Llantos y risas en vuelo rumbo a Tokio

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En esta tercera entrega, el autor relata una anécdota ocurrida rumbo a Japón en 1964, donde se realizarían los JJOO apenas veinte años después de la Segunda Guerra.

El viejo resoplaba y las gotas de sudor hacían brillar su pelada. Yo lo observaba desde unos cinco metros frente a él, ambos en las filas de asientos impersonales del aeropuerto de Chicago. Era un obeso cercano a los 80 años, responsable de la delegación olímpica argentina en viaje a Tokio 1964. Encandilado por esa figura absurda, mi pensamiento vagaba: ¿cómo era posible que ese hombre estuviera en pie a las 3 de la mañana, después de venir viajando desde Buenos Aires y Miami? Tal afán de recorrer mundo a esa edad se podría comprender de un viajero por placer. Pero ir apiñado, sin lugar para las piernas ni tiempo ni espacio para ir al baño tranquilo, y como líder de un conjunto deportivo, me parecía deprimente.

Jotao –ése su nombre-  no podía manejarse. El lenguaje entre un veterano que sobrelleva la octava década en este planeta y cien atletas de 20 años es imposible. Máxime al borde del abismo. Allí estamos ahora. El turbohélice que nos transporta averió uno de sus cuatro motores un par de horas antes de llegar a Chicago. La histeria que había comenzado en vuelo cuando algunos avistaron las aspas detenidas, se afirmó al tocar tierra y surcó como una hoguera toda la delegación. Hubo quienes corrieron a los baños ni bien bajamos la escalerilla. Los más se lanzaron sobre el viejo para presionarlo.

Eran las 23.30 en Chicago. El aeropuerto casi vacío; un grupo de decenas de saltimbanquis rodea a ese mascarón transpirado. “Vamos a conseguir otro avión para continuar. Vamos a exigirlo. ¡Vamos a demandar a la compañía!”, vocifera. ¿Cómo iba a comunicarse ese carcamán con la central de Flying Tiger para conseguir el reemplazo de la máquina averiada de un vuelo charter? Imposible. Mi entusiasmo por la situación era creciente. Los cuerpos histéricos comenzaban a caer en los asientos; no había posibilidad de salir de la sala de tránsito porque éramos eso, transeúntes. Sin nombre, ni procedencia, ni destino.

“Yo soy el presidente de la delegación olímpica argentina”. ¿Y, a quién carajo le importa a las 12 PM en Chicago? Una hora después Jotao confirmó a regañadientes que no habría otro avión. “No importa, nos enviarán otro motor”. “¡Ah sí! –comenzó a oírse otra voz-, porque si no no seguimos”. “Es claro, a este avión no vuelvo a subir. Así, ¡que reviente!”, decía otro. Todos miraban a todos.

A las 2 de la mañana nadie había enviado otro motor, ni lo enviaría. “Pero los mecánicos están trabajando a fondo y pronto saldremos”. Las palabras del viejo dirigente detonaron como un explosivo mientras las otrora temibles bandas de Chicago dormían. “¡Ni loco!”, dijo uno. “¡Ni mamado!”, sostuvo otro. En tanto los más despabilados trataban de hacer “relaciones públicas” con las jovencitas llorosas. “De aquí no se mueve nadie hasta que venga otro avión”, rugió un pesista desde sus 120 kilos.

Cuando los relojes marcaban las 3 el grupo de ilotas continuaba lloriqueando, prometiendo, escupiendo y jurando sobre la Biblia y el Corán que el alcalde de Chicago, la compañía aérea, el presidente del Comité Olímpico de cualquier lado y el viejo de m… iban a pagarlas. A las 3.45 el avión con el motor reparado levantaba vuelo dejando en tierra solamente un eco de protestas. No. También quedó en Chicago, por su voluntad, un integrante del equipo de tiro, que no quiso continuar volando en “eso”.

El incidente terminó por unir a la muchedumbre deportista entre sí y con la tripulación. Ya en el aire, tras la dramática aventura vivida, comenzó una festiva algarabía juvenil, una especie de saludo a la vida. No sólo se formaron diversos coros, estimulados por las azafatas, que querían escuchar música latina, sino que no faltaron los bailarines, incluyendo un petit show a cargo del pesista Humberto Selvetti, que alegró y consternó al pasaje por las arriesgadas evoluciones con su generosa humanidad a 10.000 metros de altura. Las azafatas ya cantaban “Pluma, pluma” y la lengua más dura de la muchachada podía pedir “milk”.

* Periodista emérito

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