El aporte en vidas de la Iglesia en la epidemia de fiebre amarilla

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Continuando con la serie de notas históricas sobre las catástrofes sanitarias vividas en el país, el autor destaca aquí el papel de la institución eclesiástica en 1871.

Hace pocos días mi amigo -y además minucioso lector de mis notas- Pablo Larralde me escribió: “Te rogaría que publicaras este testimonio, hoy que nadie se acuerda de Dios y sus ministros sería interesante destacar la actividad que tuvieron y tienen estas gentes anónimas”. Y me adjuntaba el testimonio del doctor Guillermo Rawson en el Congreso sobre la epidemia de fiebre amarilla de 1871, de la que ya dimos cuenta aquí: “Yo he presenciado por razón de mi profesión lo que ha sucedido en la epidemia pasada; y quiero aprovechar este momento para tributar un homenaje de justicia. Yo recuerdo en los últimos meses en que eran mayores los estragos de aquel cruel azote, la soledad que se hacía en todas partes de la ciudad. Yo he visto abandonado al hijo por el padre, he visto la esposa abandonar su esposo; he visto al hermano moribundo abandonado por el hermano y esto está en la naturaleza humana; pero he visto también en altas horas de la noche en medio de aquella pavorosa soledad a un hombre vestido de negro, caminando por aquellas desiertas calles. Era el sacerdote que iba a llevar la última palabra de consuelo al moribundo. Sesenta y siete sacerdotes cayeron en aquella terrible lucha y declaro que éste es un alto honor para el clero católico de Buenos Aires”.

Tan cierto es que la primera victima fue el presbítero Antonio Domingo Fahy, fallecido el 20 de febrero de aquel año. Por demás conocida es la labor de este religioso en la comunidad irlandesa, de la que fue capellán y asesor en todo lo material y espiritual que necesitaran desde mediados de la década del 40 a su muerte, lamentada en grado sumo.

El futuro arzobispo monseñor Espinosa, párroco de Santa Lucía en Barracas, invitó a rezar en la parroquia de San Telmo por el fin de la epidemia y a mediados de marzo el arzobispo Aneiros ordenó que se rezaran rogativas; pero si la oración era necesaria también hacían falta recursos para los menesterosos. Los primeros en ofrecer una donación fueron los miembros de la Orden Franciscana a la Comisión de Socorro, y también le entregaron la llave de la alcancía de la capilla de San Roque. Ya cuando la epidemia había adquirido mucha gravedad se determinó por decreto del gobernador Emilio Castro, convenido con el arzobispo, que los médicos residirían en las casas parroquiales por ser lugares perfectamente ubicables y conocidos.

La nómina de los sacerdotes fallecidos es la siguiente: presbíteros Esteban Aguirre y Luciano Latorre, capellán y auxiliar de la Iglesia Catedral respectivamente; presbítero Juan Rossi, de la parroquia de San Pedro González Telmo; presbítero Francisco Romero, párroco de Nuestra Señora de Monserrat y sus auxiliares Celestino Alava y Santiago Osses; presbíteros Francisco Villar y José María Velazco, fiscal eclesiástico y tesorero del arzobispado de Buenos Aires, respectivamente; presbíteros Pedro Fernández y Julián Benito, auxiliares de la parroquia de Nuestra Señora del Pilar en la Recoleta; presbíteros Francisco Treza, Godofredo Pardini y José Melle, auxiliares de la parroquia de Nuestra Señora de la Merced; presbítero Juan Antonio Garciarena, capellán del arzobispo Aneiros; presbíteros Felipe Giaconángelo y Juan Padula, auxiliares de la parroquia de la Concepción; presbítero Miguel Bidarrauzaga, auxiliar de la parroquia de Santa Lucía en Barracas; presbíteros Tomás Delfino y Pedro Benigno Machado, auxiliares de la parroquia de San Nicolás de Bari: presbítero Vicente Márquez de la parroquia de San Telmo; y presbítero Domingo Ereño, que se había radicado en la ciudad.

Las congregaciones religiosas de hombres sufrieron también bajas: la de San Vicente de Paul el R.P. Santiago Luis de La Vaissiere y Ladislao Patoux; los bayoneses Luis Larrouy y Domingo Irigaray, capellanes de la iglesia de San Juan; y el hermano Fabián L´Hopital. Los padres jesuitas, cerrado su Colegio del Salvador, se encargaron de atender a las víctimas y el R.P. José Sató se ocupó de atender en forma particular a la colectividad irlandesa por la muerte de su capellán, el padre Fahy, en febrero de ese año por la propia fiebre; ellos mismos tuvieron sus muertos en el R.P. Ramón Riera y el hermano Gregorio Bosca. Los franciscanos perdieron a fray Severino Isasmendi, guardián del convento porteño, y los frailes Lorenzo Sista, Antonio Cianzzis y Félix Heredia.

No faltaron tampoco las religiosas Hermanas de la Caridad que atendían los hospitales de Hombres y el Francés ya que siete de ellas murieron asistiendo a los enfermos: Sor María Josefina Goulart, Sor Ana Dufour, Sor Baptisitina Pelluox, Sor María Pajot, Sor María Thiriet, Sor María Doolin y Sor Hermance Delatre. La religiosa de la Congregación irlandesa Sor María Inés Murray que atendía en el Hospital de esa colectividad falleció el 22 de mayo de 1871. En el convento de las Catalinas falleció la religiosa Mercedes del Corazón Salas.

Enfermaron pero no fallecieron el presbítero Arellano párroco de San Cristóbal, presbítero Antonio Espinosa, párroco de Santa Lucía y futuro arzobispo; presbítero José Gabriel García de Zúñiga, de la parroquia de la Concepción; presbítero Eduardo O´Gorman, párroco de San Nicolás de Bari, hermano de Enrique, el jefe de policía en ese momento, y de Camila, fusilada en tiempos de Juan Manuel de Rosas; presbíteros Manuel Velarde y Alejo P. Nevares de la parroquia de San Miguel; presbítero Domingo Scabini de la población de San Vicente, en la provincia de Buenos Aires; y presbíteros Cornelio Santillán, Luis de San Juan, Pedro Castro Rodríguez y Lozano. Un meritorio sacerdote fue Diego Palma, párroco de San Isidro, donde también hubo algunos casos.

El arzobispo decidió ese año no celebrar públicamente los ritos de Semana Santa, como se lo ha imitado en estas circunstancias. En aquel 1871 el 2 de abril era el Domingo de Ramos, el Triduo caía 6, 7 y 8, y la Pascua el 9, justamente los días en que se produjo la mayor mortandad.

Finalizado el mal, el arzobispo celebró la acción de gracias a mediados de junio en un altar levantado en el arco de la Recova. La gente, inmediatamente que pudo salir (no olvidemos la ciudad quedó diezmada), comenzó a pedir en las iglesias funerales por el alma de sus muertos, muchos de ellos sin auxilios religiosos. En esa circunstancia el arzobispo, para evitar la lógica aglomeración de gente, decidió prohibir los oficios por los difuntos y para eso celebró un solo funeral en la Catedral Metropolitana.

Esta es parte de la actuación de la Iglesia y sus ministros, que mereciera ese reconocimiento del doctor Rawson en las bancas del Congreso.

* Historiador. Académico de número y vicepresidente de la Academia Argentina de Artes y Ciencias de la Comunicación

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