A propósito del coronavirus: Picados de viruela

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Desde Anchorena a un jesuita y un dominico, el autor bucea en esta serie en los archivos y encuentra interesantes registros de idas y venidas en tiempos de viruela.

El Archivo de Indias nos permite adentrarnos en los expedientes que debían llenar los pasajeros que viajaban a América. No falta en esos papeles datos de filiación y bautismo, el consentimiento de la esposa, el plazo de tiempo por el que era autorizado a ausentarse de la península, etc. Todos estos trámites se llevaban bajo la estricta vigilancia de la Casa de Contratación, y el puerto de Cádiz fue el de mayor movimiento a estos dominios de ultramar.

Algunos de esos legajos nos ofrecen datos de especial interés sobre conocidos o ignorados personajes. Estas breves referencias son un extracto de más de 4000 nombres que he rescatado, y que con el título “Pasajeros al Río de la Plata” pretende ser un modesto diccionario que sirva de complemento a los trabajos sobre población y genealógicos realizados hasta el presente.

A falta de fotografía en el pasaporte, se anotaba la descripción y señas de cada individuo. Los que habían sufrido el ataque de la viruela en España y habían salvado su vida, quedaban con las marcas en el rostro. Veremos sólo algunos y quienes eran.

El malagueño Antonio José de Aguilera pasó en 1778 como criado de Manuel Ortega, asesor del virrey de Buenos Aires. “Tenía 19 años y era soltero, alto, delgado, picado de viruelas, con una cicatriz en la ceja izquierda”.

Sin duda el más conocido fue don Juan Esteban de Anchorena, fundador de esa familia en el Río de la Plata, que viajó a este puerto en el navío “La Lidia” a cargo del maestre Diego de Hermida, con licencia acordada el 29 de marzo de 1751. Así fue descripto en el pasaporte: “Natural de la ciudad de Pamplona, de 16 años de edad, mediano de cuerpo, trigueño, hoyoso de viruelas, con una señal de cicatriz en la frente”. Casado en Buenos Aires, y con descendencia, viajó a Cádiz con licencia del virrey marqués de Loreto para atender “sus achaques de salud” y liquidar algunas cuentas con comerciantes de aquella ciudad, cosa rara porque ir a atenderse con el riesgo de una navegación no era lo más aconsejable. Con permiso del 15 de octubre de 1787 fue autorizado a reembarcarse a Buenos Aires, junto a su criado Juan Esteban Crisóstomo de Ezcurra y Madoz, en la fragata “Nuestra Señora de los Dolores”, de la Compañía de Filipinas, que pasaba al puerto de Montevideo. Sin embargo, los achaques de salud que había alegado no fueron tan graves o lo curaron bastante bien ya que vivió veinte años más, como que murió en Buenos Aires el 8 de marzo de 1808.

También el manchego Cristóbal de Arias, “soltero, de 27 años, cuerpo regular, moreno, hoyoso de viruelas”, llegó en 1795 como ayudante del capitán Cristóbal de Arias y murió en el asalto de Montevideo por los británicos en febrero de 1807. Manuel Antonio Boedo, natural de Santiago de Arbejo, arzobispado de Santiago en Galicia, “soltero, 23 años, buen cuerpo, blanco, picado de viruelas, cerrado de barba”, pasó a Buenos Aires en 1767 como criado de Francisco Vicente y Cebrián; se radicó en Salta, donde se casó con la salteña María Magdalena Aguirre. Fruto de ese matrimonio fue Mariano Boedo, el congresal de Tucumán en 1816.

No faltaban religiosos como Diego de Echave, miembro la Compañía de Jesús, “de 28 años, picado de viruelas, la barba algo bermeja, mediano de cuerpo, sacerdote”, que con licencia del 28 de abril de 1643 regresó a Paraguay con el padre Antonio Ruiz de Montoya, de la misma orden. Tan interesante es su expediente que se anota detalladamente lo que traían consigo: “Imágenes, breviarios, libros y otros ornamentos para las iglesias de los pueblos de los indios nuevamente convertidos en aquellas tierras muy pobres y a la vez caras las cosas en ellas y llevarse de estos reinos dos imágenes de bulto de Nuestra Señora de la Concepción; un tabernáculo dorado para una de esas imágenes, dos órganos pequeños, cuatro ciriales de madera con guarniciones de bronce, tres ornamentos de altar de damasco blanco y colorado con sus dalmáticas y capas, tres de lo mismo; cuatro ornamentos de brocatel; dos ornamentos casullas bordados de seda de colores, un crucifijo de madera pequeño, seis imágenes de pincel de María y otros santos; dos docenas de breviarios, dos campanas medianas para las dichas iglesias; dos cajones de anzuelos para repartir a los indios, cantidad de agujas, alfileres y cuentas para atraer a los indios; veinte cajones que se han impreso en esta Corte de la lengua guaraní: Arte y Vocabulario, Tesoro de la Doctrina Cristiana, todo en lengua del Paraguay y del río Marañón para que los curas aprendan la lengua y puedan predicar y ayudar a esa nueva conversión de esos gentiles; dos doseles de damasco para las dos imágenes, cuatro mucetas para el Santísimo Sacramento”.

