A partir de la Segunda Guerra Mundial en adelante el mundo ya no sería el mismo. La consecuencia principal que dejó este conflicto fue la llamada Guerra Fría, donde dos bloques antagónicos mantuvieron una estresante y larga tregua al estilo de la “Pax Romana”, pero en este caso sostenido por la llamada “Pax Atómica”.
Blas Raúl Gallo en 1966 retrata lo que fue el clima de la época al escribir que “vivimos pendientes del equilibrio del terror estable, del factor disuasivo, de la disuasión mutua. Vivimos bajo la incertidumbre de una ‘seguridad hija del pánico, y de una supervivencia hermana gemela de la aniquilación’”. Dicha amenaza estaría omnipresente y configuraría un miedo auténtico. Aunque poco a poco, a raíz de la decadencia del
bloque soviético, este espanto se fue diluyendo, degastando su memoria, hundiéndose en el subconsciente de la población a no ser por fugaces recuerdos: hasta ahora. A pesar de que la única vez en la historia que se utilizaron armas atómicas fue en 1945sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki, jamás, repito, “hasta ahora”, volvieron a ser un recurso aplicado en el escenario real, más sí se han mantenido como
opciones pacificadoras.
Hay que destacar que este tremendo acontecimiento no tuvo en su momento la repercusión esperada en los medios de comunicación dentro del mundo libre. Curiosamente, si bien fue noticia, el impacto se centró más en la capitulación del Emperador Hirohito y en el tan ansiado final de la guerra, empero no en este
catastrófico hecho “per se”. Los intelectuales influyentes del momento, como, por ejemplo, Jean-Paul Sartre, entre otros, hicieron un magro análisis, a excepción de Albert Camus quien denunció que “… la civilización mecánica acaba de alcanzar su último grado de salvajismo. Será preciso elegir en un futuro más o menos cercano entre el suicidio colectivo o la utilización inteligente de las conquistas científicas”.
La razón de que este evento, sin duda bisagra, no haya sido debidamente asumido, quizás se debió a que ocurrió en una región de Asia demasiado alejada, en una isla del Pacífico, y no en el centro de Europa. ¿Qué hubiese pasado si esto hubiese ocurrido en Alemania, por ejemplo, sobre el régimen nazi, y si en vez de haber sido los objetivos dos ciudades japonesas hubiesen sido dos ciudades europeas? La narrativa histórica
indudablemente hubiera sido otra. Pensemos lo siguiente, más importancia mediática se le dio al accidente de Chernóbil y no así al accidente de Fukushima. No es lo mismo que dos aviones se estrellaran sobre el World Trade Center en Nueva York que si hubiesen impactado en algún edificio de Caracas, de Montevideo o de Guitega; tampoco, claro está, las consecuencias geopolíticas.
En Medio Oriente y en varios lugares de África sufren regularmente masacres similares, e incluso mayores a las ocurridas en el semanario satírico “Charlie Hebdo” o en la sala de “Le Bataclan”, sin embargo, a pocos les afecta. No constituye una gran noticia. Es fugaz. Como aparecen, de igual forma desaparecen de los medios. El ataque a Ucrania de momento no se compara con la guerra que desde hace años padece Yemen. Y, ¿a
quién le importa Yemen? A pocos. Esto nos muestra que no todas las muertes son iguales, hay cadáveres notables y hay cadáveres invisibles. En el mundo que tenemos no todas las vidas valen lo mismo. No todo es igual. El sepelio de la Reina Isabel II nunca será igual al nuestro. Los muertos anónimos no siempre tienen voz. Generalmente son mudos, son callados por la indiferencia.
Hace unos dos mil años que la historia pasa por Europa y unos doscientos que pasa, además, por América del Norte. La periferia no es memorable. Antes bien la grave condición a la que se enfrentan los creadores de la historia es que los relatos han muerto. Están perdiendo una de las claves de su hegemonía. Es decir, estos sucesos les conciernen cada vez menos a sus habitantes. Las sociedades están ya sostenidas en la
ajenidad, en la indiferencia, en la búsqueda de las necesidades inmediatas, en el confort, en el “opio” tecnológico o en el consumo. La historia está agonizando, incluso en esas latitudes donde nació su concepto.
Hoy en día, el potencial de estas armas está surgiendo nuevamente en el inconsciente de las masas y están siendo tenidas en cuenta, especialmente después de la amenaza del presidente de Rusia, Vladimir Putin, sobre Occidente. No obstante, a pesar de ello, el mundo gira igual. La novedad no se sostiene por mucho tiempo. El temor en el siglo XXI de una catástrofe nuclear no se compara a la tensa “Pax Atómica” del siglo
anterior.
Por otra parte, estas armas, si se usasen no iniciarían un nuevo capítulo en la historia, sería más bien el acto final. Las consecuencias serían inconcebibles, a tal punto que probablemente sería la génesis de la extinción de la especie humana y de la vida en general tal cual la conocemos.
Este estatus hace que una rotura de la “Pax Atómica” sea visualizada, no como un hecho histórico, sino como un hecho mítico de proporciones bíblicas. Los dioses son los que crean el cosmos y ellos tienen la potestad de traer el apocalipsis, pues la supremacía divina fue sustituida por el poder profano de traer el Armagedón. La “hybris” de ser “un Dios” ha llegado a su punto máximo. La desmesura hace que el ser humano se coloque
en el papel de una deidad, de soberano apoteótico. En el mito, de la energía el Ser supremo crea la materia; el hombre tecnológico revierte este proceso ya que de la materia crea ahora la energía destructora. Las armas nucleares tienen un cariz primitivo en las mentalidades colectivas, funcionan como dioses asoladores, pero al mismo tiempo salvadores.
La asociación de estas poderosas armas con lo sagrado estaba presente en el imaginario donde emerge lo irracional. Durante la detonación de la primera bomba atómica en un campo de pruebas del Estado de Nuevo México (que curiosamente se le llamó “Trinidad”), se pudo observar que de manera innata surgió el pavor de lo santo. Al ver la potencia del hongo expansivo uno de los científicos involucrados en el proyecto
Manhattan, Robert Oppenheimer, recitó en sánscrito las palabras del “Bhagavad-Gita” cuando el guerrero Ajuna contempló el esplendor del dios Krishna: “Como un relámpago de mil soles que aparecieran de improviso en el cielo, tal es el resplandor que emana de esta alma divina”.
Estas ojivas del averno, lejos de ser refrentes de la historia del mundo, rara vez asociadas al progreso, por el contrario, conducen a una narrativa deconstructiva, regresiva, mítica, al misterio de lo sobrenatural en su epifanía más devastadora. Estos artefactos infernales poseen nombres de titanes y son tanto el símbolo de la batalla final como sostenedores de una delgada paz. Hubiera sido mejor que jamás el hombre llegara a semejante exceso, pero lo hizo, abrió la “Caja de Pandora”, a raíz de este pecado estas “núminas” están presentes como si fuesen seres impredecibles del Olimpo. Todo esto debe hacernos reflexionar acerca de la necesidad de cuidar la débil existencia de nuestra biodiversidad a través de volver a recuperar la cordura mediante un nuevo discurso de paz.
El autor es ensayista, filósofo y teólogo