Los brotes y las revoluciones marcaron los años de mitad del siglo XIX en una ciudad como Montevideo, que apenas asomaba en la historia del Río de la Plata.
Montevideo, hoy a tres horas como mucho cruzando el Río de la Plata en alguna de las motonaves, fue siempre una salida para los argentinos a través de la historia. En tiempos de Juan Manuel de Rosas, buena parte de la oposición se marchó a aquella ciudad y aguantó a pie firme el sitio que le impuso Manuel Oribe, convirtiéndola en la Nueva Troya. Lo mismo en tiempos de Juan Domingo Perón y, a la caída de éste, la llegada del nuevo embajador Alfredo L. Palacios fue una apoteosis y un canto a la libertad que quedó grabado en la memoria rioplatense.
No hace falta hablar de las vinculaciones familiares, como lo explicamos últimamente en las notas dedicadas a los ancestros porteños del presidente Luis Lacalle Pou, a los que podemos agregar muchos otros.
Después de la batalla de Caseros a ambos países les costó un tiempo encauzar su vida cívica. En la Banda Oriental se sucedieron distintos presidentes y revoluciones: en agosto de 1855, cuando Andrés Lamas da a conocer su “Manifiesto dirigido a los compatriotas” llamando a una política de integración, desapareciendo las divisas que habían divido por años a los ciudadanos. En ese mismo año también aparece en Montevideo un brote menor de la fiebre amarilla que continúa en los primeros meses del año siguiente, llegado desde los puertos de Brasil, donde la enfermedad era de carácter endémico. Viajó en el paquebote inglés “Prince”, en el bergantín danés “Le Courrier” y en dos barcos de guerra, uno sardo y otro inglés.
Los que podían partieron hacia las quintas extramuros de la ciudad o al campo, y algunos pocos a Buenos Aires, pero ese brote dejó casi 900 muertos. Uno de ellos con características fue el doctor Teodoro Vilardebó, hijo del barcelonés Miguel Vilardebó y de la uruguaya Martina Matuliche, hija de un croata, probablemente de los primeros llegados a aquella banda del río.
Miguel Vilardebó era un hombre de inmensa fortuna y cuando las invasiones británicas organizó el cuerpo de Miñones de Cataluña. Me refería hace unos años el recordado amigo Carlos A. Palomeque, que competía con su pariente Mateo Magariños, llamado en la época el “Rey Chico” por su caudal y obras. Lógicamente enrolado en la causa realista, cuando comenzó la guerra de la Independencia su padre se radicó en Río de Janeiro con toda la familia. Nacido en 1803 en esa ciudad pudo conocer de niño el gran despliegue de la corte portuguesa y los grandes barcos frente a la ciudad sin pensar que en uno de ello iba a viajar enviado por su padre a estudiar, primero en Barcelona, seguro al cuidado de algún pariente, para continuar en París, donde se graduó de médico en 1833.
Regresó a su ciudad natal y al poco tiempo integró la Junta de Higiene mientras comenzó a secundar al padre Dámaso Larrañaga en sus estudios sobre historia natural. Interesado en la historia en 1843 fue uno de los fundadores del Instituto Histórico y Geográfico del Uruguay. Hombre de notables aficiones fue testigo de la primer toma fotográfica en Montevideo que hizo el abate Comte, experiencia que plasmó en un artículo en El Nacional.
Entregado a la medicina atendió a todos con la mayor solicitud y en esas circunstancias encontró la muerte un 29 de marzo de 1856.
No fue el único caso, el presbítero José Benito Lamas, vicario apostólico de Montevideo y seguramente futuro obispo, se contagió asistiendo espiritualmente a los enfermos y falleció el 9 de mayo de 1857.
En esa epidemia, en la que la fiebre amarilla de marzo a junio hizo estragos, murieron alrededor de 2.500 personas en una ciudad cuya planta urbana era de 20.000 y en el país, de 214.000 habitantes. El Hospital de la Caridad, fundado en 1788 por Mateo Vidal y Francisco Antonio Maciel, estaba abarrotado de enfermos hasta en los pasillos.
Digno es decir que para entonces Montevideo era la primera ciudad que había comenzado a contar con el servicio de saneamiento urbano centralizado gracias a la visión del empresario Juan José de Arteaga, quien en octubre de 1854 había firmado un contrato con el gobierno que presidía el general Venancio Flores para la construcción de una red de ductos para canalizar las aguas pluviales y servidas de la ciudad.
Lejos estaba aquella Montevideo que recuerda Isidoro Demaría, cuya la primera botica se instaló en 1768. “Hasta entonces habían carecido sus moradores de una farmacia donde poder obtener medicamentos para sus dolencias, estando reducidos al uso de yerbas silvestres para remedios, a excepción del que podía costearlos de Buenos Aires. Bien que en aquel tiempo había ‘una peste de salud’, en la población, computada en unos 1.200 habitantes, a pesar del desaseo, del lodo y de las aguas estancadas en charcos y zanjones, y por consecuencia eran pocas las enfermedades que se conocían, y ninguna epidémica”.
* Historiador. Académico de número y vicepresidente de la Academia Argentina de Artes y Ciencias de la Comunicación