Saturnino Segurola: sacerdote, coleccionista y benefactor

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Este presbítero fue uno de los precursores de la vacunación en Argentina y Chile. Funcionario público probo, terminó las obras de la Catedral en 1835.

Saturnino Segurola nació en Buenos Aires el 11 de febrero de 1776 en una de las familias más ricas de la ciudad, tercer hijo y primer varón del matrimonio del guipuzcoano Francisco José de Segurola Oliden y de la porteña María Josefa Bernarda de Lezica y Alquiza, que le dio en total 13 hijos. Fue bautizado al día siguiente por el cura Picazarri en la iglesia de la Merced. Su abuelo materno fue el reconocido mecenas Juan José de Lezica, que sintiéndose morir se encomendó a la Virgen de Luján y, salvado, decidió construir un templo en esa población. Se comenzó la obra en 1754 y finalizó el 8 de diciembre de 1763: tenía 66 metros de largo, 13,2 de ancho y un camarín, una torre de 39 metros de altura y fue, hasta principios del siglo pasado, el lugar dedicado al culto mariano. No conforme con eso logró que fuera elevada a la categoría de villa, con Cabildo y Justicia, en 1755.

Segurola estudió en el Real Colegio de San Carlos de 1793 a 1795 y luego pasó a Chile, donde cursó teología en la Universidad de San Felipe de Santiago, donde se doctoró en 1798 y al año siguiente fue ordenado presbítero. Algunos suponen que también estudió Medicina debido a los conocimientos que tenía sobre la vacuna y a su práctica para realizar una cesárea. En 1799 estaba en Buenos Aires, donde ejerció su ministerio en la parroquia del Socorro hasta junio de 1810.

Fue uno de los precursores de la vacuna con el presbítero Feliciano Pueyrredon, como lo relatamos en su momento. Sin embargo, él continuó esa tarea y fue quien la introdujo en Chile, y luchó largo tiempo contra la indiferencia y desconfianza hasta que en 1809 el virrey Baltazar Cisneros y el Cabildo, en medio de una epidemia, se interesaron por “el apreciable fluido vacuno”, por lo que fue designado comisionado general. Los miembros del Protomedicato, con el doctor Miguel Gorman a la cabeza, le expresaron su gratitud.

En una carta de Felipe Contucci al ministro de Souza Coutinho, lo considera entre las personas “leales y respetables de Buenos Aires”. La primera Junta lo nombró segundo director de la Biblioteca Pública “por ser persona de conocida inteligencia, celo  y dedicación”, donando los sueldos y además valiosos libros ya que era un afamado coleccionista. Al cargo renunció en 1811.

Ejerció la función pública como diputado a la Asamblea Constituyente y en 1821 fue director de la Biblioteca Pública. No fue un hombre de parroquia ni de vida pastoral, pero como lo destacó muy bien el presbítero Francisco Avellá Cháfer, recientemente desaparecido, “su larga vida estuvo consagrada a la caridad y beneficencia pública, de tal manera que puede considerársele como uno de los más grandes beneméritos de la Patria en la primera mitad del siglo XIX”. Sin duda allí estuvo su entrega sacerdotal.

En 1813 fue designado director de la Vacuna, que él mismo venía administrando con total desinterés. Fue director de la casa de los Niños Expósitos en 1817 e inspector de escuelas de la ciudad y de la campaña en 1828. Canónigo de la catedral, en 1835 Juan Manuel de Rosas dispuso terminar las obras en el templo y lo nombró director de las mismas.

Ya en 1816, el deán Gregorio Funes, más crítico que benévolo en sus comentarios, decía de Segurola: “Nada iguala al deseo de este erudito eclesiástico, por enriquecer su espíritu de conocimientos útiles. Sin perdonar gastos ni trabajos se ha formado una biblioteca de manuscritos escogidos, que aumenta de día en día”.

Esos documentos fueron donados a la Biblioteca Pública y hoy se encuentran en el Archivo General de la Nación bajo el título “Colección Segurola”.

Falleció el 23 de abril de 1854 en Buenos Aires, en la calle de la Biblioteca Nº 98, y sus restos fueron sepultados en el panteón de la catedral porteña. Se conserva su retrato al lápiz y tinta china debido a Carlos H. Pellegrini.

Los Segurola poseían una quinta en Caballito Sur, por donde está el parque Chacabuco. En ella en el siglo XX, un pacará seguía recordando que a su sombra el canónigo aplicaba la vacuna. Como siempre, la impiadosa piqueta o tala en 1939 intentó abatir el árbol. Fue el senador Alfredo L. Palacios quien abogó “por la conservación del histórico árbol, más viejo que la Patria misma”, y logró salvarlo. El decreto 2232 preservó esa planta histórica, que en una pequeña plazoleta en Baldomero Fernández Moreno y Puán aun hoy ofrece su sombra al caminante.

* Historiador. Académico de número y vicepresidente de la Academia Argentina de Artes y Ciencias de la Comunicación

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