Aquella salsa de tomate pero no “la de la Nona”

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Prosiguiendo el tratamiento de temas gastronómicos históricos, el autor da cuenta en este artículo de una costumbre ya arraigada a comienzos del siglo XIX en la Ciudad.

Alguna vez nos ocupamos a través de estas páginas de temas gastronómicos, ya sea sobre el libro “de la criada económica”, primer recetario que tenemos registrado como libro en nuestro país y que salió de la imprenta de La Gaceta Mercantil hacia 1833, como así también de un manuscrito que atesoró la familia de María Varela de Beccar que tuvo la suerte de hallar Marcela Fugardo y editar Maizal a finales del año pasado.

Muchas veces el común de la gente piensa que antaño en nuestro país sólo se comía carne por la gran cantidad de hacienda vacuna. Es cierto que se comía mucha, pero la lectura de muchos testigos, como el inglés Alejandro Gillespie en 1806, nos da una muestra acabada de los distintos platos y vinos que le sirvieron en la casa de un hermano de Manuel Belgrano, cuando los británicos ocupaban nuestra ciudad.

Manuel Bilbao en sus “Tradiciones y recuerdos de Buenos Aires”, rememora que “el desayuno general era el mate cocido o con bombilla, acompañándosele a veces de un buen churrasco. Para el almuerzo, en la mesa se ponían en el centro uno o dos cántaros de plata, del que se servían la bebida los comensales. Los ingleses introdujeron la costumbre de poner un vaso o copa en cada asiento, de cambiar platos a cada plato y de brindar al final”.

Afirma también Bilbao que “las comidas de antaño comenzaban generalmente por la sopa de fideos, de arroz o de pan, a la que se agregaba uno o dos huevos cocidos por invitado. Seguían el puchero de cola o de pecho, con chorizo, verdura o garbanzos, acompañado de una salsa de tomate y cebollas; la carbonada, que en el verano llevaba choclo, peras o duraznos; el quibebe, que era zapallo machacado, al que a veces se le agregaban papas, repollo y arroz; el sábalo de río frito o guisado; las empanadas y pasteles de fuente, con carne o pichones; la humita en chala y el pastel de choclo, el asado de vaca a la parrilla; la pierna de carnero mechada; el pavo relleno, engordado en la huerta de la casa, que se mandaba asar en la panadería próxima; las albóndigas de carne con arroz; el locro, las ensaladas de verdura, etcétera”.

Una antigua costumbre que venía desde Lima era la salsa de tomates, como queda dicho, y un aviso de La Gaceta del 16 de agosto de 1843 anunciaba: “Ojo al aviso. Salsa de tomate. A las personas de buen gusto, a los capitanes de buques, a los almacenes de abasto y casas de fonda. Se vende por docenas y cientos de botellas la superior y conocida salsa de tomate hecha con todos los ingredientes que pueden apetecerse al mejor gusto de esta composición. Las salsas se reducen a cuatro, 1ª, 2ª, 3ª, 4ª”.

“Las personas que quieran surtirse de un renglón tan apetecible, ya por su mérito, como por el buen agrado que obtendrá de las personas que sirvan de ella, pueden concurrir a la casa de su fabricación en la calle de Suipacha N. 241, calle de la Paz num. 112, calle del Perú num. 184 y calle de Suipacha num. 110”. “Los precios serán acomodados, y con preferencia a los que tomen cantidades crecidas”, completaba.

La fábrica funcionaba en un local cuyo propietario no hemos podido encontrar, ni tampoco los otros, sólo el de la calle de la Paz, que era de Félix y Marcelino Carranza Castro.

No sabemos los ingredientes pero seguro que antes de llegar las exquisitas salsas para las pastas por la inmigración italiana, ya era conocida en nuestra ciudad. Por algunas referencias se conocía en Lima, la capital del virreinato del Perú, de la que dependimos hasta 1776 y en Chile, también como reseña el historiador Eugenio Pereira Salas en sus “Apuntes para la historia de la cocina” de su país, uno de los platos que comenta es el cordero al palo, o sea a la cruz, con salsa picante de tomates y manzanas y camotes (batatas) cocidos.

A pesar de esta antigua tradición en América, todos sabemos de la exquisitez de las salsas italianas, esas salsas “de la nona” que hemos probado a lo largo de los años y que bien lo puede afirmar quien las ha probado en la casa del embajador de ese país, don Giuseppe Manzo, y su mujer Alma en Buenos Aires.

* Historiador. Académico de número y vicepresidente de la Academia Argentina de Artes y Ciencias de la Comunicación

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