El comerciante Francisco de Segurola, maestre del navío “San Ignacio”, pasó a España de Buenos Aires y Montevideo en 1761. Mercader, soltero, “mediano de cuerpo, moreno, rehecho, picado de viruelas”, regresó con licencia del 10 de julio de 1766 a Buenos Aires con cargamento en el navío “El Pájaro”, a cargo del maestre Antonio Correa Cabral, con su criado Jacinto Aguirre. Ignoramos si contrajo allá el mal o en algunas de las pestes que azotaron a Buenos Aires. Maestre del navío “La Concepción”, regresó a España en 1771. Se casó en ésta con María Josefa Bernarda de Lezica; viajó a España y, con licencia del 6 de agosto de 1773, regresó con efectos en el navío “La Limeña”, a cargo del maestre Carlos García de Perea. Un viajado de aquellos tiempos, hijo suyo fue el canónigo Saturnino, que tanto hizo por difundir la vacuna, de quien escribiremos en breve.

El fundador de la familia Ruiz de Gauna, o Gaona que recuerda la avenida porteña, fue don Pablo, un comerciante natural de Álava, hijo legítimo de Andrés Ruiz de Gaona y de María Ildefonsa Ruiz de Larrea. “Soltero, de 30 años, alto, delgado, (otro) picado de viruelas”, con licencia del 18 de diciembre de 1766 llegó con mercaderías a Buenos Aires en la fragata “Nuestra Señora del Carmen”, a cargo del maestre Esteban Álvarez del Fierro, con su criado Ignacio Aguirre. Vecino de la ciudad de Buenos Aires, casado en ésta el 5 de julio de 1767 con María Elena de Lezica, hija legítima de Juan de Lezica y Torrezuri y de Elena de Alquiza y Peñaranda, se fue a España en el navío “San José” como maestre de plata, llevando caudales registrados a la cuenta de S.M. y el 24 de octubre de 1774 se le otorgó licencia para regresar en el navío “La Piedad”.

Fray Alonso Martínez fue un fraile dominico, teólogo, natural de Aguilar del Campo, “de 26 años, mediano de cuerpo, trigueño, afinado el rostro picado de viruelas” que, con licencia del 22 de noviembre de 1613, pasó con fray Hernando Mejía a Buenos Aires para seguir a Chile, Tucumán y Paraguay junto a otros religiosos de la orden.

No abundan mujeres con ese detalle de las viruelas, y conste que me he ocupado de ellas aún de niñas, asentándolas en ese registro. Dos de ellas la padecieron. Gertrudis Castellanos de Macías, Natural de Sevilla y vecina de Cádiz, hija legítima de Manuel Castellanos y de Isidora Enríquez, “de 30 años, cuerpo mediano, sonrosada y picada de viruelas”, se registra, con licencia del 25 de febrero de 1755 pasó a reunirse con su marido, el cabo Andrés Macías, de la Guardia de Luján, acompañada por su hija María de la Concepción. De doña Gertrudis se conserva una interesante correspondencia con su esposo.

La otra es María Francisca Mora y Carpio, natural de Alicante, hija legítima de Ángel y de Mariana, “soltera, de 19 años, ojos azules, picada de viruelas, y de mediana estatura”, pasó con licencia del 29 de octubre de 1763 como criada del gobernador de Montevideo Agustín de la Rosa Queipo de Llano.

Como se puede apreciar, en distintas épocas mucha gente que pasaba al Río de la Plata venía con las señales de la viruela, un mal que también había hecho estragos en Europa.

* Historiador. Vicepresidente de la Academia Argentina de Artes y Ciencias de la Comunicación

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