra. La deuda fue reparada mucho después y existen, por lo menos, dos o tres estatuas modernas que lo recuerdan, en Palos de la Frontera y en Bayona.

La Buenos Aires de ayer (ésa que ya no existe) tampoco lo olvidó: una calle que va de Barracas a La Boca se llama Pinzón (pese a que, según me informa Julio Cacciatore, los boquenses insisten en pronunciarla como palabra grave, acentuando la letra “i”). Y aunque difícilmente los transeúntes del presente lleven cuenta de sus méritos, al menos su nombre permanece en la cartografía urbana de “este lado” de la “mar océano”, que él ayudó a descubrir y que sin él, probablemente, no se hubiera descubierto entonces.

Porque mientras la gloria de Colón es ruidosa y contradictoria, y será siempre litigiosa y polémica, la de Pinzón es silenciosa.

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