El crimen de la Noria

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En esta nota el autor relata la saga del asesinato de Francisco Álvarez a manos de sus “amigos” en 1828. Un caso de justicia legítima.

En la nota del 9 de enero pasado nos referimos al sonado caso de Francisco Álvarez, y a la lápida en su tumba que rezaba “asesinado por sus amigos” que tanto impresionó al viajero Woodbine Hinchliff. A los pocos días de la desaparición del comerciante, en julio de 1828, su hermano publicó un aviso en La Gaceta Mercantil buscando conocer el paradero.

Álvarez había sido muerto por sus “amigos”, endeudados por llevar una vida fácil, de mujeres y juego: Jaime Marcet, Juan Pablo Arriaga y Francisco de Álzaga, el hijo de don Martín, el alcalde fusilado por la conspiración que había encabezado en julio de 1812. La víctima desde hacía tiempo los frecuentaba, tenía 36 años y no pertenecía a la vieja sociedad porteña, así que extasiado con ellos y especialmente con Álzaga, que lo había invitado a comer a su casa, confiaba totalmente en esos muchachos. Con la excusa de que Álvarez necesitaba un piano, Marcet alquiló para un supuesto interesado una casa en un lugar tranquilo (Esmeralda entre Rivadavia y Bartolomé Mitre). Con sus cómplices arrendaron un coche y en la noche del 5 de julio, después de buscarlo a Álvarez por el Café de los Catalanes y la casa de Azcuénaga, lo encontraron en su negocio de la Recova y lo llevaron a la casa.

Una vez allí, Marcet lo apuñaló y llevaron el cuerpo a la letrina para desangrarlo y evitar manchar la casa, donde Álzaga -a instancias de Marcet- empuñó su puñal y lo degolló. Ahora quedaba qué hacer con el cuerpo: lo subieron al carruaje y lo trasladaron a la quinta de Álzaga, en la calle larga de Barracas, ataron una piedra al cuerpo y lo tiraron en la Noria. Volvieron al negocio de Álvarez y, entre papeles y onzas de oro, se hicieron de 80.000 pesos que se repartieron entre ellos. Al día siguiente llegaron de nuevo a la casa acompañados con su servidumbre… ¡¡¡para limpiar la escena del crimen!!!

Después del aviso en La Gaceta, empezaron las dudas. Los amigos fingieron no saber nada, fueron indagados. Álzaga entró en pánico y un día, bebido en extremo, llegó a la quinta de Carlos Terrada y contó la verdad. De inmediato los contertulios salieron a denunciar el hecho y Álzaga, a instancias del dueño de casa, huyó de la ciudad con dinero que le proporcionó su hermano Félix, dejando a su mujer, la bella Catalina Benavidez, y a su hijo de pocos meses, Martín Leandro, con la promesa de no saber nada de su padre y ser educado con sus primos.

Fueron presos el catalán Marcet, también casado, y Arriaga, cordobés y soltero, todos vinculados a viejas familias. Las pruebas de los testigos del café, de los sirvientes de Azcuénaga, el propietario de la cochera, fueron suficientes para encarcelar a los asesinos. Pero el problema era que el cuerpo del delito no aparecía.

El 25 de julio la Gaceta anunciaba: “El jueves (24 de julio) a la una del día, tuvo parte el jefe de policía, dado por el alcalde de Barracas, donde avisaba que la circular librada por el exponente para la investigación del cadáver del señor Álvarez había practicado las diligencias correspondientes; que en esas circunstancias uno de los tenientes le dio parte que en una quinta de Barracas había observado en una noria abandonada que flotaba en el agua una mano por lo que infirió fuese un cadáver”. Fue una casualidad como lo descubrieron unos muchachos, que munidos de unas hondas cazaban pajaritos en la quinta. Llevada a la ciudad en un carro, fue reconocida la víctima y conducida a velar en la iglesia de San Francisco por sus deudos.

El fiscal de la causa fue el doctor Vicente López y Planes, quien pidió una pena de 200 azotes por las calles y destierro perpetuo para los detenidos. Para Álzaga, sólo el destierro. La Gaceta, indignada, publicó: “¡Cómo se concede la vida a unos hombres que el mismo fiscal declara que son indignos de ser tratados como tales y se deja en libertad a unos monstruos para que residan fuera de Buenos Aires!”.

Sin embargo, el 13 de agosto el juez condenó a la pena de muerte a los detenidos y a Álzaga, en ausencia y rebeldía, en la plaza de la Victoria, “mandando poner los cadáveres colgados a la expectación pública”.

Juan Manuel Beruti relata en sus “Memorias”: “El 16 de septiembre de 1828. En este día fueron fusilados y colgados en la horca Jaime Marcet, natural de Cataluña, y Juan Pablo Arriaga, natural de Córdoba, por haber robado y asesinado a don Francisco Álvarez, habiendo fugado Francisco de Álzaga, cómplice en el mismo delito, que está sentenciado a la misma pena en caso de ser aprehendido. Fueron ejecutados a las 11 de este día, y estuvieron colgados hasta las 12 ½, en que por respeto a las familias los bajaron y fueron llevados al cementerio a enterrar. Estos reos eran personas decentes, emparentados con familias de representación y muy estimados del público; pero sin embargo de ello, y de los muchos empeños que hubo, fue inexorable la justicia, haciendo se cumpliese la ley para escarmiento de otros y satisfacción de la vindicta pública. Marcet murió de 28 años de edad y Arriaga de 21, y los pongo en este diario por extraño que unas personas tan decentes, y con tantos empeños, no pudieron escapar de perder la vida con infamia, por la rectitud de los jueces”.

Hasta aquí la historia de estos dos y la calidad de la justicia porteña. Ya volveremos con la historia de Francisco de Álzaga, el prófugo, en otra nota.

* Historiador. Académico de número y vicepresidente de la Academia Argentina de Artes y Ciencias de la Comunicación

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