Semana Santa en el antiguo Buenos Aires

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Aquí el autor refiere los modos y costumbres de la feligresía católica en la capital del Plata, con misas y procesiones en una ciudad muy pía.

Los oficios de la semana mayor de la Iglesia concitaban la atención de los fieles en Buenos Aires, a comienzos del siglo XIX. Las ceremonias se celebraban con la presencia del Cabildo, vestido de etiqueta al menos hasta 1821, en que existió la institución. Durante ese tiempo se suspendían las causas civiles en obsequio a la Pasión de Cristo, indultándose a los presos por faltas menores.

En todas las iglesias había un sermón el domingo de Ramos por la tarde, menos en la Catedral, que era por la mañana, con la presencia del virrey, la Audiencia y los capitulares. El sermón más concurrido era en la plaza, delante de los arcos del Cabildo, donde se ponía una cátedra y el padre Montero, un canónigo de la iglesia catedral y destacado orador sagrado, cuya sonora voz, al decir de Mariquita Sánchez, se podía oír a cuatro cuadras. Las señoras se sentaban en sus alfombras, ubicándose detrás los hombres del campo de a caballo, que formaban un amplio círculo. Finalizaba el sermón con un acto de contrición de los presentes, tomando en sus manos una imagen del Señor. Muchas veces algunas mujeres se descomponían y debían ser llevadas a sus casas en sillas o camillas. Un óleo del francés Raymond Monvoisin muestra a una porteña acompañada de un esclavo que llevaba la alfombra rezando en el templo.

El Jueves Santo, el Cabildo asistía a la misa de la institución cumpliendo con el precepto de la comunión pascual. Un cabildante, generalmente el alcalde de primer voto, recibía la llave del Monumento, que devolvía al día siguiente, junto con una generosa limosna que entregaba en el momento de la adoración de la Cruz, para ser luego distribuida entre los pobres. El primer día del triduo se autorizaba a los presidiarios, cargados de cadenas, a pedir limosna en el atrio de los templos.

El Jueves Santo era un día de gran gala y todo el mundo lucía sus mejores prendas. Las calles estaban atestadas de gente y alrededor de las 8 de la noche una de las bandas militares de la ciudad, con uniformes de gala y precedida por lámparas chinescas, abandonaba la Fortaleza a paso lento y se detenían a intervalos para ejecutar aires solemnes mientras se realizaba la acostumbrada visita a las siete iglesias. Esta costumbre se mantuvo por largos años y continúa al presente. Volviendo a Mariquita Sánchez, describe que en las procesiones las niñas iban vestidas de ángeles, poniéndoles rizos y polvos, llevando en sus manos un atributo de la Pasión, y acompañadas por un lacayo de librea seguían la procesión. “Las pobres criaturas sufrían el martirio de estos vestidos –anota en su crónica- pero las madres estaban muy contentas”. Además había otras procesiones: una de ellas salía de la iglesia de San Juan y llegaba hasta el costado de San Ignacio, donde se encontraba la imagen del Cristo de la Aspiración. La otra partía de Santo Domingo hasta el hospital de los padres Betlemitas en San Telmo, conduciendo el Cristo y el Pecador arrepentido. La precedía una pequeña orquesta con un violín, un violoncelo, un corno y un clarinete.

En Viernes Santo, al atardecer, se realizaba la procesión del Santo Entierro con las imágenes del Cristo Yacente y la Dolorosa, exponiéndose esta última debajo de los portones del Cabildo, recogiéndose limosna en beneficio de los presos. La procesión era acompañada por una banda militar tocando los tambores a la sordina y las cajas destempladas que, con paso solemne, rodeaba la Plaza Mayor. Esa manifestación de Fe salió en una oportunidad de la Merced, llevando en andas a la Dolorosa, a San Juan y a la Verónica, al llegar a la mitad de cuadra por Piedad (hoy Bartolomé Mitre), aparecieron dos bueyes en loca carrera, sin duda perseguidos, No quisieron retroceder y se abrieron paso a través de la procesión. La gente se atropellaba, muchos cayeron al suelo. Escribe José Antonio Wilde que “hubo sombreros pisoteados, vestidos despretinados y mantones desgarrados, golpes y contusiones, una señora buscaba a su criada, una madre a su pequeño hijo extraviado. Cayeron santos, andas, hachones, faroles, y en fin si no fuera una profanación tratándose de una ceremonia religiosa, diríamos que era aquello un verdadero infierno”.

Al mediodía del sábado se quemaba un muñeco de estopa llenos de cohetes, llamado Judas, que era la atracción de grandes y chicos. Durante largos años esta ceremonia la repetía en Luján, frente al Museo, su director Enrique Udaondo.

El sábado era un día alegre pero el más duro ya que se ayunaba todo el día. A las doce de la noche se sentaban a la mesa con los manjares de que se habían privado durante tanto tiempo. Alrededor de las tres o cuatro de la mañana comenzaban a repicar las campanas llamando a la misa de Resurrección, de las cuales la más concurrida era la de la Merced, la que al concluir iniciaba la procesión del Señor Resucitado. De madrugada se encaminaba a la plaza Mayor, donde se encontraba con otra procesión con la imagen de la Virgen que venía de Santo Domingo, enfrentadas ambas imágenes, se saludaban inclinándose las andas y se daban vuelta, volviendo cada una al templo del que habían salido.

Hasta aquí algunos datos que consignan los testigos de la época. Junto con el saludo de una Feliz Pascua, saludamos a los lectores en este año en que el judaísmo y los cristianos coinciden en la fecha de su celebración.

* Historiador. Académico de número y vicepresidente de la Academia Argentina de Artes y Ciencias de la Comunicación.

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